Espa?a: la nostalgia de la nostalgia
Hace veinte a?os, en M¨¦xico, fui a ver varias veces la pel¨ªcula El ¨²ltimo cupl¨¦, cautivado por la nostalgia de las canciones que tanto le hab¨ªa o¨ªdo cantar a mi abuela. La semana pasada, en Barcelona, fui con una pandilla de amigos a ver el espect¨¢culo vivo de Sara Montiel, pero ya no por escuchar otra vez las canciones de la abuela, sino cautivado por la nostalgia de aquellos tiempos de M¨¦xico. Cuando las cantaba mi abuela, a mis seis a?os, las canciones me parec¨ªan tristes. Cuando las volv¨ª a escuchar en la pel¨ªcula, treinta a?os m¨¢s tarde, me parecieron mucho m¨¢s tristes. Ahora, en Barcelona, me parecieron tan tristes que apenas eran soportables para un nost¨¢lgico irremediable como yo. Al salir del teatro, la noche era di¨¢fana y tibia y hab¨ªa en el aire una fragancia de rosas de mar, mientras el resto de Europa naufragaba en la nieve. Me sent¨ª conmovido en aquella ciudad hermosa, lun¨¢tica e indescifrable, donde he dejado un reguero de tantos a?os de mi vida y de la vida de mis hijos, y lo que entonces padec¨ª no fue la nostalgia de siempre, sino un sentimiento m¨¢s hondo y desgarrador: la nostalgia de la nostalgia. Para mi generaci¨®n, la que andaba por los quince a?os cuando termin¨® la guerra civil espa?ola, esta desaz¨®n de las nostalgias superpuestas tiene sus ra¨ªces en Espa?a. A nosotros nos correspondi¨® vivir, en un momento en que todos los recuerdos son eternos, lo que nosotros llamamos la segunda conquista de Am¨¦rica. Me refiero al desembarco masivo de los republicanos derrotados, que no iban armados con la cruz y la espada como la primera vez, sino con una fuerza del esp¨ªritu que nos cambi¨® la vida. Muchos llegaron convencidos de que era un exilio moment¨¢neo. Se dec¨ªa hasta hace poco, y m¨¢s en serio de lo que pudiera parecer, que muchos de los que llegaron a M¨¦xico no quisieron moverse del puerto de Veracruz, y ni siquiera deshacer las maletas, para no perder su lugar en los primeros barcos de regreso. En el caf¨¦ de la Parroquia, que es un sal¨®n enorme de azulejos con ventiladores de aspas y mesas de m¨¢rmol sobre las cuales escriben las cuentas los camareros, como si fuera en C¨¢diz, la guerra continuaba a gritos. En Buenos Aires, en Bogot¨¢, en Ciudad de M¨¦xico, en La Habana, aparecieron de pronto restaurantes populares que parec¨ªan llevados enteros de Madrid o Sevilla, con sus jamones colgados, sus carteles de corridas de toros y sus enormes paellas improvisadas con los ingredientes locales, los exiliados se demoraban despu¨¦s de que los otros clientes se hab¨ªan ido, casi al amanecer, y volv¨ªan a contarse los unos a los otros, una vez y otra vez, el cuento sin t¨¦rmino de la batalla del Ebro o el episodio magnificado del Alc¨¢zar de Toledo. En cierta ocasi¨®n, cuando viajaba de Veracruz a Cartagena de Indias en un barco espa?ol, fui testigo de un instante que me pareci¨® una s¨ªntesis perfecta de todo el drama del exilio. Un refugiado hab¨ªa subido al barco para tomarse un brandy en la cantina. El camarero, que al parecer lo conoc¨ªa desde otros viajes, le pregunt¨® si quer¨ªa el brandy con agua. El refugiado dijo que no, pero el camarero lo convenci¨®, porque se inclin¨® hacia ¨¦l por encima del mostrador, y le dijo con una voz de c¨®mplice: ¡°Es todav¨ªa agua de Espa?a¡±. En medio de tantas verdades diferentes y confundidas, no s¨¦ si los refugiados espa?oles en Am¨¦rica Latina fueron conscientes del viento de renovaci¨®n con que nos cambiaron tantas cosas esenciales de la vida: las universidades, las librer¨ªas, el periodismo y, sobre todo, nuestras revenidas concepciones pol¨ªticas. De c¨®mo nos ense?aron a amar para siempre a una Espa?a menos obligatoria, y por lo mismo m¨¢s humana, que aquella otra Espa?a de aceite de ricino que los cl¨¦rigos brutos de la escuela primaria nos hab¨ªan hecho tragar a la fuerza.
