Los pobres traductores buenos
Alguien ha dicho que traducir es la mejor manera de leer. Pienso tambi¨¦n que es la m¨¢s dif¨ªcil, la m¨¢s ingrata y la peor pagada. Tradittore, traditore, dice el tan conocido refr¨¢n italiano, dando por supuesto que quien nos traduce nos traiciona. Maurice-Edgar Coindreau, uno de los traductores m¨¢s inteligentes y serviciales de Francia, hizo en sus memorias habladas algunas revelaciones de cocina que permiten pensar lo contrario. "El traductor es el mono del novelista", dijo, parafraseando a Mauriac, y queriendo decir que el traductor debe hacer los mismos gestos y asumir las mismas posturas del escritor, le gusten o no. Sus traducciones al franc¨¦s de los novelistas norteamericanos, que eran j¨®venes y desconocidos en su tiempo -William Faulkner, John Dos Passos, Ernest Hemingway, John Steinbeck-, no s¨®lo son recreaciones magistrales, sino que introdujeron en Francia a una generaci¨®n hist¨®rica, cuya influencia entre sus contempor¨¢neos europeos -incluidos Sartre y Camus- es m¨¢s que evidente. De modo que Coindreau no fue un traidor, sino todo lo contrario: un c¨®mplice genial. Como lo han sido los grandes traductores de todos los tiempos, cuyos aportes personales a la obra traducida suelen pasar inadvertidos, mientras se suelen magnificar sus defectos.Cuando se lee a un autor en una lengua que no es la de uno se siente deseo casi natural de traducirlo. Es comprensible, porque uno de los placeres de la lectura -como de la m¨²sica- es la posibilidad de compartirla con los amigos. Tal vez esto explica que Marcel Proust se muri¨® sin cumplir uno de sus deseos recurrentes, que era traducir del ingl¨¦s a alguien tan extra?o a ¨¦l mismo como lo era John Ruskin. Dos de los escritores que me hubiera gustado traducir por el solo gozo de hacer lo son Andre Malraux y Antoine de Saint-Exupery, los cuales, por cierto, no disfrutan de la m¨¢s alta estimaci¨®n de sus compatriotas actuales. Pero nunca he ido m¨¢s all¨¢ del deseo. En cambio, desde hace mucho traduzco gota a gota los Cantos de Giaccomo Leopardi, pero lo hago a escondidas y en mis pocas horas sueltas, y con la plena conciencia de que no ser¨¢ ese el camino que nos lleve a la gloria ni a Leopardi ni a m¨ª. Lo hago s¨®lo como uno de esos pasatiempos de ba?os que los padres jesuitas llamaban placeres solitarios. Pero la sola tentativa me ha bastado para darme cuenta de qu¨¦ dif¨ªcil es, y qu¨¦ abnegado, tratar de disputarles la sopa a los traductores profesionales.
Es poco probable que un escritor quede satisfecho con la traducci¨®n de una obra suya. En cada palabra, en cada frase, en cada ¨¦nfasis de una novela hay casi siempre una segunda intenci¨®n secreta que, s¨®lo el autor conoce. Por eso es sin duda deseable que el propio escritor participe en la traducci¨®n hasta donde le sea posible. Una experiencia notable en ese sentido es la excepcional traducci¨®n de Ulysses, de James Joyce, al franc¨¦s. El primer borrador b¨¢sico lo hizo completo y solo August Morell, quien trabaj¨® luego hasta la versi¨®n final con Valery Larbaud y el propio James Joyce. El resultado es una obra maestra, apenas superada -seg¨²n testimonios sabios- por la que hizo Antonio Houaiss al portugu¨¦s de Brasil. La ¨²nica traducci¨®n que existe en castellano, en cambio, es casi inexistente. Pero su historia le sirve de excusa. La hizo para s¨ª mismo, s¨®lo por distraerse, el argentino J. Salas Subirat, que en la vida real era un experto en seguros de vida. El editor Santiago Rueda, de Buenos Aires, la descubri¨® en mala hora, y la public¨® a fines de los a?os cuarenta. Por cierto, que a Salas Subirat lo conoc¨ª pocos a?os despu¨¦s en Caracas trepado en el escritorio an¨®nimo de una compa?¨ªa de seguros y pasando una tarde estupenda hablando de novelistas ingleses, que ¨¦l conoc¨ªa casi de memoria. La ¨²ltima vez que lo vi parece un sue?o: estaba bailando, ya bastante mayor y m¨¢s solo que nunca, en la rueda loca de los carnavales de Barranquilla. Fue una aparici¨®n tan extra?a que no me decid¨ª a saludarlo.
