Dos juras o si yo fuera mujer...
Mejor dicho, no he necesitado en modo alguno serlo para sentirme latir las sienes en una ola de ira, de repugnancia y de sonrojo ante el espect¨¢culo de Nancy Reagan en la jura de su esposo. Si puede haber en el mundo alguna expresi¨®n del rostro humano que merezca llamarse vomitiva, es esa expresi¨®n de devoci¨®n, de incondicionalidad, de entrega, de deliquio, de ¨¦xtasis con la que Nancy Reagan fija los ojos en su due?o y se?or en el presunto instante de su triunfo supremo y su divinizaci¨®n. Si a¨²n queda en Norteam¨¦rica alg¨²n resto de sensibilidad, de pundonor, de orgullo, nada me extra?ar¨ªa que las fotograf¨ªas que han circulado sobre el acto -lloviendo sobre el mojado del indecente espect¨¢culo de p¨®stumo beaterio conyugal recientemente ofrecido por la viuda del cantante asesinado- desencadenasen una furibunda reacci¨®n de feminismo. Nada me extra?ar¨ªa que esas fotograf¨ªas -infinitamente m¨¢s ultrajantes para la llamada condici¨®n femenina que la estatua con que Bernini, en la peor tarde de su vida, infam¨® la memoria de nuestra buena madre Teresa de Avila- desatasen una nueva oleada de castraciones forzadas y violentas como las que ya se han producido en estos a?os de atr¨¢s por mano de algunas bandas de feministas enrag¨¦es, cuyo sangriento extremismo sigue desagrad¨¢ndome, pero voy empezando a comprender.Siempre me ha parecido el papel de ?primera dama? de Estados Unidos acaso el m¨¢s desairado y denigrante que pueda haber para cualquier mujer, pues si ya en general la participaci¨®n por simple adherencia conyugal en la notoriedad p¨²blica de un hombre, sin m¨¢s t¨ªtulo propio que el de estar casada con ¨¦l, parece algo que toda mujer deber¨ªa reconocer y sentir tan vejatorio para ella -y no tanto por s¨ª mismo cuanto por el hediondo modo en que la sociedad, o sea las revistas de peluquer¨ªa, suele acoger, interpretar, valorar y celebrar tal relaci¨®n- que se sintiese impelida al m¨¢s absoluto inc¨®gnito al respecto, en el caso de la mujer del presidente de Estados Unidos la humillaci¨®n se me antoja multiplicada por mil, ya sea en raz¨®n de la propia suprema magnitud del encumbramiento del marido, ya sobre todo a causa de la obligaci¨®n jur¨ªdicamente presupuesta de aceptar oficialmente el ejercicio de papel semejante como un protocolo m¨¢s autom¨¢ticamente incluido en los deberes representativos de la funci¨®n presidencial. As¨ª, la llamada primera dama no s¨®lo no es m¨¢s que un puro ap¨¦ndice, una simple pr¨®tesis, un admin¨ªculo accesorio del marido, funci¨®n para la cual no ha precisado aportar m¨¢s m¨¦rito propio ni m¨¢s gracia propia que los de haber sido atornillada a ¨¦l mediante el sacramento lo mismo que a una moto se le atornilla un sidecar, sino que por a?adidura tiene que ejercer activamente, animosamente y hasta encantadora y radiantemente de admin¨ªculo presidencial. Bastante ser¨ªa ya que haya mujeres capaces de aceptar tan denigrante y total anulaci¨®n y subordinaci¨®n como un tr¨¢gico sacrificio que, a su leal entender, les impondr¨ªan la conveniencia de la patria y la felicidad del pueblo, pero lo que resulta ya el colmo de lo desolador es que hayan llegado a producirse socialmente seres, casi cosas, que acaten el infrahumano papel¨®n no s¨®lo sin sentirse resignadas, ni aun siquiera tan s¨®lo vanidosamente satisfechas por la ocasi¨®n de figurar, sino con el embeleso de felicidad suprema, con el imp¨²dico arrobo de total cumplimiento y absoluta plenitud que trasciende de toda la expresi¨®n -casi imposible de fingir- de la desventurada Nancy Reagan.
No s¨¦ por qu¨¦ hay tantos que tienden a colgarles a los espa?oles, m¨¢s que a otros, el sambenito del machismo; tal vez sea por reflejo desde los mejicanos y otros hispanoamericanos, con los que, por lo dem¨¢s, los espa?oles -por muy voluntariosamente que se esfuerce en demostrar lo contrario el programa de los 300 millones- apenas tienen poco m¨¢s que ver que la coincidencia de la lengua. Pero, sea de ello lo que fuere, lo cierto es que, a poco que se repare, la indiscutible capital mundial del machismo, su m¨¢s vigoroso reducto, son hoy por hoy, y desde hace ya casi medio siglo, precisamente los Estados Unidos. Si es que el machismo de un pa¨ªs, no se ha de medir s¨®lo por los comportamientos masculinos, sino tambi¨¦n, como yo creo, por los femeninos, aqu¨ª en Espa?a, por lo que se refiere a la cuesti¨®n que concretamente nos ocupa, lo que puede decirse es que parece ser que existe una se?ora particular que se llama do?a Amparo Illana que por lo visto est¨¢ casada con el presidente del Gobierno, pero a la cual ni aun yo, que acostumbr¨® a pasar de cuatro a seis peri¨®dicos al d¨ªa y que hasta al tacto sabr¨ªa ya reconocer la foto del m¨¢s insignificante congresista, podr¨ªa jam¨¢s comprometerme a identificar ni en efigie fotogr¨¢fica ni en rueda de presos.
