Los cocacolos
Acabo de leer en un texto de Cobo Borda la palabra cocacolos. Alude el ensayista colombiano -y no s¨¦ si la palabra es de ¨¦l o, simplemente, del pueblo-, alude, digo, como de pasada, a los j¨®venes despreocupados y superficiales que hacen de la vida un espect¨¢culo informe, vac¨ªo y aburrido. Un espect¨¢culo, a?ado yo, en el que participan por despiste, sin br¨²jula, pontificando superficial y espor¨¢dicamente sobre los problemas de cada d¨ªa, de una manera espasm¨®dica, a saltos, pero volviendo una y otra vez a sus distracciones, a sus embustes y a sus inconsciencias.La palabra me parece un hallazgo espl¨¦ndido. Uno de esos vocablos de amplias fronteras sem¨¢nticas -cocacolo puede serlo todo el mundo, y no s¨®lo los mozos- con una validez significativa inesperada. Una palabra que nos incita a ver el medio ambiente con acuidad reveladora, ferozmente reveladora. Nuestra sociedad est¨¢ como anegada, como asfixiada por la marea de los individuos de mirada distra¨ªda y al tiempo mostrenca que hablan y hablan para no decir cosa alguna de sustancia. No saben nada, no barruntan nada, no adivinan nada, no aclaran nada, pero, eso s¨ª, nos ofrecen soluciones que, en su simplismo, ser¨ªan risibles si no fueran dram¨¢ticas.
Ellos son los que priman. Los que hacen el ambiente. Los que da?an. Los que condicionan la opini¨®n. Una opini¨®n que nunca se sabe de d¨®nde proviene ni qui¨¦n la dirige. El oficio del cocacolo es transmitir lo nebuloso, lo sin rostro, lo sin responsabilidad. Tienen tanta m¨¢s fuerza cuanto menor es su capacidad pensante. Su capacidad de an¨¢lisis. ?Problema de cultura? Es muy posible. Sin embargo, yo me he encontrado -y supon-o que a otros muchos les habr¨¢ sucedido lo mismo- con gente muy letrada, con gente muy sabida que, en sus opiniones, se manifestaban como unos fr¨ªvolos impenitentes. Son los de las soluciones esquem¨¢ticas expuestas entre sorbo y sorbo, en la barra del bar, con alegre despreocupaci¨®n y sin mayores reparos. Son los que se hacen problema, con mucha mala fe y muy poca conciencia, de lo que quiz¨¢ s¨®lo es una incomodidad o un inconveniente en la vida comunitaria. Parece que gozan de una sensibilidad privilegiada y, en el fondo, resultan romos e impermeables a todo lo que no sea la divagaci¨®n gratuita o el dislate desaforado. Por eso tienden a la dureza y a la violenela verbal. Y por eso mismo nos causan asombro a la par que nos desconciertan. Porque son como una extra?a realidad humana casi cerradamente biol¨®gica que responde con ciego exceso a determinados est¨ªmulos. Sus exabruptos orales, sus desahogos en la tertulia, son coces reflejas. Hay en ellos algo as¨ª como una fuerte fatalidad biol¨®gica y todo semeja indicarnos que en esas almas lo que se esconde, lo que por ventura debe haber, es una especie de informe energ¨ªa primaria a la que no pueden resistirse porque, entre otras cosas, la desconocen totalmente. Dec¨ªa Cioran que la vida es ?una combinaci¨®n de qu¨ªmica y de estupor?. La qu¨ªrn¨ªea nos da el hontanar del ?palo y tente tieso?. El estupor, la vulgaridad misma de la soluci¨®n. De la zool¨®gica soluci¨®n.
?Existe alguna v¨ªa de salida para estos desva¨ªdos, distra¨ªdos y, a la par, vociferantes espectadores de lo que acontece? ?Existe alguna v¨ªa de salida para la virtual agresividad de estos despreocupados cocacolos? Porque un proceso de largo y met¨®dico aprendizaje de lo que, en verdad, sea la vida colectiva y su anexi¨®n a la del esp¨ªritu, de lo que sea, en ¨²ltimo t¨¦rmino, la cultura -y la pol¨ªtica o es cultura o no es nada- y de los medios para llegar a ella es un expediente lento, penoso y de rentabilidad muy lejana. La cultura, en este sentido amplio, supone unos respetos, unas justificaciones y una radical dignidad que s¨®lo la larga paciencia de los pueblos aut¨¦nticamente civilizados puede conseguir. Y, hoy por hoy, nos acucian muchas urgencias. Una y bien grande, quiz¨¢ la mayor de todas, se compone de estos dos vectores que es preciso eliminar: la estridencia y la voluntad de no entender. Pues el drama del pa¨ªs, su verdadero conflicto, es que dispuso de un aparato cr¨ªtico -aunque grosero y burdo- antes de disponer de un aparato de convivencia en plena forma. Por eso nos sentimos disminuidos. Y no debemos estarlo. Andamos entristecidos, y a cada paso que damos, volvemos la cabeza atr¨¢s por si alguien nos observa. No es la vigilancia lo que tememos. Es la cr¨ªtica sin rigor ni exactitud. Es la la salida de tono del cocacolo. Es su f¨¢cil y c¨®moda maledicencia.
