Fuerte contraofensiva sovi¨¦tica para reforzar el corredor del Wakjan, en la frontera con China
, Ya hace diecisiete a?os, una importante representaci¨®n del Ej¨¦rcito rojo visit¨® en su palacio de verano de Jalalabad, ciudad fronteriza con Pakist¨¢n, al rey de los afganos, Zahir Shali. Es una visita de buena vecindad y en reconocimiento de las magn¨ªficas relaciones que mantienen los Ej¨¦rcitos de ambos pa¨ªses, con una frontera com¨²n de 2.000 kil¨®metros. El monarca recibe como obsequio la peque?a maqueta de un tanque, realizada en plata "... en prueba de buena amistad. La Armada sovi¨¦tica, 1965".En enero de 1982, mientras la maqueta sigue en la misma mesa del despacho donde el rey lo colocara -el palacio se conserva igual que lo dejase Zahir Shah en 1973, cuando se -recluy¨® en el exilio italiano de Roma-, el s¨ªmbolo del tanque de plata se ha convertido, como una premonici¨®n, en cientos de tanques sovi¨¦ticos que vigilan las veinticuatro horas del d¨ªa, desde hace poco m¨¢s de dos a?os, el territorio afgano.
La actividad contrarrevolucionaria parece haberse consolidado. Lo que se inici¨® con golpes terroristas es ahora una realidad de fuerte lucha armada. Por otra parte, el clima benigno de este invierno favorece los planes de defensa de los estrategas sovi¨¦ticos. En los ¨²ltimos d¨ªas de esta semana se ha iniciado una fuerte contraofensiva, dirigida desde el centro de operaciones, Kabul, capital de Afganist¨¢n, a trav¨¦s del puente a¨¦reo de Jalalabad para reforzar las posiciones militares del corredor de Wakjan, estrecho pasillo entre Pakist¨¢n y la Uni¨®n Sovi¨¦tica, al noreste de Afganist¨¢n, y punto de contacto de China con territorio afgano. El apoyo que, seg¨²n los sovi¨¦ticos, prestan los chinos a los contrarrevolucionarios afganos obliga a reforzar esta zona.
A partir de las cuatro de la madrugada, hora en que finaliza en Afganist¨¢n el toque de queda, se inicia la actividad militar desde los acuartelantientos de las grandes ciudades. Los tanques y camiones militares que los abastecen inician su marcha por las carreteras de todo el pa¨ªs. En los aeropuertos resuena el fuerte zumbido de los motores de los aviones de transporte y los modernos helic¨®pteros sovi¨¦ticos. Desde el martes pasado, los aeropuertos de Kabul y Jalalabad son un fuerte enclave para asegurar las posiciones del Wakjan, mientras al otro lado de la frontera, ya en territorio paquistan¨ª, los contrarrevolucionarios no descansan en un hostigamiento continuo.
Escoltados por tanquetas
A principios de semana, una radi¨® francesa anunci¨® que los contrarrevolucionarios hab¨ªan tomado la ciudad de Jalalabad, que es, junto con la de Kandahar, las dos ¨²nicas fronteras abiertas entre Afganist¨¢n y Pakist¨¢n. Esta informaci¨®n falsa nos facilita del Gobierno central de Kabul la posibilidad de traslado hasta Jalalabad, con el fin de comprobar in situ la realidad. La realidad, es bien otra. Toda la regi¨®n, en pie de guerra, est¨¢ tomada por las armas sovi¨¦ticas que sostienen soldados y civiles afganos.
En un moderno avi¨®n de transporte paracaidista, made in URSS, partimos del aeropuerto cabule?o, rodeados de soldados heridos, esposas y ni?os de oficiales y unos bidones de combustible. A la llegada, Jalalabad nos ofrece una imagen en nada diferente a la que dejamos atr¨¢s. Un modesto aer¨®dromo ha sido convertido en amplio aeropuerto militar, donde m¨¢s de medio centenar de helic¨®pteros se distribuyen ordenadamente por las pistas. En media hora hemos volado los 240 kil¨®metros que separan Kabul de Jalalabad.
