Gabriel Celaya como ingeniero sentimental
A las cinco de la tarde, el poeta Gabriel Celaya a¨²n tiene la cara iluminada despu¨¦s de haberse zampado las chuletas de cerdo con patatas que le ha preparado su compa?era, Amparito Gast¨®n. Est¨¢ feliz dentro de su piel encendida como de salchichero de Francfort, y te mira con ojos de azul b¨¢ltico llenos de bondad, el brazo escorado hacia el vaso de ginebra y la tripa debajo de la mesa. Habla a carcajadas, con una risa de mucha lengua, rehogada en esa dicha de grand¨®n inocente. Frente a ¨¦l, sentada en un sof¨¢, con el pelo cortado a navaja, Amparito le vigila con una mirada oliv¨¢cea, un poco de lib¨¦lula. A ver qu¨¦ animalada ir¨¢ a decir este vasco tan expansivo. Con los poetas en plena digesti¨®n nunca se sabe.-Carrillo jam¨¢s me inspir¨® confianza, desde el principio no me gust¨®.
Entonces Amparito salta.
-Que no digas eso. Mira que te tengo advertido.
Pero el poeta est¨¢ embalado.
-Yo me sigo considerando comunista, pero no carrilista. Carrillo es anticomunista.
-Vaya, el tonto ya lo ha soltado. Estar¨¢s contento.
-Lertxundi tiene raz¨®n. Aunque no consiga nada.
-Ser¨¢s imb¨¦cil.
-Lertxundi busca la uni¨®n de la izquierda vasca. Para que te enteres.
-C¨¢llate.
El poeta ahoga la orden en una risotada, que humedece con ginebra. Se aman, se odian, beben, r¨ªen, gritan, se adoran Amparito y Gabriel en esta salita coronada con botijos de loza. Es un piso simple con cuadros y libros, con muebles aseados en una intimidad por elementos. Gabriel Celaya alza el licor rutinariamente, se arrea un copazo y las alitas del cuello de la camisa salen del jersey hasta la nuez y echan a volar hacia Guip¨²zcoa. Amparito le marca desde el sof¨¢
-Nac¨ª en Hernani por casualidad, porque mis padres ten¨ªan una villa y mi madre me dio a luz all¨ª, pero toda mi infancia es de San Sebasti¨¢n. Mi abuelo era carpintero y mont¨® una constructora. Y mi padre fue un industrial, sin carrera ni nada, que sigui¨® el negocio. La cosa iba evolucionando y, de ser un simple contratista, pas¨® a tener un almac¨¦n de madera; luego, de hierro, y, finalmente, se hizo fabricante de vagones-cubas, un barril con ruedas que andaba por la calle. Aquello hoy se ha convertido en unos vagones-cisterna muy sofisticados que vendemos a la Renfe y exportamos a Alemania. La f¨¢brica se llama M¨²gica, que es mi primer apellido. All¨ª he trabajado veinte a?os de ingeniero. Ahora soy un accionista y acudo a los consejos de administraci¨®n. Est¨¢ en Ventas de Ir¨²n, pero antes hab¨ªa otra f¨¢brica en San Sebasti¨¢n, pegada al estadio de Atocha. Como entonces se jugaba bombeado, nos romp¨ªan los cristales a pelotazos. Recuerdo la consejer¨ªa llena de balones, que mi padre no devolv¨ªa si no le daban cinco duros por cada uno. Yo estudi¨¦ el bachillerato en el colegio del Pilar, pero a los doce a?os ca¨ª enfermo y, comenc¨¦ a escribir versos. Para curarme me llevaron primero a Francia. Estuve con mi madre seis meses en el clima sedante de Pau. Y al ver que no sanaba, se alquil¨® para m¨ª una casa en El Escorial y all¨ª pas¨¦ a?o y medio aislado, sin un amigo de mi edad. Fue un trauma, porque nadie adivinaba mi mal. Y as¨ª anduve dos a?os entre m¨¦dicos, fiebres, mareos y enfermeras. Como era hijo ¨²nico, me trataban como a Dios Padre. Luego result¨® que mi enfermedad era una solitaria, f¨ªjate qu¨¦ estupidez. Aprend¨ª a hablar el euskera que el castellano, pero en el colegio lo perd¨ª. La peque?a burgues¨ªa, como mis padres, en la calle, hablaba castellano, y en casa utilizaba el vasco con la cocinera y la doncella. Ese ha sido un problema muy com¨²n.