Parece ser que en tiempos de los Trastamara, entre los s¨ªmbolos del cortejo que acompa?aba a un rey nuevo en la ceremonia de la jura con que se inauguraba su reinado, figuraba una espada llevada por un palad¨ªn. Esta espada pod¨ªa, por lo visto, tener dos posiciones, cada una de las cuales se correspond¨ªa con un significado: si la punta miraba al cielo quer¨ªa decir que el jurante se recib¨ªa por rey en cuanto a la titularidad de la realeza y a la propiedad del reino, pero no en cuanto al ejercicio del mando -?gobernaci¨®n? que se dec¨ªa entonces, ?poder ejecutivo? que dir¨ªamos hoy-; si, por el contrario, la espada iba apuntando para el suelo quer¨ªa decir que a los restantes t¨ªtulos se a?ad¨ªan los del mando. En este segundo caso el rey sal¨ªa de la jura, por as¨ª decirlo, como rey entero; y en cuanto al primer caso, a partir, por ejemplo, de situaciones como la de una reina madre sin poderes de regencia, se puede imaginar el tipo de circunstancias jur¨ªdicas a. que podr¨ªa corresponder. Me figuro que los psicoanalistas, que son unos completos obsesos sexuales, nada m¨¢s o¨ªr hablar de semejante espada -como, por lo dem¨¢s, ante cualquier otra posible cosa aproximadamente alargada y puntiaguda que pudiese surgir en la conversaci¨®n o en el ?discurso? como ellos gustan de decir-, dir¨¢n sin vacilar, como el del chiste de las adivinanzas: ??La polla!?; y verdaderamente podr¨ªamos perdonarles tanta euforia, porque el caso parece como hecho de molde para dar p¨¢bulo a sus fantasmagor¨ªas, En efecto, no hay m¨¢s que reparar en que si, dej¨¢ndonos llevar por la obsesi¨®n sexual de los psicoanalistas, nos empe?¨¢semos en que esa espada fuese realmente la polla (no es por hacerme aqu¨ª el bruto, ni el paleto, ni el Cela, ni el castizo, es porque si pongo ?pene?, ?falo? o ?linga? me entra la risa floja y ya no puedo parar), la posici¨®n de la punta para abajo, representando perfectamente la posici¨®n ¨ªncube del var¨®n sobre la hembra y significando en tal ceremonia justamente el mando, vendr¨ªa a formar una asociaci¨®n simb¨®lica que ni pintada podr¨ªa sonar jamas hallar el psicoanalista m¨¢s ansioso de establecer un v¨ªnculo directo entre virilidad y poder y de dejar convicta de machismo toda cultura de dominaci¨®n. Reconozco que la figura es tan redonda que hasta yo mismo he tenido que rechazar una fuerte tentaci¨®n de darle cr¨¦dito.
Beltranejo fui siempre, beltranejo sigo y beltranejo morir¨¦
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porque Do?a Isabel y Don Fernando empezaron a labrar la destrucci¨®n de Espa?a, que habr¨ªa de consumar su nieto a golpes de quijada, pero eso no quita para que sepa reconocer la calidad de mi enemiga. Como es archisabido, a la muerte de Don Enrique IV de Castilla nuestros pr¨ªncipes llevaban ya casados poco m¨¢s de cinco a?os y ten¨ªan ya una hija primog¨¦nita, y habiendo residido todo ese tiempo en Castilla, los castellanos deb¨ªan de haberse familiarizado extraordinariamente con el pr¨ªncipe Don Fernando, pues la voz que a la muerte del rey se dio en Segovia -donde estaba Isabel, mientras Fernando andaba de viaje en Arag¨®n- no fue sino ??Castilla, Castilla, por el rey Don Fernando y por la reina Do?a Isabel, su mujer, propietaria de estos reinos!?, voz, como puede observarse, sumamente extra?a para quien, c¨®mo nosotros, est¨¦ al cabo de todo lo que ocurri¨® despu¨¦s -incluida la inefable escena de las ?palmadillas? de Don Fernando al duque de N¨¢jera, a ra¨ªz de la muerte de Isabel-, pero que no debe en absoluto preocupar a nadie, porque la propia Isabel se iba a encargar de que el equ¨ªvoco no llegase a durar ni un cuarto de hora. Y, en efecto, cuando a los seis o siete d¨ªas Fernando, que nada m¨¢s tener noticia de la muerte de su cu?ado hab¨ªa salido a u?a de caballo de Arag¨®n para acudir a tomar posesi¨®n de su reinado, llega por fin a las puertas de Segovia, hete aqu¨ª que se entera -y parece que sin el m¨¢s m¨ªnimo entusiasmo- de que todas las posesiones posibles e imaginables que hubiese que tomar han sido ya tomadas y que no queda ya absolutamente posesi¨®n alguna que tomar, porque Isabel ya ha jurado