Sentimientos imperecederos
Jam¨¢s he comprendido -ni, por supuesto, manifestado- determinadas expresiones del patriotismo. Nunca he sabido lo que se esconde tras la m¨¢s t¨ªmida afirmaci¨®n de amor patri¨®tico, y acaso por eso nunca me he topado con un caballero que me haya dicho ?yo amo a Espa?a? con la misma naturalidad con que se puede decir ?yo ame) mi profesi¨®n?, ?yo amo a mi mujer? o, incluso, ?yo amo la m¨²sica?. A prop¨®sito he hecho uso de tres ejemplos que, a despecho de introducir una leve incorrecci¨®n gramatical, ponen bien claro de manifiesto c¨®mo el habla com¨²n sabe distinguir entre ?amar? y ?amar a?; c¨®mo la primera forma verbal puede corresponder a una actitud no transitiva que, por as¨ª decirlo, configura un estado permanente e indemostrable del yo por cuanto no lleva a cabo acci¨®n ni influencia sobre el paciente; y c¨®mo la segunda -con una clara acci¨®n transitiva- s¨®lo puede tener sentido si se corresponde con un modo de conducta afectivo, esto es, que afecte al paciente. El habla procede siempre de una educaci¨®n y testimoniar¨¢ el grado de elegancia de un esp¨ªritu que sabr¨¢ siempre adecuarla a sus intenciones. Quien sabe que su amor no afectar¨¢ nunca, ni poco ni mucho, al objeto al que se dirige, por lo general no lo menciona, y no tanto por verg¨¹enza cuanto por un equitativo respeto hacia un interlocutor que: tiene el mismo derecho a atesorar tal sentimiento. Por eso, porque la gente es m¨¢s educada de lo que creen algunos, normalmente no se oye decir: ?Yo amo a Espa?a?.Me temo que toda afirmaci¨®n de amor patri¨®tico tiene un cariz de acusaci¨®n hacia quien no la sostiene y refrenda. Por supuesto que no tengo nada contra quien se sienta muy patriota. Pero lo tengo todo, en cambio, contra quien pretende demostrarlo con la palabra, para significarse como algo que supone que los dem¨¢s no son porque no lo dicen; para hacer gala de un estado no transitivo del yo; que con frecuencia s¨®lo sirve para enmascarar la ¨ªndole de otras acciones no dictadas por su influjo.
De todas las invenciones ret¨®ricas que el franquismo forj¨® para tratar de investirse con un cuerpo ideol¨®gico, ninguna m¨¢s irreal y absurda que aquella ?anti-Espa?a? contra la que en todo momento de su larga vida pretendi¨® mantenerse en guardia. No dudo de que habr¨¢ por el mundo muchas personas que no amen nuestro pa¨ªs y de que por ah¨ª, en ocasiones, se tomar¨¢n decisiones contrarias a nuestros intereses nacionales. Pero, ?la anti-Espa?a? ?En qu¨¦ cabeza cabe eso? ?C¨®mo semejante monigote puede ocupar un puesto cualquiera entre la parafernalia de una ideolog¨ªa?
Sin embargo, no cabe duda: ese concepto -aunque su nombre salga ahora poco, tal vez por miedo al rid¨ªculo- sigue alimentando mucha fraseolog¨ªa que al proclamar el nombre de Espa?a con un car¨¢cter pol¨ªticamente posicional y potencialmente belicoso, implicita un enemigo que para ser homog¨¦neo con el emblema no puede ser otro que la anti-Espa?a. En los tiempos en que del patriotismo de campanario se pas¨® a un nacionalismo beligerante -herencia funesta de aquel le¨®n de Belfort que sirvi¨® para todo (incluso para la inspiraci¨®n e iconolog¨ªa surrealista) menos para la defensa de la patria-, el concepto al menos designaba a un extra?o ente exterior al pa¨ªs, que sin cluda para su causa hab¨ªa sabido atraerse a unos cuantos malos espa?oles, no s¨¦ por qu¨¦ empe?ados en acabar con su tierra. Lo malo de los emblemas es que acoslumbran a ser m¨¢s duraderos que las ideas que los informan. Cincuenta a?os despu¨¦s de aquel brote, el nacionalismo, que dificilmente puede sostenerse sobre el patriotismo fronterizo, no ha podido recibir mejor regalo que la resurrecci¨®n del ogro, esta vez engendrado en nuestro suelo y escondido entre los muros de la patria. Ahora resulta que la anti-Espa?a es genuinamente espa?ola, que el enemigo es de dentro, aun cuando cuente con la ayuda de alg¨²n que otro gendarme tataranieto del maligno. Antes la anti-Espa?a sol¨ªa tener una capital -que mudaba de Londres a Par¨ªs, a Mosc¨² o a M¨¦xico, a tenor de la pol¨ªtica de las canciller¨ªas-, pero, a la vista de la poca hospitalidad que recibe en esas capitales, parece que ha decidido echarse al monte, un monte perdido por ah¨ª, donde resulta muy dif¨ªcil seguir su rastro. De suerte que, con excepci¨®n de los energ¨²menos de la metralleta y el capuch¨®n, que no se suelen prestar al combate en campo abierto, los vehementes cruzados que todos los meses de difuntos salen de sus hogares para cazar a la anti-Espa?a no aciertan a encontrar su presa. Se produce entonces lo que se podr¨ªa llamar el s¨ªndrome de Hoffmann, aquel escrupuloso coronel alem¨¢n que, al no encontrar a nadie delante de su trinchera, vino a suponer que el enemigo -porque a la fuerza ten¨ªa que haber enemigo, para un escrupuloso oficial del Estado Mayor alem¨¢n- se hab¨ªa infiltrado y estaba detr¨¢s.