Realmente, Celaya son dos: Amparito y, Gabriel, siempre los dos, desde que el sol se cuelga en el geranio de la terraza hasta la ¨²ltima copa ambigua en la madrugada de Oliver. Juntos van a comprar la escarola al mercado, a echar una carta al buz¨®n, a sacar una fe de vida en el juzgado, a dar una vuelta a la manzana, paseando unidos un perro inexistente. Celaya tiene un cuerpo vasco, desbordado por arriba, con una r¨¢faga blanca en la melena, que proyecta a su lado una sombra femenina, como un bast¨®n de ciego, en forma de Amparito Gast¨®n.
-Alg¨²n d¨ªa, mientras limpio la casa, le mando a recoger alguna carta a Correos, y me temo que se mete en la ostrer¨ªa a tomarse una cerveza. Ese es el ¨²nico pecado que me hace. No puede alargarse m¨¢s, porque no le suelto en ning¨²n momento.
-Es demasiado -murmura el poeta.
Gabriel Celaya est¨¢ sentado a una mesa de pino espartano, con mucho realismo social, y habla por el codo que no empina. La ciudad aparece bajo una boina de anh¨ªdrido carb¨®nico, la democracia se ha convertido en un bebedero de patos, el rumor de golpe militar florece en el peri¨®dico entre un autob¨²s escolar que se despe?a y un tren que descarrila, el aceite de colza a¨²n anda suelto como el esp¨ªritu del mal, los peatones caminan entre tubos de escape con el ce?o a media asta. ?A qu¨¦ vienen estas carcajadas llenas de pureza de Gabriel Celaya? Probablemente ser¨¢ la santidad. O ese estado de gracia, a modo de piscina infantil, donde chapotean los mejores poetas.
La habitaci¨®n-pasillo de la Residencia de Estudiantes
-Cuando en 1927 termin¨¦ el bachillerato, mi padre me dijo: ?O te haces ingeniero o trabajas en la f¨¢brica ma?ana mismo?. Eso me horroriz¨®. Vine a estudiar a Madrid. Y como mi padre era liberal me meti¨® en la Residencia de Estudiantes de la calle del Pinar. Aquello fue decisivo. All¨ª, al principio, te daban una habitaci¨®n doble. La que yo ocup¨¦ con Orbaneja Arag¨®n, primo de Jos¨¦ Antonio y presidente de la FUE, estaba en la planta baja, en el primer pabell¨®n. Realmente era un pasillo, porque por all¨ª entraban saltando los que llegaban tarde y se encontraban con la puerta cerrada. Cuando llegu¨¦ a la Residencia corr¨ªan leyendas. Esa misma habitaci¨®n la hab¨ªan ocupado alternativamente Lorca con Dal¨ª y, luego, Dal¨ª con Bu?uel. Se dec¨ªa, por ejemplo, que cuando Lorca y Dal¨ª viv¨ªan juntos se peleaban todos los d¨ªas y pasaban tiempo sin dirigirse la palabra, hasta el punto de que llenaban el cuarto de arena y hac¨ªan caminitos individuales desde la puerta a la cama, desde la cama al lavabo y pon¨ªan macetas con flores en los bordes y en el cruce para andar sin rozarse ni hablarse. Hab¨ªa all¨ª una sociedad de cursos y conferencias con un car¨¢cter muy aristocr¨¢tico. Iba Ortega y la condesa de Yebes. Un d¨ªa incluso vino el rey. El conserje grit¨®: ?? Que viene el rey! ?. Y Bu?uel, que se estaba afeitando en su habitaci¨®n, sali¨® al patio en pelota, con la cara enjabonada y se puso un sombrero para poder saludar. Est¨¢bamos en plena FUE. El ambiente de la Residencia era totalmente aza?ista, muy anti-Primo de Rivera. Tambi¨¦n yo era aza?ista. Un chico ten¨ªa una multicopista y con ella fabric¨¢bamos panfletos para la universidad; todo muy ingenuo. Por delante de la Residencia, en la colina de los chopos, pasaba el canal de Isabel II, y all¨ª todos ten¨ªamos nuestra pistola escondida. Jam¨¢s la usamos, pero, en teor¨ªa, la ten¨ªamos. Hab¨ªa m¨¢s de ochenta pistolas. Acab¨¦ la carrera de ingeniero en 1935. Entonces, el director de la escuela, que se llamaba Artigas, nos reuni¨® a los veinte ingenieritos de la promoci¨®n; guapitos, se?oritos y list¨ªsimos, y nos coloc¨® este peque?o serm¨®n: ?Para que ustedes se den cuenta de la importancia social que tiene el ser ingeniero, s¨®lo les voy a recordar una cosa. En las obras de los hermanos Quintero el gal¨¢n siempre es ingeniero industrial?. El hombre lo dijo totalmente en serio. Y, adem¨¢s, es verdad.