En cierto modo, yo tambi¨¦n fui un exiliado espa?ol. Desde la escuela, influido por los maestros republicanos, me hice el prop¨®sito de no pisar tierra espa?ola mientras el general Franco estuviera vivo. Fue una determinaci¨®n tan dr¨¢stica, que en 1955 hice una escala t¨¦cnica en el aeropuerto de Madrid y ni siquiera me baj¨¦ del avi¨®n, a pesar de la lucidez con que J. M. Caballero Bonald hab¨ªa tratado de explicarme en Bogot¨¢ que la Espa?a eterna era tan cojonuda que continuaba si¨¦ndolo a pesar del general Franco. S¨®lo a los 42 a?os de mi edad ¨Dhace ahora once¨D tuve bastante uso de raz¨®n para darme cuenta de que Caballero Bonald la ten¨ªa toda, porque, a pesar de mi resistencia pasiva y an¨®nima, Espa?a continuaba en el tiempo y el general Franco segu¨ªa sin la menor disposici¨®n de morir para complacerme. De modo que llegu¨¦ a Barcelona en el oto?o de 1967, con toda mi familia y con el ¨¢nimo de quedarme ocho meses que me sobraban de una novela, y me qued¨¦ siete a?os. M¨¢s a¨²n: de alg¨²n modo dif¨ªcil de explicar, todav¨ªa no me he ido por completo, ni creo que me vaya nunca.
Yo no era consciente de todo esto hasta la semana pasada, cuando sal¨ª del teatro con mis amigos de Barcelona y descubr¨ª de pronto la nostalgia de la nostalgia. Comprend¨ª, como tantos otros de mi generaci¨®n, que hab¨ªa padecido la nostalgia de Espa?a antes de conocerla, no s¨®lo por las evocaciones implacables de los republicanos errantes, sino por la poes¨ªa grande que ellos mismos me ense?aron. Julio Cort¨¢zar dice en uno de sus libros que despu¨¦s de conocer a Viena no segu¨ªa record¨¢ndola como la hab¨ªa visto en la realidad, sino como la imaginaba antes de conocerla. A m¨ª me ha ocurrido lo mismo con muchos lugares del mundo, pero no con Espa?a. Pues su descubrimiento fue una experiencia plat¨®nica: la encontr¨¦ igual, calle por calle, tarde por tarde, nube por nube, a la Espa?a que ya hab¨ªa conocido en su literatura, de modo que conocerla en la realidad no fue m¨¢s que recordarla.
Encontr¨¦ que, en efecto, como lo hab¨ªa dicho don Antonio Machado, los campos de Soria eran ¨¢ridos y fr¨ªos, con sierras calvas y cerros cenicientos, donde la primavera dejaba entre la hierba un rastro perfumado de margaritas blancas. Reconoc¨ª los pueblos de Andaluc¨ªa, que parecen dibujados a pluma, y sent¨ª al atardecer los cencerros de los corderos y el olor del tomillo estrangulado por el tropel del reba?o. Vi p¨¢jaros que conoc¨ªa s¨®lo le¨ªdos, como las cornejas y los tordos, y ¨¢rboles que hasta entonces cre¨ªa imaginarios, como los chopos a la orilla de los r¨ªos, y escuch¨¦ voces de ni?os distantes que s¨®lo conoc¨ªa de o¨ªdas en los campos de Moguer, y comprend¨ª el drama de la historia de Castilla en una sola noche de enero en El Escorial, donde la soledad y el fr¨ªo s¨®lo pod¨ªan ser comparables a los de la muerte. En Granada fui a buscar la calle de Elvira, para ver si era cierto que all¨ª viv¨ªan las manolas, como lo hab¨ªa escrito Garc¨ªa Lorca. No las encontr¨¦, pero, en cambio, tuve la fortuna de ver la Alhambra como hubieran querido verla siempre los califas: bajo un aguacero torrencial. No pude reprimir un estremecimiento rec¨®ndito cuando apareci¨® en la ventanilla del tren una de las ciudades m¨¢s bellas del mundo: C¨®rdoba, lejana y sola, detr¨¢s de cuyos muros hab¨ªa dicho el poeta que acechaba la muerte. Una noche, mientras cen¨¢bamos en el desolado comedor del hotel Atl¨¢ntico, en C¨¢diz, tuve de pronto la impresi¨®n maravillosa de que el edificio hab¨ªa zarpado hacia las Am¨¦ricas. En Burgos, alguien extendi¨® el ¨ªndice hacia una casa de paredes sombr¨ªas y me dijo: ¡°Ah¨ª vive el verdugo¡±.
Sent¨ªa una gran nostalgia de aquellas hermosas nostalgias esa noche de la semana pasada en que sal¨ª del teatro con mis amigos de Barcelona. Las ramblas estaban m¨¢s concurridas y delirantes que nunca, todav¨ªa con las enormes estrellas de luces de colores de la Navidad. En medio de la muchedumbre bulliciosa, de los gringos despistados y las suecas suculentas y casi desnudas en enero, estaban los exiliados de Am¨¦rica Latina con sus ventorrillos p¨²blicos de baratijas, con sus ni?os envueltos en trapos, sobreviviendo como pueden mientras llega tambi¨¦n para ellos el barco del regreso. Son quiz¨¢ 250.000 en toda Espa?a, y no son muchos los que tienen la suerte de que los quieran tanto en Espa?a como quer¨ªamos nosotros a los republicanos errantes que nos ense?aron a vivir la nostalgia de la nostalgia.
Copyright 1982. Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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