y se ha recibido por reina de Castilla sin considerar ni aun m¨ªnimamente necesario el esperarle para la ceremonia, en la que, seg¨²n se entera Fernando con susto y con disgusto, la espada real ten¨ªa la punta mirando para el suelo. Y as¨ª fue, por lo visto, como supo Fernando que de rey de Castilla, nada, sino tan s¨®lo simple rey consorte, simple don-francisco-de-as¨ªs. El vac¨ªo de poder dejado por la muerte de Don Enrique no le hab¨ªa esperado y hab¨ªa sido inmediatamente llenado, pero hasta los topes, por la misma que muy poco despu¨¦s, a la pregunta sobre sus previsiones y sus puntos de vista en cuanto a la forma pol¨ªtica concreta que iba a darse al apoyo y la participaci¨®n de la nobleza en las graves responsabilidades del poder, tampoco iba a necesitar m¨¢s de tres palabras para dejar las cosas absolutamente claras: ? ?Ni una almena! ? ? (Era una hija de la gran puta, pero hay que reconocer que lo que es por falta de casta o de trap¨ªo no hay presidente que la devuelva a los corrales.) Consider¨® sin duda que no hab¨ªa por qu¨¦ tener en suspenso el sosiego destos reinos, como entonces se dec¨ªa, prolongando unos d¨ªas el vac¨ªo de poder por un motivo tan f¨²til como el de que la jura pudiese hacerse en presencia de Don Fernando, el cual, al fin y al cabo, seg¨²n ella estimaba, no iba a poder tener en semejante ceremonia otro papel que el de contemplarla arrobado con ojos de carnero degollado, siendo as¨ª que ella, aunque esposa amant¨ªsima, pod¨ªa prescindir perfectamente, sobre todo en asuntos de soberan¨ªa, de tan babosos empalagos. No necesitaba, por lo visto, en absoluto que nadie le pusiese ojitos de nancirregan para hacerse y saberse reina de Castilla (y dejar¨¦, por una vez, estar si de modo ileg¨ªtimo y usurpatorio) desde la plan¨ªa de los pies hasta la punta de la coronilla.
El talento ling¨¹¨ªstico que demostr¨® quien inventase el mote o lema personal de los Reyes Cat¨®licos al repetir en orden directo y en orden inverso las palabras ?tanto? y ?monta? (Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando) est¨¢ en la intuici¨®n expresiva de sentir el cruce producido por la inversi¨®n como el arranque de una especie de trenza indefinidamente prolongable y equivalente a un incesante entrecruzarse de las palabras ?Castilla-Arag¨®n, Arag¨®n-Castilla, Isabel- Fernando, Fernando- Isabel, ¨ªncube-s¨²cube, s¨²cube-¨ªncube ... ?, como un connubio que gira sobre su eje en el t¨¢lamo nupcial del poder hasta el infinito o hasta llegar a disipar la ¨²ltima sombra de desconfianza que pudiese abrigar quien estuviese ya entonces pose¨ªdo por la moderna preocupaci¨®n feminista sobre el encima y el debajo, el debajo y el encima.
No soy yo nada amigo de poderes ni de poderosos, pero como en estas cosas la pasi¨®n suele ser siempre injusta, m¨¢s a¨²n que la fobia contra el poderoso mismo pesa a menudo en m¨ª la repugnancia y el desprecio hacia sus s¨²cubes, hacia las almas cong¨¦nita e irreversiblemente s¨²cubes, los Nancys de ambos sexos en que todo poder precisa sustentarse, ?i futtuti e contenti? -como dir¨ªa Gioacchino Belli-, seres nacidos para estar debajo, sumisos, fervorosos y entusiastas partidarios que necesitan siempre alguien que los monte, que los cabalgue montado sobre los lomos de sus almas, due?o, se?or, caudillo, dictador o aut¨®crata. Por eso no deber¨¢ extra?ar que halle en la espada punta abajo de Isabel de Trastamara una especie de venganza contra Nancy Reagan confundida con la venganza contra el poder ¨ªncube que ella como s¨²cube sustenta. Ni tampoco ha de confundirse venganza con remedio, ya que si Isabel nos venga no lo hace al fin sino con armas masculinas, como lo son las del poder, o sea las mismas que a la postre1an hecho s¨²cube a la otra; pero mientras la fuerza y el poder sigan siendo la medida de todas las cosas, bien puede perdon¨¢rsenos por una vez incurrir en la debilidad de sentirnos siquiera sea simb¨®licamente vengados oponiendo a un poder otro poder, o como tan sagazmente supo decirle Plat¨®n a Di¨®genes el c¨ªnico, pisoteando una arrogancia con otra arrogancia.
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