Todo va bien hasta ahora. Amparo Gast¨®n llena otra vez el vaso del poeta y se sienta en el sof¨¢. Desde all¨ª, el dedo enredado en la cadena del colgante, vigila al poeta desbridado fijando los ojos muy exteriores, corrigiendo cualquier cosa comprometida que a Celaya se le pueda escapar entre risas blandas. Pero el poeta est¨¢ ahora en otro zafarrancho de combate, en aquel fregado de tiros y versos de 1936, sin o¨ªr las advertencias de su compa?era.
-Al volver a San Sebasti¨¢n, en 1935, me sent¨ª perdido. Escrib¨ª mi primer libro y lo mand¨¦ a un concurso. En julio de 1936, cinco d¨ªas antes de que comenzara la guerra, me concedieron el Premio B¨¦cquer. Y me vine otra vez a Madrid con un enchufe para trabajar en el diario El Sol y vivir como escritor. Pero ya sabes lo que pas¨®. Con la guerra me present¨¦ de gudari en Bilbao y en seguida me hicieron capit¨¢n. Iba yo con un traje de pana negro reluciente y ten¨ªa un caballo con el que pasaba revista a los nidos de ametralladoras instalados en el monte Gorbea.
Pero en el sof¨¢ de enfrente se levanta la voz de la conciencia y le grita:
-Eras un se?orito de mierda y com¨ªas cordero en plena guerra, mientras yo no ten¨ªa ni garbanzos y mi pobre padre estaba en un batall¨®n disciplinario.
El poeta sigue barranco abajo, sin oir nada, amarrado al vaso de ginebra.
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-Cuando cay¨® Bilbao, mi batall¨®n se entreg¨® entero, formado. Pero yo soy muy cobarde y no me entregu¨¦ como capit¨¢n, sino c¨®mo gudari solitario, es decir, me arranqu¨¦ las estrellas y me present¨¦ como soldado raso. Aun as¨ª estuve a punto de palmar. A los otros capitanes compa?eros los fusilaron al d¨ªa siguiente delante de m¨ª. Yo me libr¨¦ por influencias. Ni siquiera me juzgaron. Resulta que desde 1935 ten¨ªa yo una novia, cuyo padre, cuando las tropas de Franco ocuparon Bilbao, fue nombrado gobernador militar de Guip¨²zcoa. Este hombre destruy¨® mi expediente, y eso fue un chantaje porque me oblig¨® a casarme con su hija. El miedo es ciego. Viv¨ª con aquella mujer siete a?os en vida reglamentada, pero te puedes figurar de qu¨¦ manera: matando el tiempo sin tomar la decisi¨®n de separarme. Mientras no encuentras otra mujer no te atreves a dar el paso Mis planes de ser escritor en Madrid no se hablan arreglado, y despu¨¦s de la guerra me qued¨¦ de ingeniero en nuestra f¨¢brica de San Sebasti¨¢n, porque mis amigos estaban en el exilio, en la c¨¢rcel o muertos. Hasta que en 1946 conoc¨ª a Amparo y decid¨ª cambiar de vida.
Poeta social con obreros en n¨®mina
Eran aquellos tiempos en que, seg¨²n los c¨¢nones literarios, todos los patronos eran malos y todos los obreros eran buenos, en un contraluz social perfumado con berza hervida. Desde Par¨ªs, el pintor Pepe Ortega mandaba segadores airados en versi¨®n oficial para las salas de estar de la alcantarilla, se ve¨ªa mucha herramienta en los cuadros de vanguardia, mujeres de luto gritando y esclavos del sindicato vertical con el pu?o cerrado dentro de los bolsillos del mono, por miedo a la censura. Los manifestantes de Genov¨¦s empezaron a correr. Y tambi¨¦n la poes¨ªa ten¨ªa el verso libre espolvoreado de holl¨ªn, Gabriel Celaya era un ingeniero de San Sebasti¨¢n, un poeta social con obreros en n¨®mina.