De aqu¨ª a la desconfianza no hay apenas nada. Y cuando un pueblo desconf¨ªa de s¨ª mismo y no tiene grandes recursos de que echar mano, se acuerda del chiste. De la burla verbal. La ocurrencia ingeniosa, que destruye y no edifica, es siempre, la salida de emergencia de las comunidades con complejo de inferioridad. A golpe de chascarrillos pretende el cocacolo ascender desde el nivel de su vaso hasta las alturas de la inteligencia que analiza y trata de buscar soluciones. El chiste es un golpismo como otro cualquiera. ?Llevamos la cuenta de las bromas verdaderas que alegran y, al tiempo, sanean la atm¨®sfera? Son pocas, muy pocas. La mayor¨ªa se queda en la sal gorda y la mala voluntad.
?Remedio, pues?,S¨ª, acaso uno de r¨¢pidos efectos: Insistir una y otra vez en el retrato de estas curiosas criaturas. Hacer que se vean como en un espejo y que se escuchen como en un disco. Objetivarlas. Cosificarlas. Que se sientan obligadas a admitir su basto perfil, su tosea existencia ciudadana.
Nos conocemos a fondo cuando podemos conteniplarnos. Nada hay m¨¢s sorprendente, como experiencia humana, que el escuchar uno la propia voz por primera vez. Es un fen¨®meno incre¨ªble de novedad y de frustraci¨®n. ?Soy yo ese que habla? Pero. ?es esa mi voz? Despu¨¦s, cuando uno va acostumbr¨¢ndose a ella a fuerza de repetir las audiciones, uno sabe in¨¢s de s¨ª mismo que nadie. ?,Por qu¨¦? Porque uno se ha objetivado, se ha convertido en objeto: esa voz extra?a erti y desconcertante es la m¨ªa y porque es la m¨ªa ahora comprendo ciertas inflexiones. determinados matices que antes no percib¨ªa y que, de ese modo, me aclaran y me definen. A¨²n fuera mejor decir que me denuncian. Todo autoconocimiento supone un alto porcentaje de acusaci¨®n implacable, de requisitoria inmisericorde. Por eso lo que uno experlmenta de primeras al o¨ªrse es azoramiento. Es un pudor reci¨¦n estrenado, como si nuestra voz pusiese al descubierto zonas de nuestro ser que no conoc¨ªamos que nos desagradan.
Pues bien, la denuncia de los cocacolos debe consistir en elaborar su propio retrato. En que, de alguna manera, escuchen la propia voz. En que se vean como son, sin afeites, sin atenuaciones y sin disculpas. Para que a seguida de la frustraci¨®n venga el azoramiento, y a seguida del azoramiento, la clara, n¨ªtida e inflexible vivisecci¨®n. Cosificados, convertidos en cosa, de ellos mismos arrancar¨¢ el impulso necesario para tomar contacto verdadero con la realidad de todos los d¨ªas. La realidad que es m¨¢s profunda, m¨¢s laber¨ªntica y m¨¢s apasionante de lo que sus simplismos violentos y cocacol¨ªsticos admiten. Esa realidad que a todos nos conmina y a todos nos debe merecer, cuando menos, respeto inteligente.
Mas llevar a cabo ese trabajo de estricto y justiciero retratista no es cosa hacedera sin m¨¢s ni m¨¢s. No est¨¢ en todas las capacidades el tornarla real. De ciertas figuras -el pasota, el nost¨¢lgico, el falso intelectual, el retorcido y oblicuo- ya lo hace a diario Umbral desde su tienda de campa?a entre ir¨®nica, displicente y aguijoneadora. (En ella habr¨¦ de entrar alg¨²n d¨ªa con calma y con rigor.) Aqu¨ª queda esa nueva palabra -nueva, al menos para m¨ª-: los cocacolos. Quiz¨¢ a Umbral pueda servirle. No lo s¨¦. En todo caso, se la brindo como se brinda la flecha al cazador.
Los cocacolos: una triste realidad. Una agobiante realidad.
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