De sombras, luces y subversiones
De sombras, muchas; de luces, pocas. Dos semanas largas de corridas y un hondo bostezo 'cuando no la irritaci¨®n. Siempre ha sido as¨ª. La fiesta es como es y no hay que darle vueltas. Un ceremonial b¨¢rbaro que los aficionados estoicos aceptan como tal y los sutiles magnifican. Tras ese intento de teol¨®gica sublimaci¨®n se agazapa la mala conciencia. La fiesta es un espect¨¢culo pagano con el esplendor de la paganidad y la tr¨¢gica belleza de la muerte. La belleza es un dios terrible y vengativo y nos seduce, pero la muerte no es, por s¨ª sola, una categor¨ªa est¨¦tica. En la naturaleza de la fiesta est¨¢ la sangre y el riesgo. Si esa tensi¨®n se sustituye por la docilidad esclavista del toro; si el esperpento y la caricatura suplantan la armon¨ªa y si la evidencia mostrenca reemplaza al misterio, la fiesta es una mera pl¨¢stica de sangre y de barbarie. Queramos o no, es un rito sacrificial, y un sacrificio implica siempre la existencia de una v¨ªctima propiciatoria y la existencia de una v¨ªctima presupone la del verdugo. Malo ser¨ªa que fuese cierta esa sutil amalgama de ideolog¨ªa y lirismo que trata de simbolizar en la fiesta una identidad racial. Es una costumbre, una tradici¨®n y, por tanto, un s¨ªntoma sociocultural susceptible de manipulaci¨®n. Las tradiciones no pasan de ser, muchas veces, elementos funcionales de aluvi¨®n.De cualquier forma, la corrida es un microcosmos en el que se reproducen los esquemas de la sociedad que la acoge. Y esa imagen especular permite la ilusi¨®n de que se pueden vulnerar unas normas abusivas o absurdas. Esa es la psicolog¨ªa democr¨¢tica del espectador taurino que sanciona e increpa con su juicio inapelable. Por regla general, lo hace en nombre de un orden tan desprovisto de razones como el que se desarrolla en la plaza, pero el p¨²blico de los toros eleva su presunci¨®n de verdad a categor¨ªa de absoluto. Hay un grito que se escucha de cuando en cuando en la plaza de Madrid, "fuera del palco". Es la evidencia estent¨®rea de que el legitimismo presidencial est¨¢ siendo puesto en cuarentena. Pero la subversi¨®n, la negaci¨®n del principio de autoridad, no pasa de ser una eclosi¨®n moment¨¢nea y t¨ªmida de la irascibilidad individual. El d¨ªa en que de verdad el p¨²blico eche del palco a un presidente habr¨¢ firmado su soberan¨ªa colectiva en lugar de dibujar sobre la arena una fantasmagor¨ªa. En el fono, no es el entusiasmo de la autoproclamaci¨®n igualitarista lo que estimila al espectador, sino un ¨¢nimo de revancha. Subconscientemente, al que paga una entrada lo que de verdad le apasiona es la posibilidad de que un toro le raje la barriga a un torero. Es un culto al aniquilamiento m¨¢s que un af¨¢n de perseguir al instante fugaz de la belleza.
Cuando la fiesta es s¨®lo irracionalidad sangrienta y no se produce el acomplamiento entre los ritmos del toro y los tiempos del torero -ese momento en que el acto de la creaci¨®n art¨ªstica se percibe en vivo y se nos transmite en directo- la fiesta es aburrida y vulgar, un rito sin sentido. Un espect¨¢culo que, sociol¨®gicamente, expele un reg¨¹eldo de tercermundismo militante o, cuando menos, de despotismo ilustrado. ?Y los entresijos de la fiesta, lo que ocurre fuera del albero? No es que ello la configure y defina, pero en tomo de los toreros se agrupa un submundo de rufianismo hortera, un patio de monipodio en el que se dan la mano el plum¨ªfero venal, el tiralevitas trinc¨®n, el poeta a la b¨²squeda de un destino, heroico para sus met¨¢foras y los bufones mendicantes. Un submundo que ni siquiera tiene la grandeza equ¨ªvoca de la marginalidad, al asalto de las arcas o la gloria del torero. Demasiada ganga para un parco y fugac¨ªsimo momento de oro. Para ver a Chenel citar de lejos y percibir que en el centro del ruedo hay algo m¨¢s que dos fuerzas, una dispuesta a matar y la otra a explicar lo sobrenatural del arte, ?cu¨¢ntas vulgaridades hay que estar dispuesto a soportar? Quiz¨¢ esto sea la grandeza de la fiesta, la grandeza de la vida y la grandeza del arte: multitud de sombras para un destello irrepetible. ?Y el toro? El toro es el gran marginado de la fiesta. Haga lo que haga es el ¨²nico inocente de la farsa. Como todas las v¨ªctimas, est¨¢ condenado a construir la historia a costa de s¨ª mismo, y su muerte, al contrario de lo que pretenden los hermeneutas de una ¨¦pica zool¨®gica, no lo enaltece. Es una muerte est¨¦ril, pues se produce en beneficio de una historia y de una gloria que no le pertenecen. Por eso, cuando hiere se produce un acto de radical subversi¨®n. El instinto se alza sobre la mitolog¨ªa.
A este paso, la fiesta se va, retrocede a sus nebulosos or¨ªgenes antropol¨®gicos sin coartadas est¨¦ticas ni culturales. Tendr¨ªan que venir varios Ru¨ªz Miguel, algunos Manolo V¨¢zquez y que Anto?ete fuera inmortal. Puede que ni siquiera la emoci¨®n del toro duro, del toro-toro, que reivindican los guardianes de la ortodoxia, sea bastante. Ni siquiera va a ser bastante para quienes, sin querer sublimar la carnicer¨ªa, terminamos sublimando la altivez encampanada del toro. No nos enga?emos. No se trata s¨®lo de purismos, heterodoxias o momentos estelares, sino, sencillamente, de oportunidades hist¨®ricas.
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