El campo, ese horrible lugar donde los Pollos se pasean crudos
En una reciente encuesta entre ni?os de las grandes ciudades de Europa les preguntaron c¨®mo se llama el hombre que lleva las cartas a la casa, c¨®mo se llama el que lleva la leche, el que lleva el peri¨®dico y el pan, el que recoge la basura y el que arregla los da?os menores de la luz y el agua. La respuesta de los ni?os fue casi un¨¢nime: el portero.No tienen por qu¨¦ contestar otra cosa, pues ya sabemos que en estas grandes concentraciones urbanas, donde el nacimiento de una flor es; como un milagro de la creaci¨®n, todo lo que entra en los apartamentos debe pasar por el -conducto ordinario e ineludible, y adem¨¢s providencial, del portero. Lo que de ni?os nos ense?aron a conocer como la naturaleza, que era en realidad todo lo que nos rodeaba en el pueblo, ha terminado por parecer un programa fant¨¢stico en la televisi¨®n. No es extra?o, pues, que un ni?o que vive en el piso dieciseis, que s¨®lo sale de la casa para ir a la escuela en autob¨²s, que pasa las vacaciones de invierno en una estaci¨®n de nieve y pasa el verano en una playa urbanizada, ignora que en una ¨¦poca hab¨ªa un hombre de uniforme azul que llevaba las cartas en bicicleta, y que hab¨ªa otro de delantal blanco que no s¨®lo llevaba la leche, sino que era tan puntual que serv¨ªa al mismo tiempo de despertador. Todos terminaban por formar parle de la familia, se demoraban en la cocina tomando el caf¨¦ y comentando con la gente del servicio los secretos del vecindario, hasta que un d¨ªa o¨ªamos decir a la hora del almuerzo, con toda naturalidad: "Petra est¨¢ encinta del cartero". La ¨²nica inocencia que nos permit¨ªamos los ni?os de entonces era creer que el hijo que iba a tener Petra no pod¨ªa ser sino un cartero reci¨¦n nacido.
Los vientos de la civilizaci¨®n no harr logrado exterminar por completo en Espa?a a uno de los personajes propios de su vida y su literatura: el sereno. Todav¨ªa quedan por ah¨ª algunos de esos viejos jubilados para quienes no hab¨ªa secretos en su calle, pues nada ocurr¨ªa en ella que ellos no supieran. El sereno era el responsable de la seguridad de su sector y ten¨ªa consigo el mazo de llaves de todas las casas. Nadie que regresaba tarde llevaba sus propias llaves, sino que se hac¨ªa abrir la puerta por el sereno. Siempre estaba al alcance: bastaba con buscarlo en la taberna de la esquina, donde sol¨ªa pasar la noche conversando con los otros serenos del barrio, o bastaba con batir palmas para que ¨¦l acudiera de inmediato. Me pregunto qu¨¦ pensar¨¢n los ni?os de hoy en las grandes ciudades de Espa?a si a alguien se le ocurre contarles c¨®mo era el se?or sereno que nos abr¨ªa la puerta. No le creer¨ªan, sin duda, como tampoco formar¨¢ parte de sus nostalgias,de viejos el personaje del afilados de cuchillos y tijeras, que pasaba muy de vez en vez, como los eclipses, y dejaba impregnado el aire de la calle con la m¨²sica de su caramillo.
De todos esos personajes de nuestra infancia, cada vez menos visibles y evidentes para los ni?os de hoy, el ¨²nico que estaba se?alado por un auro fat¨ªdico era el pobre hombre que llevaba los telegramas. Tal vez los propios mensajeros hab¨ªan contribuido a formarse esa imagen siniestra, .por la manera apremiante con que tocaban a la puerta, hac¨ªan sonar un silbato, que siempre parec¨ªa de emergencia, y gritaban: IliTelegrama!". Mucho antes, cuando el mundo nos pertenec¨ªa por completo, esa funci¨®n anunciadora estaba reservada a los presagios. Pero los felegramas, desde su invenci¨®n, se convirtieron en mensajeros de la muerte. Antes de que alguien tuviera tiempo de abrir la puerta ya hab¨ªa que asistir a la abuela, que hab¨ªa ca¨ªdo en un estado de sopor; aullaban los perros en el patio y las gallinas se sub¨ªan a pleno sol a dormir en las perchas, con el sentido del tiempo trastornado por el desastre. Uno mismo escrutaba el rostro impenetrable del mensajero cuando entregaba el telegrama, pues parec¨ªa imposible que no conociera el texto de nuestra desgracia, y le d¨¢bamos las gracias con un hilo de voz, con el coraz¨®n desbocado y lamentando en el fondo del alma que no existiera ya la costumbre medieval de ahorcar al portador de malas noticias. Con el tiempo, aquel horror de los telegramas fue derrotado por la burla de su lentitud. Entonces, alguien que iba a viajar le rriand¨® a la amada el siguiente telegrama: "Cuando ¨¦ste llegue estar¨¦ en tus brazos".