En el Spinghar Hotel (Monta?a Blanca), antigua residencia de hu¨¦spedes reales, donde nos alojamos, soldados armados con metralletas nos saludan con sonrisas afables, y en el bar del hotel compartimos mesa con guardaespaldas sovi¨¦ticos vestidos de paisano, que abandonan su fusil de asalto, kalashnikov, sobre un sill¨®n, y se refrescan con coca-cola, embotellada en Kabul y cerveza pilsner checa, mientras esperan la salida de su jefe, reunido en un edificio contiguo al hotel con oficiales afganos. Por la ventana vemos al soldado que vigila la entrada dirigirse hacia un peque?o jard¨ªn, abandona su arma e inicia las oraciones a Al¨¢, en una gimnasia de rodillas que termina con la inclinaci¨®n de la cabeza hasta el suelo, y que realiza rigurosamente durante cuatro veces al d¨ªa.
Viaje en jeep
A primeras horas de la ma?ana siguiente, iniciamos el viaje hacia la frontera en un jeep Toyota, en el que viajamos, junto con el ch¨®fer y el int¨¦rprete del Ministerio afgano de Asuntos Exteriores, con un representante del comit¨¦ local del Partido Democr¨¢tico del Pueblo Afgano (PDPA) -organizaci¨®n similar al Partido Comunista de la Uni¨®n Sovi¨¦tica (PCUS)-, quien no oculta la pistola que lleva cubierta por su chaqueta marr¨®n, y un miembro del Comit¨¦ de Seguridad -polic¨ªa pol¨ªtica del Ministerio del Interior- que ha recogido en la sede de su organizaci¨®n una metralleta y abundantes municiones.
Para salir de la ciudad debemos esperar hasta que llega una tanqueta de las fuerzas armadas donde van doce soldados armados con metralletas y una ametralladora instalada sobre el veh¨ªculo. Nuestro jeep sigue al lento ritmo del veh¨ªculo militar, sesenta kil¨®metros por hora, para desesperaci¨®n de un locuaz y anciano conductor afgano. El trayecto debe concluir a 72 kil¨®metros hacia el este. La vida de la ciudad ha comenzado. Pasamos por los mercados, donde la miseria del pueblo es m¨¢s palpable. Desde las primeras horas del d¨ªa, los campesinos han bajado a los mercados, que inundan las plazas y calles, con sus remolachas y berzas. Los peque?os muchachos desarrapados y mugrientos que han madrugado esperan, con un saquito en la mano, preparados para recoger los tronchos que quedan al limpiar la verdura.
Ya en la carretera, amplia y construida s¨®lidamente desde hace nueve a?os, en que las previsiones de los ingenieros sovi¨¦ticos imaginaron la necesidad de seguras v¨ªas de comunicaci¨®n en un pa¨ªs donde no existe el ferrocarril y las monta?as dificultan los tras lados, se incorpora a nuestro grupo, al paso por un acuertelamiento pr¨®ximo al aeropuerto, otra tanqueta militar. La ma?ana es fresca, pero el cielo azul y el sol parecen asegurar la temperatura agradable. En direcci¨®n contraria a la nuestra nos pasan, al tiempo, caravanas de camellos -conducida en su mayor¨ªa por ni?os- y originales autobuses -decorados por mentalidad de na?fves- cargados hasta el techo de campesinos de turbante vistoso a la cabeza y manta de tejido ligero que les recorre el cuerpo desde el cuello.
Un puente destruido
En su mayor¨ªa, los veh¨ªculos que nos adelantan y se cruzan con nosotros son militares. Jeeps de oficiales, camiones de abastecimiento y alg¨²n tanque con la ostensible presencia de soldados afganos armados. Los primeros kil¨®metros los recorremos entre un amplio valle, custodiados a ambos lados de la cerretera por altos pinos y eucaliptos, que parecen ser los ¨²nicos capaces de convivir pac¨ªficamente por estos lugares. Los campos se abren en vergeles dificiles de contemplar en este pa¨ªs, donde el trigo ofrece en esta ¨¦poca del a?o su tercera cosecha y donde mujeres, de edad indefinida al ir cubiertas por el chadri, traje que les cubre la cara desde la cabeza hasta los pies, recogen en peque?as extensiones los m¨¢s diversos frutos secos.
El terreno monta?oso no se hace esperar. La cordillera de Samartel preside el conjunto de piedra que nos invita a entrar en un paisaje donde dudamos si los picachos que nos vigilan a derecha e izquierda de nuestro recorrido est¨¢n previstos para atacarnos o defendernos. Los postes de conducci¨®n telef¨®nica, muchos de ellos cortados, y el¨¦ctrica son los ¨²nicos testigos permanentes de lo que puede ocurrir en cualquier momento.
