A Salvador Dal¨ª
Muy se?or m¨ªo:Trece a?os atr¨¢s compr¨¦ en Nueva York una muestra de su obra gr¨¢fica. Puesto a precisar, le dir¨¦ que se trata del n¨²mero once de la serie de veinte ejemplares marcada a l¨¢piz y muy patri¨®ticamente llamada por usted del Cid Campeador. Tambi¨¦n a l¨¢piz, campea su firma al pie y rep¨ªtese dentro del grabado, por su ¨¢ngulo superior izquierdo y all¨¢ por el noreste de la lanza de tan ¨¦pico h¨¦roe. Un ciego sol a lo Manuel Machado, como aquel que al decir de su poema flameaba en las aristas de las armas, destella en el cielo de los justos mientras se enciende la cruz de Caravaca en el escudo de don Rodrigo, el que en buena hora naci¨®.
Por mor de sinceridad, y sin que me duelan prendas al admitirlo, le confesar¨¦ mis largas dudas acerca de la cabeza de Babieca en el grabado, que, por lo chata y acaponada, m¨¢s parece obra de don Federico Mar¨¦s, pongo por caso, que de un maestro de dibujantes como usted mismo. Ahora, mire por donde, en este a?o de desdichas, me dice la Prensa americana que este hemisferio llen¨®se de ediciones ajenas de su obra gr¨¢fica, que en tiempos usted firmaba a raz¨®n de millares diarios y ahora, puestos a remediar la gamberrada, verificar¨ªa al pie con el pulgar y con aquellas que Cantinflas llamar¨ªa sus huellas ?vegetales?.
La entera historia parece digna del difunto Cunqueiro, aunque no deje de ser muy daliniana, muy ?¨¢vida dolars?, como dec¨ªa Andr¨¦ Breton, al volverle a bautizar con su anagrama. Lo del pulgar d¨¦bese, seg¨²n cuentan, a un Parkinson que le aflige y yo lamento muy tristemente. Si bien usted, y seg¨²n propia admisi¨®n, deguste mejor una sardina cuando piensa en sus amigos muertos, de preferencia fusilados o martirizados, su incapacidad para pintar y para dibujar ser¨ªa una callada tragedia de dimensiones shakesperianas, porque acercarse a su obra m¨¢s conseguida es mirarse en el mism¨ªsimo centro de la conciencia de nuestro siglo.
Lo del pulgar, repito, mejor dejarlo, pues no estoy dispuesto a comparecer en su casa con el Cid Campeador debajo del brazo, para que usted me lo emborrone con el dedo. Sea lo que Dios quiera y sanseacab¨®, como dec¨ªa su amigo don Federico Garc¨ªa Lorca cuando tom¨® el ¨²ltimo tren de su vida, camino de Granada, a¨²n ignorante de que usted celebrar¨ªa las nuevas de su muerte con gritos de ??Ol¨¦ y ol¨¦!?. Si Babieca y el h¨¦roe son falsos, su aut¨®grafo al menos no deja de ser aut¨¦ntico. Yo no los coleccion¨¦ nunca; pero me honra exhibir el suyo, de genio y de buf¨®n, a un tiempo tan parad¨®jicamente racionalista como desmedido.
Es una pena que en el desconcierto que sigui¨® al despotismo, usted s¨®lo se asome a la vida oficial con motivo de barrabasadas como la de las falsas ediciones, mientras don Joan Mir¨®, cuya pintura es s¨®lo un placentero divertimento, junto a la complejidad metaf¨ªsica de la suya, vive ahora en olor de santidad y ojal¨¢ nos lo conserven los cielos as¨ª, por muchos a?os y para bien de la patria, como dec¨ªan las instancias despu¨¦s de la guerra. Supongo que a usted todo ello se le da un r¨¢bano, porque en el fondo, su reino no es de este mundo. Si de ni?o quiso ser Napole¨®n Bonaparte, seg¨²n lo atestiguara en diversas ocasiones, de mayorcito dice haberse esforzado constantemente por convertirse en Salvador Dal¨ª, el m¨¢s inalcanzable de los personajes, sin haberlo conseguido todav¨ªa.
