Agua bendita para el campo
Los picadores no han salido a la plaza con su lenta resignaci¨®n. Ellos aparecen no como el que va a poner una pica en Flandes, sino como alguien que har¨¢ un trabajo ingrato, sangriento y feroz, para que otro se luzca con el amortiguamiento que la vara impone al animal.En casi toda fiesta, en casi todo lucimiento personal, suele haber alguien que carga con la furia y las palabras sobrantes de los espectadores. Cierto personal va a eso, a desbocarse, a increpar, a soltar la voz que no puede levantar en la rutina gris y opresiva de sus vidas. Tambi¨¦n el torero escucha broncas sonoras, pero puede volver la plaza al rev¨¦s y llevar el delirio al grader¨ªo en cuanto se ajuste con la capa o pase la izquierda con temple de artista. El picador, no. La labor de obrero del picador s¨®lo los buenos aficionados son capaces de distinguirla y matizarla. La gente tiene la obsesi¨®n de que el picador sale al redondel para hacer una sangr¨ªa sin arte y para dejar moribundo al toro. Son pocos los que saben distinguir una buena puya y menos los que son capaces de aplaudir a un picador que ha dejado un toro con la suficiente fuerza contenida para una buena faena. Lo com¨²n es el animal apenas picado o pr¨¢cticamente arrumbadas sus energ¨ªas. Ambas cosas son tan lamentables como frecuentes.
El buen aficionado, el que todav¨ªa no ha entrado en ese vac¨ªo del escepticismo cr¨®nico, sigue yendo a la plaza en busca de la faena posible que lo redima del cansancio monocorde de los d¨ªas. Ese aficionado -no necesariamente de puro inacabable y redicho como un sacrist¨¢n- sabe que para llegar a una faena de magia se necesitan varias condiciones, pero las esenciales son que haya un buen toro, que lo dejen equilibrado en su poder y que salga un torero con algo que expresar con su muleta. A los dem¨¢s, a ese p¨²blico amorfo de turistas y gentes que buscan el tremendismo sin el don del arte, s¨®lo les gustan los pases sin concierto -cuanto m¨¢s numerosos mejor-, no respetar el espacio del toro y el juego farragoso de una mano sin la lentitud del mando. El toreo es un arte de dominio, pero con ajuste y templanza. El arte que deber¨ªan aprender nuestros pol¨ªticos.
Ram¨®n P¨¦rez de Ayala, que escribi¨® profundamente sobre pol¨ªtica y toros, me dec¨ªa que si los profesionales de la pol¨ªtica entendieran de toros, si profundizaran en su c¨®digo secreto m¨¢s que en sus reglas de externo comportamiento, sabr¨ªan moverse mejor en la arena p¨²blica.
A P¨¦rez de Ayala le trat¨¦ bastante en su ¨²ltima ¨¦poca. Cuando ya recib¨ªa a poca gente, el a?o final de su vida, yo iba a verle casi todas las semanas. Algunas de aquellas tardes coincidi¨® que hab¨ªa corrida televisada. Aquel gran hombre menudo, inm¨®vil en su sill¨®n, zarandeado y asqueado por la vida, sin ilusi¨®n y con n¨¢usea, no perdi¨® el inter¨¦s por los toros. Entra?able amigo de Belmonte, quiz¨¢ no le hubiera importado morir como ¨¦l, de un tiro de gracia, si hubiera tenido arma y quien apretara su gatillo. "Ha muerto de hast¨ªo, su vida estaba acabada antes de morir", me dijo una tarde.
Aquella misma sensaci¨®n de acabamiento en vida la ten¨ªa don Ram¨®n, un dandi lleno de cortes¨ªas y desdenes, de j¨®venes desilusiones y duraderas desganas. Cuando se le cre¨ªa en su mejor momento creador, cort¨® de ra¨ªz su obra.
Andr¨¦s Amor¨®s, a quien tanto debemos los fieles de P¨¦rez de Ayala, escribi¨® que, "por propia voluntad, se convirti¨® como escritor en una especie de muerto en vida, de estatua prematura". Pero no s¨®lo como escritor, sino como hombre. Sin embargo, sus disparos de iron¨ªa estaban siempre pr¨®ximos. Y sus comentarios taurinos eran un prodigio de sutileza. El dec¨ªa que si fuera dictador de Espa?a suprimir¨ªa las corridas. Pero como no lo era, disfrutar¨ªa de su arte lo m¨¢s que pudiera.
Ortega, Mara?¨®n y P¨¦rez de Ayala -mis maestros de juventud- escribieron con sabidur¨ªa de la fiesta, de la fiesta por antonomasia. Fue una generaci¨®n que intelectualiz¨® los toros, que trat¨® con toreros, que penetr¨® en su duende. Ahora el intelectual prefiere otras conexiones art¨ªsticas y a veces concede el honor del t¨®pico incluso a lo que no puede ser jam¨¢s t¨®pico. Los toros gustar¨¢n o no, parecer¨¢n una salvajada o no, faltar¨¢n figuras y animales con casta, pero dif¨ªcilmente pueden entrar en el reino del t¨®pico. Por muy impersonales y carentes de genio que parezcan los nuevos toreros, la propia fiesta impone su interna potencia. Y cuando los j¨®venes no dicen nada, los viejos retirados vuelven a la arena para invocar al dios del peligro alzado en arte. Podr¨¢n algunos fracasar en su intento, como el mago Ord¨®?ez, pero ah¨ª est¨¢n cercanas las buenas maneras y el don de la magia de Anto?ete y Manolo V¨¢zquez.
Lo grande del toreo es lo ef¨ªmero. La intensidad de esos segundos de marido tan lento y poderoso que parece que se detiene el tiempo y no digamos la respiraci¨®n. El pintor deja su arte en el lienzo. El compositor, en el pentagrama. El escritor, en la cuartilla. Pero el torero lo deja en el aire. El cine o la televisi¨®n podr¨¢n recoger la compostura y el dominio del torero, pero nunca el aire. El aire se pierde en el instante. Y el aire que envuelve esos instantes hay que respirarlo en la plaza.
A la plaza hemos venido, pero nos hemos quedado viendo caer mansa el agua sobre la arena como si fuera un barbecho sediento. El p¨²blico -el de siempre y el circunstancial- ha esperado en los grader¨ªos, pero el clar¨ªn ha sonado. La lluvia segu¨ªa disolviendo la posible gran faena. Los picadores no han subido a los caballos, preparados con su ciego atuendo. Los monosabios transportaban partes meteorol¨®gicos y avisos secretos. Los toreros se han quedado compuestos y sin toro, se han tomado un sol y sombra para espantar el hormigueo del miedo y se han ido al hotel, a vestirse de turistas.
Los toros esperan un d¨ªa m¨¢s para morir con dignidad, sino encuentran un Curro Romero que los asesine con chincharradas por los costados. Y el aire, el aire de la plaza, se ha dispersado en esta tarde de agua bendita para el campo.
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