Tertulia con metralleta
Numerosos peque?os puentes, por debajo de los cuales pasar¨¢ el agua en ¨¦poca de lluvias, son defendidos por civiles que, sentados en el suelo con la metralleta descansando sobre el pretil, hacen tertulia con conocidos que van y vienen de los pueblos cercanos. Alguno, ante la presencia de nuestra tanqueta, que abre camino, se levanta y hace un extra?o saludo militar inclinando la cabeza. En una cantera pr¨®xima al camino, potentes excavadoras de fabricaci¨®n sovi¨¦tica sirven para la preparaci¨®n de un nuevo canal que recoger¨¢ las aguas del deshielo monta?oso para hacer m¨¢s f¨¦rtil la zona.
A mitad de camino hacemos un alto. Justo a la entrada de un destacamento militar. Los soldados de las tanquetas son los primeros en salir de su encierro. Alguno busca entre la maleza que bordea el camino el descanso fisiol¨®gico. Estiramos las piernas, mientras nuestros acompa?antes-protectores-vigilantes saludan al mando militar, que nos presentan. A nuestra caravana se incorpora un cami¨®n, dentro de cuya caja, catorce milicanos con metralletas se agachan y sostienen el arma dirigida contra las monta?as de ambos lados del camino. Sobre el techo de la cabina, una metralleta asegura tambi¨¦n la protecci¨®n. Adem¨¢s, un jeep militar con el mando del destacamento.
Medio kil¨®metro para todos
El convoy reanuda su marcha. Nos sorprende comprobar que ya en este trazo final vamos protegidos por m¨¢s de medio centenar de personas. Nuestro int¨¦rprete, Fafi Jacfar, un joven revolucionario intelectual convencido, becario de la Universidad francesa de Grenoble, intenta quitarnos el miedo: "Es la primera vez que periodistas de medios informativos occidentales llegan hasta una de las dos fronteras afgano-paquistan¨ªes. Esta es la m¨¢s peligrosa, porque los contrarrevolucionarios est¨¢n ah¨ª mismo, detr¨¢s o sobre esos montes. No podemos permitir ninguna ligereza que ponga en peligro sus vidas". Cien metros m¨¢s all¨¢ del destacamiento militar tenemos que desviar nuestra ruta de la carretera. Pocas horas antes, uno de los peque?os puentes ha sido volado. Nuestro veh¨ªculo se bambolea en un equilibrio casi imposible de mantener, mientras sigue el camino que abre la tanqueta por una nueva ruta pedregosa que nos conducir¨¢ nuevamente a la carretera.
A lo largo del camino, cuando las monta?as se separan de la ruta, dejan algunos terrenos libres que son cubiertos por peque?a poblaciones de tribus n¨®madas quienes habitan en originales recintos, con murallas y torretas de castillos construidos con adobes. Cultivadores de las peque?as tierras de los alrededores y criadores de camellos permanecen en estos lugares. No son convidados de piedra ni del barro que les protege en sus viviendas. Toman parte activa en la lucha contra las armas de los dominadores. Soportan que alrededor de sus poblados se hayan levantado toscas caba?as de vigilancia, de techos de paja, y orgullosamente colocan en el lugar m¨¢s visible, pr¨®ximo a la carretera, un cementerio con nichos donde sobresale, abierto por la tierra el cad¨¢ver de alguien de su gente se?alado por tejas clavadas verticalmente, s¨ªmbolo del descanse en paz. Estos campesinos son los que crean mayores dificultades, muchos de ellos ex terratenientes, puesto que est¨¢n en permanente sublevaci¨®n contra el poder de la revoluci¨®n. Son tribus que viven aisladas y al margen de cualquier orientaci¨®n pol¨ªtica.
Cuando ya estamos pr¨®ximos a los puestos aduaneros de la frontera, amplias campas dan cobijo a un mercado de n¨®madas que, en un ferial ex¨®tico, venden sus camellos y b¨²falos. En grandes camiones, al lado de la carretera, se introducen en su interior los animales producto de la transacci¨®n. Centenares de personas se mueven lentamente o descansan a lo largo del medio centenar de metros de tierra de todos que discurre entre las aduanas afgana y paquistan¨ª. Todos llevan alg¨²n bulto, alfombras, maletas medio destruidas amarradas con cuerdas, latas viejas que tuvieron aceites para motores y las misteriosas bolsas de los ni?os descalzos, donde, seg¨²n parece, se produce el mayor tr¨¢fico de armas que reciben los contrarrevolucionarios que est¨¢n en el interior de Afganist¨¢n.