Hasta el m¨¦dico familiar, cuya sola presencia en la casa hac¨ªa bajar la fieb,re, ha sido reemplazado en las ciudades por una divinidad desconocida cuyo coraz¨®n nos desconoce. Alguien contaba hace poco el caso de un enfermo grave a quien los diferentes especialistas de una cl¨ªnica privada le ordenaron seis an¨¢lisis distintos. El enfermo muri¨® esa noche, pero veinticuatro horas despu¨¦s, cuando ya hab¨ªa sido enterrado, los an¨¢lisis revelaron que estaba en perfecto estado de salud. Estos episodios tremendos de la civilizaci¨®n, que por desgracia se cuentan como chistes crueles, s¨®lo son comprensibles en un mundo donde ya hay ni?os que les preguntan a sus padres si las vacas ponen huevos y si los espaguetis nacen en los ¨¢rboles.
La televisi¨®n no alcanza a resolver esas dudas. Por eso las escuelas francesas obligan a un curso especial que consiste en llevar a los ni?os para que vivan en el campo durante un mes, al aire libre y con los ojos bien abiertos, de modo que conozcan la otra mitad del mundo que la mitad civilizada no les permite ver. Me imagino que a ellos les ocurre lo rnismo que nos ocurri¨® a los ni?os rurales la primera vez que nos llevaron a la ciudad. Me imagino que ven una gallina poniendo un huevo con el mismo temor reverencial con que nosotros conocimos el cine; que ven dos perros enmarconados en la calle con la misma emoci¨®n con que nosotros ve¨ªamos a los bomberos apagando un incendio; que ven pasar los burros de carne y hueso, y los oyen rebuznar de verdad, y les arrancan pelos de las ancas con la misma ilusi¨®n de aventura con que nosotros ve¨ªamos aterrizar los primeros aviones.
Mi amigo Alejandro Santos Rubino, a quien le llevo por delante casi 42 a?os de vida, y que acaba de hacer su curso sobre la naturaleza en el oriente de Francia, me ha contado su experiencia con el mismo deslumbramiento con que debieron contar sus viajes los navegantes antiguos. Pero su relato, a 10.000 kil¨®me.tros de nuestra patria com¨²n, me hizo caer en la cuenta de lo lejos que est¨¢bamos de ella tambi¨¦n en el tiempo. En efecto, al equipo de Alejandro le llevaron a ver c¨®mo se corta un ¨¢rbol. Pero el le?ador ya no es de aquellos que se pasaba un d¨ªa completo picando el tronco con un hacha, como un p¨¢jaro carpintero, sino que cortaba el ¨¢rbol con una precisi¨®n cient¨ªfica y sirvi¨¦ndose de una sierra el¨¦ctrica. Vio orde?ar una vaca, pero no como ya lo hab¨ªa visto hacer en las siete colinas de colores de Boyac¨¢, a puro pulso, sino mediante un sistema de orde?o el¨¦ctrico cuyos tubos est¨¦riles conduc¨ªan la leche hasta las c¨¢maras de pasteurizaci¨®n. Es decir, que en los pa¨ªses m¨¢s industrializados ya casi resulta imposible encontrar un sitio donde los ni?os urbanos se formen una imagen real de la hermosa y triste barbarie del subdesarrollo. Mis hijos, en cambio, recuerdan como uno de los instantes de su vida la tarde en que vieron un sapo vivo y verdadero por primera vez, en el pueblo caribe donde fueron a visitar a sus abuelos. Fue tanta su emoci¨®n que cargaron con un tarro de pintura y una brocha gorda que encontraron a mano y pintaron de amarillo a cuantos sapos encontraron en el pueblo.
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