-En aquellos a?os, con un poco de dinero que me sobraba, mont¨¦ una editorial de poes¨ªa: Ediciones Norte. A Amparo la saqu¨¦ de su trabajo y la puse de secretaria all¨ª. Yo segu¨ªa de director gerente en la f¨¢brica. Bueno, perdona, perdona, quiero decir que a Amparo le propuse que dejara de ser enfermera y le ped¨ª que me ayudara. ?Es as¨ª, Amparo?
-Me mete. Me saca. Qu¨¦ machista, el t¨ªo.
-Yo no pod¨ªa solo con aquello, aunque era una cosa muy modesta y no nos cost¨® una perra. Incluso ganamos dinero. A Cela le pagamos trescientas pesetas por su Cancionero de la Alcarria. Publicamos cosas de Ricardo Molina, Leopoldo de Luis, Miguel Labordeta y traducciones de Rimbaud por primera vez en Espa?a; tambi¨¦n de Lanza del Vasto, Williams Blake y Eluard. A Amparito le daba un sueldo ficticio para que se justificara en casa, porque su padre era muy chinche. La editorial estaba en una buhardilla con cocina en la parte vieja de San Sebasti¨¢n, en la calle de Juan de Bilbao, o de la Carboner¨ªa. Era un a editorial muy rabiosita, aunque sin significaci¨®n pol¨ªtica. Pero en cuanto hicimos algo de Miguel Hern¨¢ndez, los comunistas de Par¨ªs levantaron la oreja y comenzaron a coger onda. Primero nos mandaron un emisario, que explor¨® el camino y, para despistar, nos pidi¨® listas de poetas. Despu¨¦s ya se present¨® Jorge Sempr¨²n, que se hac¨ªa llamar Jack. Con ese nombre lo conocimos seis a?os. Al principio estuvo reacio. Ven¨ªa, nos escuchaba y te iba sacando nombres para ir luego a la Universidad de Madrid. Sempr¨²n o Jack hizo un intento de convertir nuestra editorial en una sucursal del partido comunista. Entonces apareci¨® por all¨ª Enriquito M¨²gica. Y Sempr¨²n, que le cay¨® de maravilla, lo meti¨® en el partido, aunque M¨²gica ya estaba muy propicio. Como siempre ha sido muy ambicioso, al conocer a este personaje importante de Par¨ªs, que ven¨ªa de inc¨®gnito, se apunt¨® en seguida. Lo mismo sucedi¨® con Mart¨ªn Santos. Realmente, en aquella buhardilla naci¨® la poes¨ªa social espa?ola, con Eugenio de Nora, Blas de Otero, Angela Figuera y otros. Eugenio de Nora nos tra¨ªa de Suiza libros terribles, por ejemplo de Pablo Neruda, que le¨ªamos juntos en voz alta porque s¨®lo ten¨ªamos un ejemplar. Yo no s¨¦ cu¨¢ndo me hice comunista. Por aquellos a?os est¨¢bamos en pleno jaleo. Recog¨ªamos informaci¨®n y la buhardilla de la editorial era una parada obligatoria de los que ven¨ªan de Par¨ªs y de los clandestinos del interior que pas¨¢bamos a Francia. All¨ª dorm¨ªan en un camastro. Entonces no hab¨ªa carn¨¦s. Todo era muy ambiguo. Cela tambi¨¦n durmi¨® all¨ª con una chica de ocasi¨®n. Yo me llamo Rafael Gabriel M¨²gica Celaya. Un d¨ªa, el Consejo de administraci¨®n de la f¨¢brica se reuni¨® y me dijo: ?Como usted comprender¨¢, esto de que un ingeniero gerente publique versos, desacredita a la empresa y puede creamos muy mal nombre ante los bancos. Le agradeceremos que en adelante firme con seud¨®nimo?. Y empec¨¦ a firmar Gabriel Celaya. Y con este nombre escrib¨ª la novela Los buenos negocios, donde contaba toda la historia de la f¨¢brica. Ellos montaron en c¨®lera, me echaron, y el sueldo se lo dieron a mi primera mujer.