Otras traducciones, hist¨®ricas son las que hicieron al franc¨¦s Gustav Jean-Aubry y Phillipe Neel de las novelas de Josep Conrad. Este gran escritor de todos los tiempos -que en realidad se llamaba Jozef Teodor Konrad Korzeniowski- hab¨ªa nacido en Polonia, y su padre era precisamente un traductor de escritores ingleses y, entre otros, de Shakespeare. La lengua de base de Conrad era el polaco, pero desde muy ni?o aprendi¨® el franc¨¦s y el ingl¨¦s, y lleg¨® a ser escritor en ambos idiomas. Hoy lo consideramos, con raz¨®n o sin ella, como uno de los maestros, de la lengua inglesa. Se cuenta que les hizo la vida invivible a sus traductores franceses tratando de imponerles su propia perfecci¨®n, pero nunca se decidi¨® a traducirse a s¨ª mismo. Es curioso, pero no se conocen muchos escritores biling¨¹es que lo hagan. El caso m¨¢s cercano a nosotros es el de Jorge Sempr¨²n, que escribe lo mismo en castellano o en franc¨¦s, pero siempre por separado. Nunca se traduce a s¨ª mismo. M¨¢s raro a¨²n es el irland¨¦s Samuel Becket, premio Nobel de Literatura, que escribe dos veces la misma obra, tina vez en franc¨¦s y otra vez en ingl¨¦s. Es la misma obra en dos idiomas, pero su autor insiste en que la una no es la traducci¨®n de la otra, sino que son dos obras distintas en dos idiomas diferentes.
Hace unos a?os, en el ardiente verano de Pantelaria, tuve una enigm¨¢tica, experiencia de traductor. El conde Entico Cicogna, que fue mi traductor al italiano hasta su muerte, estaba traduciendo en aquellas vacaciones la novela Paradiso, del cubano Jos¨¦ Lezama Lima. Soy un admirador devoto de su poes¨ªa, lo fui tambi¨¦n de sil rara personalidad, aunque tuve pocas ocasiones de verlo, y en aquel tiempo quer¨ªa conocer mejor su novela herm¨¦tica. De modo que ayude un poco a Cicogna, m¨¢s que en la traducci¨®n, en la dura empresa de descifrar la prosa. Entonces comprend¨ª que, en efecto, traducir es la manera m¨¢s profunda de leer. Entre otras cosas, encontramos una firase cuyo sujeto cambiaba de g¨¦nero y de n¨²mero varias veces en menos de diez l¨ªneas, hasta el punto de que al final no era posible saber qui¨¦n era, ni cu¨¢ndo era, ni d¨®nde estaba. Conociendo a Lezama Lima, era posible que aquel desorden fuera deliberado, pero s¨®lo ¨¦l hubiera podido decirlo, y nunca pudimos pregunt¨¢rselo. La pregunta que se hac¨ªa Cicogna era si el traductor ten¨ªa que respetar en italiano aquellos disparates de concordancia o si deb¨ªa vertirlos con rigor acad¨¦mico. Mi opini¨®n era que deb¨ªa conservarlos, de modo que la obra pasara al otro idioma tal como era, no s¨®lo con sus virtudes, sino tambi¨¦n con sus defectos. Era un deber de lealtad con el lector en el otro idioma.
Para m¨ª no hay curiosidad m¨¢s aburrida que la de leer las traducciones de mis libros en los tres idiomas en que me ser¨ªa posible hacerlo. No me reconozco a m¨ª mismo, sino en castellano. Pero he le¨ªdo alguno de los libros traducidos al ingl¨¦s por Gregory Rabassa y debo reconocer que encontr¨¦ algunos pasajes que me gustaban m¨¢s que en castellano La impresi¨®n que dan las traducciones de Rabassa es que se aprende el libro de memoria en castellano y luego lo vuelve a escribir completo en ingl¨¦s: su fidelidad es m¨¢s compleja que la literalidad simple. Nunca hace una explicaci¨®n en pie de p¨¢gina, que es el recurso menos v¨¢lido y por desgracia el m¨¢s socorrido en los malos traductores. En este sentido, el ejemplo m¨¢s notable es el del traductor brasile?o de uno de mis libros, que le hizo a la palabra astromelia una explicaci¨®n en pie de p¨¢gina: flor imaginaria inventada por Garc¨ªa M¨¢rquez. Lo peor es que despu¨¦s le¨ª no s¨¦ d¨®nde que las astromelias no s¨®lo existen, como todo el mundo lo sabe en el Caribe, sino que su nombre es portugu¨¦s.
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