El paso por las fronteras es libre para cerca de los 200.000 habitantes n¨®madas que componen la colectividad pastum-sinuari, ellos habitan las zonas contiguas a esta frontera artificial creada por los ingleses durante el semiprotectorado brit¨¢nico de finales del siglo pasado. Pedirles cualquier identificaci¨®n no es posible. Van y vienen a su ritmo. Cruzan en ambas direcciones alrededor de 2.500 todos los d¨ªas. Se visitan entre familias, compran y venden de todo en uno y otro lugar. "El control es a ojo", nos dice Amiryon, director de la Aduana desde hace dos meses, "aunque parezca imposible, se les reconoce a casi todos".
Jalalabad 74. Solubay 154. Kabul 224. Son los indicadores de la Aduana afgana. "Frontier of Pakistan. WeIcome. Let habid bank seve you better", es el cartel indicador que sarc¨¢sticamente recibe desde la otra zona a un pueblo analfabeto. Hemos llegado el medio centenar de personas que compon¨ªamos el convoy, en una procesi¨®n provocadora, hasta la misma l¨ªnea de la frontera paquistan¨ª. Los soldados de gorra verde y traje del mismo color nos miraban sorprendidos. Nuestro compa?ero fot¨®grafo robaba fotos disimuladamente, con la c¨¢mara colgada del cuello, mientras tos¨ªa repetidamente para que no se escuchase el sonido de la m¨¢quina. Los afganos nos pasean orgullosos junto a sus vecinos del otro lado de la frontera y se?alan la blanca l¨ªnea que marca por las monta?as la divisi¨®n entre ambos pa¨ªses. "Jam¨¢s ha habido aqu¨ª un incidente fronterizo. Ustedes han comprobado ahora que los contrarrevolucionarios no dominan ni nuestra ciudad ni esta frontera". Objetivo cumplido.
Al regreso, un autob¨²s abandonado en una curva sin visibilidad, al que con gran riesgo logr¨® esquivar la tanqueta que nos abr¨ªa paso, hizo retrasar la vuelta. Varios milicianos se hicieron cargo del veh¨ªculo, no sin antes inspeccionar la posibilidad de una carga explosiva en su interior.
Macabro regreso a Kabul
Tres d¨ªas en Jalalabad y muchas horas de espera al sol en el aeropuerto para regresar a Kabul. La actividad de los helic¨®pteros en esta base en direcci¨®n al corredor del Wakjan nos obliga a ser pacientes. Por fin, a media tarde, llega un viejo avi¨®n de transporte paracaidista. El piloto afgano no parece muy convencido de c¨®mo puede funcionar el motor derecho, y sube a la cabina, desde donde mueve las h¨¦lices a tope. Por fin, trepamos por la fr¨¢gil escalerilla de mano. Junto a nosotros, una quincena de soldados afganos, que han concluido despu¨¦s de a?o y medio su servicio militar, regresan a sus casas. Un capit¨¢n de uniforme y una mujer, tapada con el chadri, rodeada de cuatro ni?os, tambi¨¦n un anciano de rojo turbante, esperan con impaciencia. Pronto aparecer¨¢ con dificultades para subirlo por la puerta de acceso. Es una robusta caja de pino. Se trata de un ata¨²d; en su interior, el cofre con los restos de un oficial afigano, pariente de los que impacientes esperaban su ¨²ltimo embarque. Uno de los j¨®venes soldados intenta explicarnos, en su idioma pusthu, lo absurdo de esta guerra. Sus gestos son elocuentes. Afganos contra afganos. Y una se?al de que al oficial le han cortado el cuello.
Media hora despu¨¦s aterrizamos en Kabul. Un mig frena sobre la corta pista del aeropuerto ayudado del paraca¨ªdas de cola. Los helic¨®pteros sovi¨¦ticos siguen su traj¨ªn de viajes hacia distintos lugares del pa¨ªs. Una ambulancia recoge el cad¨¢ver del oficial afgano.
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