Millares de madrile?os reivindicaron anoche la cabalgata del Carnaval
Cuando el reloj del Palacio de Comunicaciones daba ayer las siete de la tarde, miles de madrile?os vestidos de arlequines, prestidigitadores, hadas, jeques, piratas y vendedores de aceite de colza se reun¨ªan en el Paseo de Recoletos, alrededor de carrozas y pancartas, para participar en la Cabalgata de Carnaval organizada por el Ayuntamiento. Simult¨¢neamente, un pirot¨¦cnico protegido por un casco gris y una manopla de madera prend¨ªa el primer cohete.
Bajo sus yelmos con plumero rojo, los lanceros, que abr¨ªan la prodigiosa comitiva, ofrec¨ªan un panorama riguroso y vertical: salieron de Col¨®n muy despacio, seguidos por un equipo de basureros cuya misi¨®n era mantener limpia la retaguardia. Detr¨¢s se puso en marcha la orquesta. Al atardecer, un destello de luz met¨¢lica, luz contaminada, se filtraba como siempre sobre Col¨®n, pero ayer la luz de todas las tardes se divid¨ªa en chispas que duraban un segundo en la punta de las lanzas, en los manguitos blancos de los m¨²sicos y en los bastones de las majorettes.Cinco minutos despu¨¦s, junto a La Cibeles, las guardias de tr¨¢fico comenzaron a cruzarse con s¨ªlfides, hadas, n¨¢yades, odaliscas y vestales, ante los ojos incr¨¦dulos de los automovilistas que al volver a casa ten¨ªan que interpretar los silbatos de ¨®rdenes y decidir, en apenas un instante, si hab¨ªan de acelerar o de marcar el paso. A los lados del carril de presidencia de Recoletos, los millares de espectadores se agolpaban con arreglo a una extra?a disposici¨®n estad¨ªstica: de cada quince padres, uno llevaba el ni?o al hombro. Al paso de cada comparsa, los catorce que ten¨ªan las manos libres daban primero una ovaci¨®n y luego un codazo para recuperar el espacio perdido en la acera.
Los ¨¢nimos se desbordaron, sin embargo, cuando pas¨® la que hac¨ªa una parodia de la boda del siglo. La carroza real estaba representada por un motocarro verde y asm¨¢tico, pero el p¨²blico no repar¨® en el detalle, cautivado por una lady Di que inclinaba la cabeza hacia el lado derecho: luc¨ªa un peinado muy liso, casi textil, que brillaba tanto como los dientes de su falso marido, un pr¨ªncipe Carlos con cara de clavicordio, cuya dignidad principal era un cintillo de pasamaner¨ªa muy parecido a un pentagrama. Los cortesanos y acompa?antes llevaban encima toda clase de centros de mesa, bonetes, gorros y pa?oletas. En la plaza del Callao, donde se percib¨ªa un seco olor a palomitas de ma¨ªz, la cara del novio y los adornos de su corte hac¨ªan pensar ineludiblente en un hip¨®dromo.
La fiesta transcurri¨® sin incidentes hasta que, en el ¨²ltimo tramo, unos bromistas pretendieron desenmascarar a un aut¨¦ntico japon¨¦s que al fin logr¨® identificarse gracias a su c¨¢mara fotogr¨¢fica. Alrededor, nuevas multitudes de madrile?os, que pretend¨ªan experimentar la m¨ªstica de los uniformes, se incorporaban a la cola del cortejo, detr¨¢s de los enormes carruajes cargados de mariposas, de globos y de caprichos de Goya, de El Bosco y de Tierno Galv¨¢n. Los letreros fluorescentes de los cines permit¨ªan leer los carteles aleg¨®ricos: "Conservas sin caducidad / de la colza a la eternidad", dec¨ªa una pancarta. Apaciguado el japon¨¦s, el silencio entre ovaci¨®n y ovaci¨®n permit¨ªa seguir indistintamente el repertorio de la tuna de la Arganzuela y el goteo mec¨¢nico de los organillos.
A las nueve de la noche, miriadas de espadachines, brujas y danzantes comenzaban a llegar a la Plaza de Espa?a y, varios kil¨®metros m¨¢s all¨¢, las m¨¢scaras se prolongaban indefinidamente en una multitud de seres que se dispon¨ªan a volver a casa disfrazados, como siempre, de madrile?os. De madrile?os, sociedad an¨®nima.
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