El amor a Espa?a y el horror a la anti-Espa?a son esencialmente sentimientos que no tienen fecha de origen. No proceden de un acontecimiento fechable, sino que -sin duda- fueron inoculados en el alma que los alberga, mezclados con la leche materna que nutr¨ªa un Cuerpo todav¨ªa incapaz de hablar, amar, odiar y fechar. Son -todo parece indicarlo- sentimientos constantes e imperecederos que la vida no hace sino robustecer; porque tanto la Espa?a como la anti-Espa?a son objetos que no mudan, no defraudan, no traicionan, no enga?an, no dan el menor pie al cambio afectivo; son, en una palabra, esencias.
Con ser estados del alma tan constantes, con frecuencia y c¨®mo no, tambi¨¦n sufren sus arrebatos, que llevan al paciente a abandonar su sereno acomodo para -por una vez- pasar a la acci¨®n y tratar con ella de transformar un objeto amado tan dif¨ªcilmente modificable por la intervenci¨®n personal. Por lo general, en tales estados, los sentimientos insolidarios -por llamarlos as¨ª- son mucho m¨¢s pujantes y gozan de mayor poder de movilizaci¨®n que los aglomerantes; el odio despierta lo que el amor adormece y el paciente, a duras penas acomodado entre dos actitudes antagonistas de su
Pasa a p¨¢gina 10
Viene de p¨¢gina 9
propia alma, saldr¨¢ de su ceniciento letargo en cuanto el sol de Espa?a se sumerja en la noche de la anti-Espa?a; s¨®lo el horror lleva a desenfundar el sable y blandir la pistola.
Tales movimientos vienen siempre amparados por grandes palabras y, por supuesto, grandes ideales. La salvaci¨®n, el honor, el esp¨ªritu de sacrificio y el desinter¨¦s los apadrinan de tal manera que hasta la fecha todav¨ªa no se ha producido ning¨²n pronunciamiento (y ya se han producido algunos) en nombre de los intereses propios, que siempre son, en realidad, los verdaderos m¨®viles.
Nadie se atrave a aducir el provecho propio -y de los compinches- para justificar el golpe de Estado. No ser¨ªa tomado en serio. No es s¨®lo la hipocres¨ªa; el alma humana est¨¢ tan enraizada en el disimulo y el respeto a los tab¨²es sociales la impregna de tal manera, que, aun movida por el lucro, no llegar¨¢ a creer plenamente en ¨¦l, confiando sus convicciones a un ficticio desinter¨¦s. Tambi¨¦n ante el yo hay que vestir el mu?eco, y la conducta m¨¢s desaprensiva tendr¨¢ que envolverse en la librea del pudor. Cuanto m¨¢s solemne el disfraz, mejor.
No para ah¨ª la cosa; el pudor no es s¨®lo el disfraz que cubre un acto desvergonzado, sino tambi¨¦n el imprescindible salvoconducto para una acci¨®n que, portemeraria que sea, debe estar protegida al menos por uno de los grandes mandamientos de la moral p¨²blica. El amor a Espa?a es uno de esos mandamientos, y nadie tendr¨¢ derecho a intervenir en la cosa p¨²blica si no viene amparado por ¨¦l. Al decir de sus ejecutantes, ese amor es quien dicta todos los golpes de Estado, y, por consiguiente, cabe deducir que todo aquel que se rebela es un mandado, sea por un teniente, sea por el amor a Espa?a. Nadie lo har¨¢ en nombre de su albedr¨ªo y poder, y en virtud de eso, hasta el m¨¢ximo cabecilla recibe ¨®rdenes, aunque procedan del m¨¢s all¨¢, de un m¨¢s all¨¢ al que sus compatriotas no alcanzan y con el que s¨®lo ¨¦l mantiene contactos.
