La noche caliente de Amsterdam
Hab¨ªa sido el viernes m¨¢s c¨¢lido de Amsterdam y tal vez de toda Holanda en 152 a?os, y no era necesario sentirlo para saberlo. "Todo el mundo se ha vuelto loco", me dijo el servicial empleado del hotel, empapado de sudor dentro de su librea de pa?o. "Hasta las computadoras", dijo. Las hermosas valquirias venidas del Norte en su ¨¦xodo migratorio anual hacia las playas del Mediterr¨¢neo, andaban descalzas por las calles con las sandalias al hombro, se sentaban durante horas en el borde de los canales para refrescarse los pies, y una de ellas se quit¨® la poca ropa que llevaba encima y se ech¨® al agua en pelotas, cuan larga y dorada era, en medio de los aplausos de los turistas adormilados bajo los toldos de las cafeter¨ªas. No la rescat¨® la polic¨ªa, sino una ambulancia de la Seguridad Social, preocupada de lo que pudiera ocurrirle a quien bebiera aquellas aguas apacibles y venenosas. Hab¨ªa m¨²sicas improvisadas en las calles, hab¨ªa predicadores y maromeros, hab¨ªa profetas y atracadores, y hab¨ªa un mimo que se gan¨® en tres horas m¨¢s que un conductor de taxi en una semana, imitando el modo de andar de los transe¨²ntes. Era una parodia tan admirable que no se pod¨ªa creer.Alguna vez he dicho que lo que m¨¢s me gusta de Amsterdam es lo mucho que se parece a Curazao, y aquella tarde eran id¨¦nticas. Hab¨ªa un aire lun¨¢tico, un olor de frutas podridas y p¨¢jaros muertos que revolv¨ªa las nostalgias del Caribe. Las ¨²nicas que no disfrutaron del calor fueron las pobres muchachas que se exhiben en las vitrinas, y que en tiempos normales constituyen el atractivo mayor de los visitantes. Se quedaron en sus casitas de mu?ecas haciendo el chocolate en sus cocinitas de mu?ecas, tom¨¢ndoselo con pan ensopado en las camitas de mu?ecas donde no vino nadie a hacer el amor. A nadie se le hubiera ocurrido venir, por supuesto, si todo el que quiso hacer el amor aquella tarde babil¨®nica lo hizo sin que le molestara nadie en los recodos oto?ales de los parques, agonizando de un amor verdadero y gratis entre los tulipanes y las avestruces. Fue algo tan ins¨®lito, que los universitarios se echaron a las calles en una jubilosa manifestaci¨®n de protesta contra todo, menos contra el calor, y quemaron autom¨®viles y se pelearon a palos con la polic¨ªa, y pidieron a gritos lo que no parec¨ªa posible que fuera pedido por alguien en Holanda: "Afuera la reina". En medio de tantos desafueros, un globo amarillo y enorme con letreros pintados daba vueltas en el cielo, y sus tripulantes, imp¨¢vidos en la canasta colgante, le dec¨ªan adi¨®s con la mano a la muchedumbre como si de veras se fueran para siempre. "Volar es natural en los holandeses", pens¨¦. El globo sigui¨® dando vueltas en el cielo hasta que se hizo de noche como a las once, y s¨®lo qued¨® la luz malva del verano n¨®rdico, y todav¨ªa no encontraban a alguien en el hotel que fuera capaz de componer las computadoras enloquecidas por el calor.
Yo lo supe a esa hora, cuando sub¨ª cargando las maletas hasta el cuarto que me asignaron en el quinto piso, y encontr¨¦ una parezca del mismo sexo -aunque nunca supe de cu¨¢l- retozando en la cama. Protest¨¦ en recepci¨®n, no porque la pareja fuera del mismo sexo, sino porque me hubieran dado una habitaci¨®n donde ya se estaba haciendo el amor. Entonces el empleado, inconmovible, ensopado en sudor, me dijo que todos los horrores eran posibles aquella noche, porque todo en el hotel estaba a merced de las computadoras. En efecto, ten¨ªamos una tarjeta perforada en la misma argolla de la llave, y con ella era posible hacer todo: cerrar la puerta con un sistema de seguridad sin moverse de la cama y abrirla del mismo modo, controlar once canales de televisi¨®n desde cualquier lugar de la habitaci¨®n, programar el despertador electr¨®nico, abrir y cerrar las puertas del ascensor cuando ya estaban bloqueadas para quienes no fueran clientes del hotel, y pedir comidas o bebidas a la habitaci¨®n mediante un c¨®digo de se?ales luminosas. Yo conoc¨ªa otros hoteles automatizados, pero el ¨²nico que lo estaba hasta ese punto era el New Otani, de Tokio. Uno programaba el tel¨¦fono para que lo despertara a una hora, y al d¨ªa siguiente, a esa hora precisa, el cuarto se llenaba de trinos de p¨¢jaros que parec¨ªan cantar de veras entre los ¨¢rboles, p¨¢jaros que por la voz se pod¨ªan imaginar de todos los tama?os y colores, y que cantaban con tanta pasi¨®n que no invitaban a levantarse, sino, al contrario, a permanecer en estado de gracia en medio de aquel bosque imaginario. Lo ¨²nico que no se hab¨ªa querido preguntar era c¨®mo acallarlos, y durante todo mi primer d¨ªa en Tokio fui perseguido por la algarab¨ªa de tantos p¨¢jaros despertadores.
