"Mar¨ªa de mi coraz¨®n"
Hace unos dos a?os, le cont¨¦ un episodio de la vida real al director mexicano de cine Jaime Humberto Hermosillo, con la esperanza de que lo convirtiera en una pel¨ªcula, pero no me pareci¨® que te hubiera llamado la atenci¨®n. Dos meses despu¨¦s, sin embargo, vino a decirme sin ning¨²n anuncio previo que ya ten¨ªa el primer borrador del gui¨®n, de modo que seguimos trabaj¨¢ndolo juntos hasta su forma definitiva. Antes de estructurar los caracteres de los protagonistas centrales, nos pusimos de acuerdo sobre cu¨¢les eran los dos actores que pod¨ªan encarnarlos mejor: Mar¨ªa Rojo y H¨¦ctor Bonilla. Esto nos permiti¨® adem¨¢s contar con la colaboraci¨®n de ambos para escribir ciertos di¨¢logos, e inclusive dejamos algunos apenas esbozados para que ellos los improvisaran con su propio lenguaje durante la filmaci¨®n.Lo ¨²nico que yo ten¨ªa escrito de esa historia -desde que me la contaron muchos a?os antes en Barcelona- eran unas notas sueltas en un cuaderno de escolar, y un proyecto de t¨ªtulo: ?No: yo s¨®lo vine a hablar por tel¨¦fono?. Pero a la hora de registrar el proyecto de gui¨®n nos pareci¨® que no era el t¨ªtulo m¨¢s adecuado, y le pusimos otro provisional: Mar¨ªa de mis amores. M¨¢s tarde, Jaime Humberto Hermosillo le puso el t¨ªtulo definitivo: Mar¨ªa de mi coraz¨®n. Era el que mejor le sentaba a la historia, no s¨®lo por su naturaleza, sino tambi¨¦n por su estilo.
La pel¨ªcula se hizo con la aportaci¨®n de todos. Creadores, actores y t¨¦cnicos aportamos nuestro trabajo a la producci¨®n, y el ¨²nico dinero l¨ªquido de que dispusimos fueron dos millones de pesos de la universidad veracruzana; es decir, unos 80.000 d¨®lares, que, en t¨¦rminos de cine, no alcanzan ni para los dulces. Se film¨® en diecis¨¦is mil¨ªmetros y en color, y en 93 d¨ªas de trabajos forzados en el ambiente febril de la colonia Portales, que me parece ser una de las m¨¢s definitivas de la ciudad de M¨¦xico. Yo la conoc¨ªa muy bien, porque hace m¨¢s de veinte a?os trabaj¨¦ en la secci¨®n de armada de una imprenta de esa colonia, y por lo menos un d¨ªa a la semana, cuando termin¨¢bamos de trabajar, me iba con aquellos buenos artesanos y mejores amigos a bebernos hasta el alcohol de las l¨¢mparas en las cantinas del barrio. Nos pareci¨® que ese era el ¨¢mbito natural de Mar¨ªa de mi coraz¨®n. Acabo de ver la pel¨ªcula ya terminada, y me alegr¨¦ de comprobar que no nos hab¨ªamos equivocado. Es excelente, tierna y brutal a la vez, y al salir de la sala me sent¨ª estremecido por una r¨¢faga de nostalgia.
Mar¨ªa -la protagonista- era en la vida real una muchacha de unos veinticinco a?os, reci¨¦n casada con un empleado de los servicios p¨²blicos. Una tarde de lluvias torrenciales, cuando viajaba sola por una carretera solitaria, su autom¨®vil se descompuso. Al cabo de una hora de se?as in¨²tiles a los veh¨ªculos que pasaban, el conductor de un autob¨²s se compadeci¨® de ella. No iba muy lejos, pero a Mar¨ªa le bastaba con encontrar un sitio donde hubiera un tel¨¦fono para pedirle a su marido que viniera a buscarla. Nunca se le habr¨ªa ocurrido que en aquel autob¨²s de alquiler, ocupado por completo por un grupo de mujeres at¨®nitas, hab¨ªa empezado para ella un drama absurdo e inmerecido que le cambi¨® la vida para siempre.
Al anochecer, todav¨ªa bajo la lluvia persistente, el autob¨²s entr¨® en el patio empedrado de un edificio enorme y sombr¨ªo, situado en el centro de un parque natural. La mujer responsable de las otras las hizo descender con ¨®rdenes un poco infantiles, como si fueran ni?as de escuela. Pero todas eran mayores, demacradas y ausentes, y se mov¨ªan con una andadura que no parec¨ªa de este mundo. Mar¨ªa fue la ¨²ltima que descendi¨® sin preocuparse de la lluvia, pues, de todos modos, estaba empapada hasta el alma. La responsable del grupo se lo encomend¨® entonces a otras, que salieron a recibirlo, y se fue en el autob¨²s. Hasta ese momento, Mar¨ªa no se hab¨ªa dado cuenta de que aquellas mujeres eran 32 enfermas pac¨ªficas trasladadas de alguna otra ciudad, y que en realidad se encontraba en un asilo de locas.