El amor a Espa?a, adem¨¢s de ser utilizado como una frase de cobertura, se convertir¨¢ en el agazapado recurso de uno de tantos astutos artificios de la conducta; gracias a su invocaci¨®n, toda la acci¨®n se ejecutar¨¢ con arreglo a la disciplina. Ser¨¢ el m¨¢ximo responsable y, por consiguiente, la revestir¨¢ de una cierta santidad. Aquel n¨²mero de la Guardia Civil que, cuando ya terminaba de lavar su coche, fue requerido -sin que en un principio conociera su destino- para empu?ar sus armas y formar par te de la fuerza que iba a invadir y ultrajar el Congreso de los Diputados, ?qu¨¦ culpa puede tener?, ?qu¨¦ falta ha cometido?, ?qu¨¦ responsabilidades se le pueden pedir? Ninguna, si es verdad que se limit¨® a cumplir ¨®rdenes y acatar con obediencia a su inmediata jerarqu¨ªa.
Pero, a ese tenor, la obediencia puede ser una coartada y el acatamiento de las ¨®rdenes superiores, sin poner nada de la voluntad propia, una manera de mantener a, resguardo no s¨®lo la propia conciencia, sino la fortuna del envite; una manera de jugar a dos pa?os. Si se gana, qu¨¦ duda cabe que algo ganar¨¢ quien se arriesg¨® en un juego tan audaz; si se pierde, que apechugue el superior. Y mientras dure el juego, ni un signo que permita delatar el lado hacia el que se inclinan las propias convicciones. Ni una palabra de m¨¢s, ni un gesto que obstaculice la retirada hacia la inocencia. Pues bien, yo no creo que exista un solo guardia civil tan neutro y exento de convicciones como para no tomar partido en un trance semejante.
Lleg¨® un momento en que todos los guardias civiles -todos, absolutamente todos- se tuvieron que dar cuenta que estaban acatando las ¨®rdenes de un desobediente, de un sedicioso. Entonces su raz¨®n, su profesi¨®n, su honradez y sus juramentos les deber¨ªan haber empujado a ponerse al servicio del presidente de la C¨¢mara y volver sus armas contra Tejero y sus hombres. Si no lo hicieron -as¨ª fue o porque estaban por la sedici¨®n o por cobard¨ªa. Ambas figuras deben estar tipificadas y no cabe eludir cualquiera de esas culpas con cuchicheos amistosos al o¨ªdo de un diputado secuestrado, mientras con la derecha se sostiene la metralleta. No hay un solo inocente, no hay un solo miembro de los institutos armados, de los que violaron el Congreso, que merezca seguir perteneciendo a ellos. No puede haber indulgencia.
Si eso es as¨ª para los pelda?os inferiores de la escala de la sedici¨®n, ?qu¨¦ no ser¨¢ para los intermedios y superiores? Todo aquel que transmiti¨® una orden -aunque fuera la de poner un motor en marcha- es culpable, sin paliativos. Cuanto m¨¢s se asciende por esa escala, m¨¢s amplia es la orden y m¨¢s grave el delito. En el rellano final ya no resuena ninguna orden porque el susurro conminatorio del m¨¢s all¨¢ solamente lo oye el elegido. De la misma manera que el h¨¦roe de Schelling es doblemente tr¨¢gico -en la escala del hombre y en la escala del dios-, el cabecilla es delincuente por partida doble: por no saber.interpretar, sino para su provecho, el mandato del m¨¢s all¨¢, y por convertir a sus inferiores en delincuentes. Cuando lo haya perdido todo y ante el tribunal de los hombres pretenda apelar, para salvar su dignidad, a su obediencia a un principio sacrosanto que le impuls¨® al error y la traici¨®n, cometer¨¢ la ¨²ltima -y quiz¨¢ m¨¢s sucia- de sus indignidades, al vestir de blanco lo que es negro: al llamar sacrificio a su inversi¨®n, cumplimiento del deber a su af¨¢n de mando y protagonismo, desinter¨¦s al esp¨ªritu de rapi?a y amor a Espa?a lo que es odio al adversario. No en balde suelen ser quienes se dicen insufiados de ese amor los que s¨®lo saben ver a sus adversarios,y antagonistas como enemigos de muerte.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.