En Amsterdarn, en efecto, todos los horrores fueron posibles aquella noche. La consternaci¨®n del empleado era justa: la ¨²nica manera de saber qu¨¦ habitaciones estaban disponibles y cu¨¢les estaban ocupadas era yendo de piso en piso con una llave maestra, y abri¨¦ndolas todas. A partir de la media noche, los ascensores no obedecieron a las ¨®rdenes de las tarjetas, y sub¨ªan y bajaban sin orden ni concierto y no se deten¨ªan si no se les dirig¨ªa desde dentro. Cuando lo necesit¨¢bamos, el empleado llamaba a la recepci¨®n y alguien sub¨ªa a buscarlo en el piso en que se hubiera parado por su propia voluntad, y lo llevaba como si fuera de cabestro hasta donde lo esper¨¢bamos. Yo, que les tengo a los ascensores tanto miedo como a los aviones, y por las mismas causas, pregunt¨¦ qu¨¦ pasaba si nos qued¨¢bamos encerrados. "No lo sabemos", me dijo el empleado. "Es la primera vez que esto nos sucede, de modo que dependemos de la voluntad de Dios nuestro se?or". Pero no era eso lo ¨²nico que nos faltaba. Un maletero del hotel nos hab¨ªa dicho que la habitaci¨®n 507 estaba libre con seguridad, porque ¨¦l hab¨ªa sacado el equipaje una hora antes y hab¨ªa acompa?ado al hu¨¦sped hasta el taxi. Pero fue imposible abrir la puerta de ese cuarto, porque alg¨²n defecto de computaci¨®n la hab¨ªa bloqueado por dentro con el dispositivo de seguridad. Hab¨ªa que esperar hasta que el cerebro m¨¢gico recobrara la lucidez del invierno para que todo volviera a funcionar como en la vida real. Y no ocurri¨® hasta el d¨ªa siguiente. Mientras tanto, la soluci¨®n que aceptamos, al cabo de cuatro horas de aventuras, no fue la m¨¢s afortunada.
Esa tarde hab¨ªan alquilado el dormitorio de una suite para alguien que no la quiso ocupar completa. As¨ª que nos acomodaron en la sala contigua: el sof¨¢ se convirti¨® en una cama, y subieron otra del dep¨®sito. Apenas si cab¨ªan las dos en el cuarto, pero despu¨¦s de tantas subidas y bajadas heroicas no hab¨ªa tiempo para remilgos. S¨®lo al d¨ªa siguiente, cuando el cielo se volvi¨® a nublar y fue posible reanudar la comunicaci¨®n con el resto del mundo, supimos que Gloria y Alvaro Casta?o, que viajaban con nosotros, hab¨ªan pasado tambi¨¦n la mitad de la noche subiendo y bajando escaleras, busc¨¢ndonos de cuarto en cuarto para cenar, hasta que fueron conscientes de su ilusi¨®n y se fueron a dormir extenuados.
Fue una noche de espantos. Junto a la mesa de la cama hab¨ªa un tablero de comandos desde donde se controlaban sin moverse todos los servicios de la habitaci¨®n. Apenas empez¨¢bamos a dormirnos cuando la televisi¨®n se encendi¨® sola, y vimos a Marlene Dietrich en sus mejores a?os, con sus piernas mitol¨®gicas y su voz de ceniza, y a pesar del cansancio no pudimos resistir la tentaci¨®n de verla hasta el final. Pero la canci¨®n no hab¨ªa terminado cuando el receptor de televisi¨®n se apag¨® solo, y qued¨® sonando una se?al de alarma y una r¨¢faga de luz intermitente, roja e intensa como un mensaje jupiterino imposible de descifrar. Nos resign¨¢bamos a convivir con aquella luz, cuando se apag¨® por su propia cuenta, y el tel¨¦fono empez¨® a sonar de urgencia. Pero lo ¨²nico que o¨ªamos al otro lado de la l¨ªnea era siempre la misma voz que dec¨ªa: Sorry. Poco antes del amanecer se encendieron todas las luces, y el cuarto se llen¨® con la miel derretida del piano de Richard Clyderman que nos dispar¨® a todo volumen su repertorio completo de m¨²sica enlatada. A esa hora, el tablero nos mandaba se?ales insondables de galaxias remotas y naufragios intemporales. En vano trat¨¦ de desconectarlo de la corriente el¨¦ctrica, porque no estaba integrado al sistema central con el enchufe simple de los mortales, sino con un cable maestro imposible de cortar sin correr el riesgo de que funcionara alg¨²n mecanismo de autodestrucci¨®n que nos arrastrara a todos a la muerte. El calor era todav¨ªa insoportable, como en el Caribe a las dos de la tarde, pero abrir la ventana era peor que tenerla cerrada. Afuera segu¨ªa el estr¨¦pito de las motocicletas, el despelote de la m¨²sica, el trueno interminable de una ciudad apacible y hermosa que recobraba de pronto su verdadera vocaci¨®n luciferina. De modo que dormimos como pudimos hasta las ocho de la ma?ana, cuando alguien abri¨® la puerta con la llave maestra, sin tocar, y una fila de camareros solemnes introdujeron en la habitaci¨®n un suculento desayuno para once personas. Un momento despu¨¦s, llamado de urgencia, el empleado que hab¨ªa sido nuestro angel guardi¨¢n de la noche anterior, lleg¨® al ¨²ltimo l¨ªmite de la paciencia. Aquel desayuno para once personas no pod¨ªa ser m¨¢s que otro error de las computadoras, que ya se supon¨ªan normalizadas por el cambio de clima. Como movido por un soplo revelador, el hombre se volvi¨® hacia m¨ª con una expresi¨®n afligida, y me dijo: "Espero que usted no vaya a escribir esto, por favor". Juro que hasta ese instante no se me hab¨ªa ocurrido. "Por supuesto que no", le dije. "Ni m¨¢s faltaba".
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