Esta aparente boutade, que pasa por ser la broma de un se?orito surrealista, habr¨ªa hecho las delicias de Ortega, quien no andaba lejos de pensar as¨ª. Puesto que la vida es m¨¢s que la vida, seg¨²n el ver¨ªdico parecer del fil¨®sofo, el hombre se halla condenado a ser libre y a ir siempre en busca de s¨ª propio. Supongo que, en ¨²ltimo t¨¦rmino, no cabr¨ªa as¨ª diferencia alguna entre su existencia y su pintura. Aunque parezca ir¨®nico y aun incre¨ªble, uno ser¨ªa usted con quien pint¨® su obra maestra, para m¨ª gusto el Presagio de la guerra civil espa?ola, y con el payaso que alaba la estaci¨®n de Perpi?¨¢n por ser el centro exacto del universo, siempre a su sabio decir. Los tres no ser¨ªan sino anticipaciones de su verdadera identidad, que usted perseguir¨¢ mientras viva.
A prop¨®sito de su vida y milagros, acabo de leer el libro de Antonina Rodrigo Lorca, Dali. Una amistad traicionada. Es ¨¦sta una obra documentad¨ªsima y, en cierto modo, resulta el obligado ep¨ªlogo de otro trabajo anterior de la autora, su Garcia Lorca, en Catalu?a. La le¨ª y rele¨ª en dos sentadas y s¨®lo me defraud¨® y volvi¨® a defraudarme al final, donde Antonina Rodrigo pasa como sobre ascuas por sus propias declaraciones acerca de su amiti¨¦ amoureuse con Lorca. De hecho, las despacha diciendo que ?brotan, acusatorias, levantando cobardemente el vuelo del esc¨¢ndalo, ante la imposible defensa del amigo asesinado?. y adi¨®s, muy buenas. Por lo viste, y pese a nuestra reci¨¦n descubierta libertad de expresi¨®n, est¨¢ lejano el d¨ªa en que en este corral de la Pacheca pueda tratarse la homosexualidad de un pintor o de un escritor, con el respeto y la hondura cr¨ªtica de Freud al referirse a Leonardo o de George Painter al enfrentarse con Marcel Proust.
Tampoco dej¨® de sorprenderme en el libro de Antonina la reiteraci¨®n de una leyenda que, para mi pasmo, repiten todos sus cr¨ªticos, incluido alguno tan cacareado como Robert Descharm es. Me refiero a la divulgada especie de que si usted no naci¨® genio, como probablemente naciera, s¨ª vino al mundo como pintor y dibujante prodigioso. Amigos de su infancia, como Claudio D¨ªaz P¨¦rez, o de sus mocedades, como Rafael Alberti, no dejan de confirmarlo en todas las citas de tan brillante particular. Basta darse un paseo con los ojos abiertos por su museo de Figueres para advertir que nada de esto puede ser cierto.
All¨ª, y en el ¨²ltimo piso, se arrinconan varias obras de su temprana juventud y aun de su adolescencia, donde usted se las compone para remedar muy malamente a todo un Who is Who del arte contempor¨¢neo, incluidos Matisse y Picasso, como era inevitable. Nadie, salvo usted mismo, hubiese podido creer que el responsable de tales entuertos llegar¨ªa a ser el singular¨ªsimo artista en quien luego iba a convertirse. Lorca, m¨¢s agudo que los se?ores D¨ªaz P¨¦rez y Alberti, anduvo cerca de adivirnarlo cuando dijo no alabar su pincel adolescente, pero s¨ª sus ansias de eterno iluminado.
En el fondo s¨®lo se trata del eterno iluminado, porque si Goya desciende al centro de s¨ª mismo en las tinieblas de sus pinturas negras, usted lo hace a la luz amplia y destellante de su Ampurd¨¢n, la que ablanda los relojes bergsonianos en uno de sus lienzos m¨¢s reproducidos. Todo lo dem¨¢s, el falso Cid incluido, es ceniza que aventa de un soplo la tramontana. Como dijo Rafael Santos Torroella en su Nueva Oda a Salvador Dal¨ª, siempre al crep¨²sculo ir¨¢ sumisa aquella luz, la del espectro de la tarde, a beberle en las manos, aunque ahora las estremezcan las vejeces. Exactamente igual que en uno de sus cuadros: el que usted nos adeuda todav¨ªa.
Le saluda, Carlos Rojas.
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