En el interior del edificio, Mar¨ªa se separ¨® del grupo y pregunt¨® a una empleada d¨®nde hab¨ªa un tel¨¦fono. Una de las enfermeras que conduc¨ªa a las enfermas la hizo volver a la fila mientras le dec¨ªa de un modo muy dulce: ?Por aqu¨ª, linda, por aqu¨ª hay un tel¨¦fono?. Mar¨ªa sigui¨®, junto con las otras mujeres, por un corredor tenebroso, y al final entr¨® en un dormitorio colectivo donde las enfermeras empezaron a repartir las camas Tambi¨¦n a Mar¨ªa le asignaron la suya. M¨¢s bien divertida con el equ¨ªvoco, Mar¨ªa le explic¨® entonces a una enfermera que su autom¨®vil se hab¨ªa descompuesto en la carretera y s¨®lo necesitaba un tel¨¦fono para prevenir a su marido. La enfermera fingi¨® escucharla con atenci¨®n, pero la llev¨® de nuevo a su cama, tratando de calmarla con palabras dulces.
?De acuerdo, linda?, le dec¨ªa, ?si te portas bien, podr¨¢s hablar por tel¨¦fono con quien quieras. Pero ahora no, ma?ana?.
Comprendiendo de pronto que estaba a punto de caer en una trampa mortal, Mar¨ªa escap¨® corriendo del dormitorio. Pero antes de llegar al port¨®n, un guardia corpulento le dio alcance, le aplic¨® una llave maestra, y otros dos le ayudaron a ponerle una camisa de fuerza. Poco despu¨¦s, como no dejaba de gritar, le inyectaron un somn¨ªfero. Al d¨ªa siguiente, en vista de que persist¨ªa en su actitud insurrecta, la trasladaron al pabell¨®n de las locas furiosas, y la sometieron hasta el agotamiento con una manguera de agua helada a alta presi¨®n.
El marido de Mar¨ªa denunci¨® su desaparici¨®n poco despu¨¦s de la media noche, cuando estuvo seguro de que no se encontraba en casa de ning¨²n conocido. El autom¨®vil -abandonado y desmantelado por los ladrones- fue recuperado al d¨ªa siguiente. Al cabo de dos semanas, la polic¨ªa declar¨® cerrado el caso, y se tuvo por buena la explicaci¨®n de que Mar¨ªa, desilusionada de su breve experiencia matrimonial, se hab¨ªa fugado con otro.
Para esa ¨¦poca, Mar¨ªa no se hab¨ªa adaptado a¨²n a la vida del sanatorio, pero su car¨¢cter hab¨ªa sido doblegado. Todav¨ªa se negaba a participar en los juegos al, aire libre de las enfermas, pero nadie la forzaba. Al fin y al cabo, dec¨ªan los m¨¦dicos, as¨ª empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por incorporarse a la vida de la comunidad. Hacia el tercer mes de reclusi¨®n, Mar¨ªa logr¨® por fin ganarse la confianza de una visitadora social, y ¨¦sta se prest¨® para llevarle un mensaje a su marido.
El marido de Mar¨ªa la visit¨® el s¨¢bado siguiente. En la sala de recibo, el director del sanatorio le explic¨® en t¨¦rminos muy convincentes cu¨¢l era el estado de Mar¨ªa y la forma en que ¨¦l mismo pod¨ªa ayudarla a recuperarse. Le previno sobre su obsesi¨®n dominante -el tel¨¦fono- y le instruy¨® sobre el modo de tratarla durante la visita, para evitar que recayera en sus frecuentes crisis de furia. Todo era cuesti¨®n, como se dice, de seguirle la corriente.
A pesar de que ¨¦l sigui¨® al pie de la letra las instrucciones del m¨¦dico, la primera visita fue tremenda. Mar¨ªa trat¨® de irse con ¨¦l a toda costa, y tuvieron que recurrir otra vez a la camisa de fuerza para someterla. Pero poco a poco se fue haciendo m¨¢s d¨®cil en las visitas siguientes. De modo que su marido sigui¨® visit¨¢ndola todos los s¨¢bados, llev¨¢ndole cada vez una libra de bombones de chocolate, hasta que los m¨¦dicos le dijeron que no era el regalo m¨¢s conveniente para Mar¨ªa, porque estaba aumentando de peso. A partir de entonces, s¨®lo le llev¨® rosas.
Copyright 1981, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez/ACI.
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