Un ingeniero que firmaba versos y ampliaciones de capital
Gabriel Celaya es esa clase de patrono que en un rapto de inspiraci¨®n puede decir que sus obreros le quer¨ªan mucho. Pero en seguida se da cuenta de que ese aforismo va contra el catecismo marxista, y se muerde la lengua. Est¨¢ terminantemente prohibido que los trabajadores amen a los empresarios. Bien, en realidad los obreros de la f¨¢brica adoraban a Celaya, le llevaban sus peticiones, el poeta las pasaba al consejo de administraci¨®n, y siempre sal¨ªan derrotadas. A cambio de eso, su bondad natural fue inoculada de justicia por sus propios asalariados. Un poeta social dirigiendo una empresa de vagones-cisterna es algo digno de ver. Un ingeniero-jefe que firmaba versos y ampliaciones de capital, fabrica panfletos y trenes de mercanc¨ªas era una especie ¨²nica en tiempos del alcantarillado comunista.
-En 1956 vendimos aquel piso de San Sebasti¨¢n, y con el dinero compramos este de Madrid. Y aqu¨ª seguimos con el mismo contacto, pero m¨¢s acelerado, porque el partido estaba mejor organizado. Llegaron las c¨¦lulas, la agrupaci¨®n de escritores, y aqu¨ª ven¨ªan a reunirse. No s¨®lo los comunistas. Tambi¨¦n Ridruejo y toda aquella gente de los primeros pactos. En esa habitaci¨®n peque?¨ªsima se met¨ªan hasta veinte conspiradores, Sempr¨²n, Ridruejo, Jaime Ballesteros, Salinas, Paco Rabal que alborotaba al vecindario, Sim¨®n S¨¢nchez Montero y un grupo de obreros. Un d¨ªa lleg¨® la polic¨ªa, y al portero le hicieron las siguientes preguntas: ??Estos se?ores van a misa? ?Reciben a extranjeros? ?Salen de noche? ?Hacen reuniones en casa??. Pero nunca sufrimos un registro. S¨¢nchez Montero estuvo escondido aqu¨ª mucho tiempo, y cuando lo detuvieron viv¨ªa con nosotros. Le encontraron la llave de casa en el bolsillo, y ¨¦l nunca confes¨®. Carrillo no ha estado aqu¨ª. Jam¨¢s le he tenido cari?o. ?Por qu¨¦ no hablamos de mi poes¨ªa?
Amparito y Gabriel han pasado durante 35 a?os por un matrimonio modelo. Desde el sof¨¢, ella le atiende con una mirada de oliva; desde la mesa, ¨¦l la contempla con ojos b¨¢lticos de poeta efusivo. Se gritan, se aman, beben, comen, se odian, se admiran. Ellos se van a casar como dos pajaritos el d¨ªa en que Celaya consiga el divorcio.
-A m¨ª me parece un desastre desunir a la izquierda, y en este sentido Carrillo est¨¢ obrando muy mal.
-?Y t¨² qu¨¦ sabes?
-Lertxundi, con todo lo torpe que es, va a fracasar, pero al menos intenta unir a la izquierda vasca no terrorista.
-Que te calles.
-La intenci¨®n es buena, mujer.
-Digo que no te metas. Te tengo aleccionado.
-Pues no me da la gana.
-F¨ªjate c¨®mo es este hombre, que el otro d¨ªa fuimos al juzgado y dice en la ventanilla: ??Podr¨ªa darme un certificado de solter¨ªa de mi mujer?? Y yo, all¨ª delante. Es que no se fija. Despu¨¦s de 35 a?os de vivir en esta casa, todav¨ªa no saluda a nadie en el ascensor. Y pregunta a una vecina de piso: ??A qu¨¦ n¨²mero va??. iUy, este poeta!
-Cierra el pico, que t¨² no eres m¨¢s que una socialista. Mira, los obreros de mi f¨¢brica han significado mucho para mi. ?Sabes una cosa? Ahora me quieren. Ahora que no soy empresario se me acercan por la calle los hijos de los obreros de entonces. ?Verdad, Amparo?
-Un se?orito es lo que eres t¨².
-?Por qu¨¦ no hablamos de mi poes¨ªa?
Gabriel Celaya se queda escorado en la mesa, con la tripa feliz bajo la l¨ªnea de flotaci¨®n, y arriba, con una carcajada blanda de ojos azules.
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