Las torres de Madrid
Por mucho hormig¨®n que amontone Madrid en sus cada vez m¨¢s sucias calles, nunca ser¨¢ llamado, como Madrigal, el de las altas torres. En realidad ni son tan altas ni defienden nada, salvo intereses particulares, nada dominan, salvo su propia vanidad, nada las justifica en un paisaje llano y abierto como la palma de la mano. Nacidas a su antojo al Final de la guerra, ansiosas de ganar un cielo limpio a¨²n, comenzaron su guerra particular de intereses y asaltos sobre el ajedrez urbano, apenas rescatado de sus propias cenizas, para seguir vertiginosamente la zarabanda arquitect¨®nica que sembr¨® a?os atr¨¢s de archivoltas y c¨²pulas el carnaval de la Gran V¨ªa. El muestrario barroco y delirante que a¨²n se conserva en ella entre sedimentos de polvo y residuos de anuncios luminosos solicitaba con premura digno remate en la plaza de Espa?a, donde Cervantes ya entonces meditaba bien lejos de su cuna y casa acerca de los desastres de esta nueva guerra particular, en tanto los ayuntamientos se suced¨ªan autorizando nuevos desmanes entre el cielo y la tierra. Y no s¨®lo en Madrid. Lejos o cerca de la capital, toda Espa?a pugnaba por tener su torre aun a costa de posibles sinsabores, convirtiendo en rascacielos rid¨ªculos barrios en otro tiempo residenciales o populares. Se vendieron solares, cayeron por tierra edificios nobles como quien se deshace de un pasado enojoso, y alguien pens¨® si no ser¨ªa lo mejor empujar a los sumisos peatones hacia los arrabales en reservas donde crecer, multiplicarse y venir a Madrid a trabajar. Los vecinos callaban, como era de rigor entonces, y el centro fue cambiando dominando su cielo hasta dejarlo enteramente gris, tan sucio y apagado que, de resucitar, no lo hubiera reconocido ni Vel¨¢zquez. En torno de la villa, dos barrios paralelos y conc¨¦ntricos, nunca fundidos, se perfilaron poco a poco: las residencias del aire puro aun entre bosques y pinos, recios guardianes Ojo avizor y barreras de colores m¨¢s all¨¢ de las cuales ya empiezan a cavarse refugios nucleares y los otros refugios de servicios escasos y modernos adobes a ras de tierra, habitados principalmente por los nuevos y viejos emigrantes. La ciudad, como tantas a lo largo y a lo ancho de Europa, rindi¨® tributo a un destino no elegido ni aceptado, vaci¨¢ndose los domingos en parte para tornarse de nuevo apretada en d¨ªas laborables; las torres fueron marcando el paso de sus d¨ªas hasta llegar a la famosa de Valencia, que ech¨® por tierra la pen¨²ltima perspectiva urbana de Madrid, desde?ando a la villa, haciendo o¨ªdos sordos al coro de voces a trav¨¦s de las cuales una Prensa ya distinta entonces intentaba salvar el perfil de la puerta, alzado en el camino de Alcal¨¢ por Carlos III.Fue in¨²til. Ante hechos arquitect¨®nicos tales no hay poder en Espa?a capaz de enmendar lo que se puso en marcha, aunque carezca de sentido. Es in¨²til a?adir, porque a la vista est¨¢, que la torre en cuesti¨®n se concluy¨®, vendi¨® y se habita, y no parece que, en definitiva, a nadie importe demasiado su presencia, a juzgar por el serial urbano que cada a?o nos anuncia la entrega puntual de otras tantas similares.
Cualquiera dir¨ªa que se renuevan por aqu¨ª las contiendas de las antiguas catedrales por tener el m¨¢s alto campanario, o las de C¨¢ceres, donde cada familia, en guerra abierta con las otras, necesitaba ser reconocida por su basti¨®n, con m¨¢stil en lo alto, o las de san Gimignano, diezmada por una peste, no se sabe si at¨ªpica o no, o la de Eiffel, mecano inmenso de un constructor de m¨¢quinas. A fin de cuentas, se dir¨¢, vecinas a ella se alzan ahora un buen manojo de otras que un d¨ªa pasar¨¢n del centenar. No es cuesti¨®n de alarmarse si la moda llega desde el meollo de una Europa comunitaria y racional. Sin embargo, a nadie en esa misma Europa se le ocurri¨® alzar ninguna tras el Arco del Triunfo o cruzar los campos El¨ªseos con pasarelas de quita y pon destinadas a la publicidad y a dar facilidades para cantar los goles de los pr¨®ximos mundiales de f¨²tbol.
Aqu¨ª, en la capital, donde cada uno puede plantar su estatua con tal de asegurar que la regala a unos vecinos que nunca la pidieron y que tampoco aceptan, s¨®lo quedaba en cuesti¨®n de perspectivas el paseo de la Castellana, con su estilo concreto en un pu?ado de palacios sin demasiadas pretensiones. El Madrid de su tiempo los alz¨® y quiso as¨ª. No eran gran cosa como no lo ser¨¢n, a poco que pasen los a?os, los que hoy se levantan, pero estaban all¨ª antes de que acabaran con ellos estructuras n¨®rdicas, campos de c¨¦sped anglosaj¨®n siempre a punto de perecer por falta de agua, sirenas varadas y monumentos megal¨ªticos que tratan de evocar la aventura de Am¨¦rica. En sus predecesores, los madrile?os reconoc¨ªan la imagen de Col¨®n o los momentos importantes de su vida y su gesta; eran recuerdos, si se quiere, modestos, quiz¨¢ no tanto cuando ha sido preciso respetarlos en el desierto de piedra que los rodea ahora, mas, modestos y todo, representaban el perfil y el sentir de una villa antes de convertirse en laberinto aldeano de los modos actuales de construir. Un af¨¢n de novedad propio de nuevos ricos ha ido borrando palacios y jardines con la promesa de volver a plantar los ¨¢rboles cortados, que al final se convirtieron en manufacturas m¨¢s o menos copiadas de Henry Moore, algunas tan cercanas de los nuevos muros que, de llegar a crecer, ser¨ªa preciso podarlas con soplete y cincel. La Castellana como paseo ya no existe, seguramente porque una villa, cuando deja de serlo, no los necesita, no puede detenerse a ver pasar el tiempo, que, como se sabe, en cuesti¨®n de negocios, nunca vuelve. S¨ª torna, en cambio, el furor de las torres otra vez a la carga, a pesar de los cambios y las crisis. Nadie es capaz de detenerlas; incluso se trabaja en ellas d¨ªa y noche, como temiendo que una nueva ordenanza impida su remate, perdiendo la ocasi¨®n de batir en altura a las del resto del pa¨ªs.
Mas son in¨²tiles tales temores. Llegar¨¢n a su final y otras vendr¨¢n tras ellas sin que ninguna voz oficial o particular se levante en su contra. Y es que el ciego urbanismo de esta ciudad, alzada, como Troya, sobre los escombros de nueve anteriores, recuerda aquel lamento atribuido a un presidente del otro lado del Atl¨¢ntico. ?Pobre Madrid -se podr¨ªa decir-, tan lejos del pa¨ªs y tan cerca de las multinacionales!
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