La vida de un hombre
LA PUESTA en libertad del magistrado Giovanni d'Urso, secuestrado hace m¨¢s de un mes por las Brigadas Rojas, se ha producido cuando la tensi¨®n dentro de la clase pol¨ªtica italiana estaba llegando a su paroxismo y la intranquilidad, el des¨¢nimo o el temor cund¨ªan en el cuerpo social. El duro enfrentamiento entre los que se negaban a tolerar el m¨¢s m¨ªnimo gesto retorcidamente interpretable como remotamente emparentado con la leve sospecha de que tal vez pudiera hacer el juego a los terroristas, por un lado, y quienes buscaban v¨ªas practicables para salvar la vida del magistrado, por otro, ha tenido como principal escenario el Parlamento, pero tambi¨¦n se ha extendido a la Prensa.Al igual que en el caso de Aldo Moro, democristianos y comunistas han pujado al alza en la subasta de la raz¨®n de Estado y de los grandes principios abstractos para dejar al magistrado contra el pared¨®n y frente a sus verdaderos enemigos. En cambio, el Partido Radical, con el refrendo impl¨ªcito de los socialistas y el apoyo expl¨ªcito de grupos situados a la izquierda del PCI, ha tratado de disolver la helada solemnidad de la terminolog¨ªa convencional utilizada para enaltecer los atributos estatales con ese ¨¢cido corrosivo que es la vieja tradici¨®n humanista y liberal europea.
Puede servir de motivo de reflexi¨®n que el comprom¨ªso hist¨®rico entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista resulte sacramentado ¨²nicamente cuando ambos partidos cultivan la necrofilia y compiten entre s¨ª para defender la autoridad del Estado, vocablo que en estos casos deja de significar una organizaci¨®n humana para transformarse en un ente divinizado, situado por encima y sobre los ciudadanos. El argumento de que tolerar contactos o negociaciones de cualquier tipo con los secuestradores para salvar la vida de alto funcionario del Estado -en este caso, del poder judicial- equivale a la capitulaci¨®n ante el terrorismo o al desarme frente a los violentos, apenas logra tenerse en pie sin la ayuda de muchas interjecciones y de voces muy col¨¦ricas.
El desmantelamiento de las Brigadas Rojas en Italia y de las bandas paramilitares de ultraizquierda o ultraderecha en el resto de Europa es, obviamente, un trabajo que s¨®lo el aparato del Estado, con sus abundantes medios materiales y sus omnipresentes servicios informativos, puede llevar a cabo. Los ciudadanos tienen, en consecuencia, todo el derecho par a criticar a los Gobiernos por su espectacular ineficacia para realizar, en el marco del respeto a las leyes y al ordenamiento constitucional, esa indispensable tarea. Tambi¨¦n pueden especular acerca de los factores end¨®genos al tinglado estatal, desde la corrupci¨®n hasta las complicidades con los terroristas, que explicar¨ªan sus reiterados fracases para desarticular misteriosas organizaciones que resurgen de sus desmanteladas cenizas como sanguinarias aves f¨¦nix. Pero resulta dif¨ªcil aceptar en su valor nominal los estent¨®reos c¨¢nticos a la dignidad del Estado, entonados para justificar el cierre en banda ante un chantaje terrorista, con la vida de una persona como prenda. Sobre todo, cuando esas ardientes loas son recitadas por quienes, incapaces de gestionar con eficacia y transparencia las instituciones p¨²blicas, se revisten con el peso de la p¨²rpura y los ropajes de la dignidad s¨®lo en estas dram¨¢ticas ocasiones, quiz¨¢ necesitados de falsas coartadas que les permitan encubrir su impotencia para defender a la sociedad y a la cosa com¨²n en su trabajo cotidiano dentro del aparato estatal.
Es de todo punto evidente que existe un ampl¨ªsimo repertorio de exigencias extorsionadoras que un Estado no puede y no debe admitir cuando se enfrenta a un chantaje terrorista. Pero hay un abismo entre ese enfoque concreto y la mutaci¨®n en principio sagrado de lo que s¨®lo puede ser la conclusi¨®n pr¨¢ctica, explicada y argumentada a la opini¨®n p¨²blica, de an¨¢lisis y valoraciones espec¨ªficas. Por ejemplo, y dicho sea en honor de nuestro Gobierno y del PSOE, el delicado asunto de las negociaciones indirectas para liberar del secuestro a Javier Rup¨¦rez, situado en el filo de lo aceptable y de lo rechazable, se resolvi¨® de forma tal, que la vida del diputado centrista y el respeto hacia la Constituci¨®n y hacia los intereses del cuerpo social quedaron a salvo de consuno.
No descartamos la fuerte probabilidad de que las condiciones impuestas por un chantaje terrorista para liberar a un reh¨¦n sean de imposible cumplimiento en una circunstancia determinada. Tampoco juzgamos los comportamientos de los secuestrados, entre otras cosas, porque s¨®lo la prueba de los hechos, que a nadie deseamos, podr¨ªa distinguir entre las bravatas verbales de los h¨¦roes de mesa-camilla y la decisi¨®n moral de alguien que acepta la muerte antes que se negocie con su vida. El examen, caso por caso, de las exigencias de los extorsionistas, tanto en su contenido como en su forma, ser¨ªa la ¨²nica v¨ªa para apear de ese artificioso podium de las cuestiones de principio las eventuales medidas para salvar la vida de un reh¨¦n en manos de los terroristas.
A este respecto, la Prensa italiana ha sido tambi¨¦n sacudida, como antes se?alamos, por un vendaval pol¨¦mico. No se ha tratado exclusivamente de la discusi¨®n sobre los recortes voluntarios a la libertad de expresi¨®n a prop¨®sito de las actuaciones y opiniones de las bandas armadas, tema sobre el que ya tuvimos ocasi¨®n de pronunciarnos (v¨¦ase EL PAIS 7-1-1981), en el sentido de que el deber de informar de los periodistas, corolario del derecho a estar informado de los ciudadanos, prevalece sobre cualquier otro argumento. En este caso, las Brigadas Rojas, haciendo uso de un procedimiento t¨ªpico de los reg¨ªmenes fascistas y prefigurando lo que ser¨ªa su ?pol¨ªtica informativa? en el caso de auparse hasta el poder, trataron de imponer como notas de inserci¨®n obligatoria en la Prensa, la radio y la televisi¨®n italianas sus mazorrales, delirantes y doctrinarios comunicados sobre el secuestro.
Aun siendo comprensible la resistencia de los informadores a aceptar esa exigencia, la sanci¨®n por no hacerlo era nada menos que la vida de Giovanni d'Urso. De esta forma, el precio que los periodistas ten¨ªan que pagar por mantener la dignidad e independencia de la Prensa era la muerte de un hombre, y no sufrimientos o riesgos propios. Por lo dem¨¢s, resulta dif¨ªcil conceder a los pedantes e indigentes documentos de Brigadas Rojas la beligerancia que su ocultamiento o censura lleva impl¨ªcitamente consigo. Construidos con ideas que no poseen m¨¢s coherencia que la suministrada por la l¨®gica de los orates y la sintaxis de la violencia, s¨®lo pueden convencer a quienes de antemano comulgan con su fanatismo doctrinario y su culto a la sangre y a la muerte. Tanto temor a la difusi¨®n de esas aberrantes necedades, aparte de premiar a los terroristas con el aura de la secta perseguida y amordazada, siempre eficaz en los sectores marginales y desesperados de una sociedad en crisis, s¨®lo revela una absurda desconfianza en las propias ideas y un soterrado recelo hacia la libertad de expresi¨®n.
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