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Tribuna:El destino de la Tierra /3
Tribuna
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La segunda muerte de la humanidad

Si los pobladores de la Tierra autorizaran a un consejo a hacer todo cuanto fuera necesario para salvar a la humanidad de la extinci¨®n por causa de las armas nucleares, ¨¦ste podr¨ªa perfectamente decidir que un buen primer paso ser¨ªa ordenar la destrucci¨®n de todas las armas nucleares existentes en el mundo. Una vez cumplida la orden, sin embargo, los pa¨ªses belicosos o que estuvieran en guerra todav¨ªa estar¨ªan en condiciones de rehacer sus arsenales nucleares posiblemente en cuesti¨®n de unos cuantos meses. Un segundo paso l¨®gico, por tanto, ser¨ªa ordenar la destrucci¨®n de las f¨¢bricas donde se construyen las armas. Tambi¨¦n podr¨ªan reconstruirse las f¨¢bricas, y el margen de seguridad del mundo no habr¨ªa aumentado mucho. Un tercer paso, pues, ser¨ªa ordenar la destrucci¨®n de las f¨¢bricas que construyen las f¨¢bricas que fabrican las armas, una medida que podr¨ªa exigir la destrucci¨®n de una parte considerable de la econom¨ªa mundial.Un consejo muy resuelto podr¨ªa decidir, a continuaci¨®n, detener la econom¨ªa mundial en un nivel prenuclear arrojando los planos y los manuales t¨¦cnicos para la reconstrucci¨®n a la misma hoguera, que para entonces habr¨ªa consumido ya todo lo dem¨¢s; pero este recurso tambi¨¦n fracasar¨ªa en ¨²ltimo extremo, porque ser¨ªa f¨¢cil volver a trazar los planos y volver a escribir los manuales. Para poder recobrar la seguridad mediante medidas t¨¦cnicas, ¨²nicamente, tendr¨ªamos que desarmar la materia misma, devolverla al estado relativamente seguro, inerte, no explosivo de la f¨ªsica newtoniana del siglo XIX, algo que ni siquiera la f¨ªsica de nuestro tiempo puede ense?arnos c¨®mo se hace.

'Una de las formas m¨¢s comunes que reviste la esperanza de liberaci¨®n del peligro nuclear por medio de los avances t¨¦cnicos es la idea de que la especie se librar¨¢ de la extinci¨®n abandonando el planeta en naves espaciales. La idea parece ser que mientras que los hombres se destruyan en la Tierra, las comunidades que salgan al espacio ser¨¢n capaces de sobrevivir y seguir adelante. Esta idea no le hace justicia a la Tierra, el lugar donde hemos nacido, el h¨¢bitat en el que vivimos.

Seg¨²n la Biblia, cuando Ad¨¢n y Eva comieron el fruto del ¨¢rbol de la ciencia, Dios les castig¨® quit¨¢ndoles el privilegio de la inmortalidad y conden¨¢ndoles a ellos y a su especie a la muerte. Ahora nuestra especie ha comido m¨¢s a fondo la fruta del ¨¢rbol de la ciencia y ha afrontado, cara a cara, una segunda muerte: la muerte de la humanidad.

La posibilidad de que los vivos puedan impedir que lleguen a vivir la generaciones futuras nos obliga a planteamos algunos interrogantes b¨¢sicos sobre nuestra existencia, el m¨¢s profundo de los cuales es el que hace referencia al significado que para nosotros tienen las personas que no han nacido todav¨ªa, y a la mayor¨ªa de las cuales jam¨¢s- llegaremos a conocer, aun cuando nazcan. Nadie se ha preocupado nunca de plantear esta pregunta antes de nuestra ¨¦poca, porque ninguna generaci¨®n anterior a la nuestra ha tenido en sus manos la vida y la muerte de la especie. Pero si apenas podemos Regar a comprender la posible muerte en un holocausto de los miles de millones de personas que viven actualmente, ?c¨®mo vamos a llegar a comprender la vida o la muerte de? infinito n¨²mero de posibles personas que todav¨ªa no existen en absoluto?

La creaci¨®n de un mundo com¨²n es el uso que los seres humanos, y ninguna otra de las criaturas de la Tierra, hemos hecho de la circunstancia biol¨®gica conforme a la cual cada uno de nosotros es mortal; pero nuestra especie es biol¨®gicamente inmortal. Si la humanidad no hubiese creado un mundo com¨²n, Ia especie seguir¨ªa sobreviviendo a sus miembros individuales y seguir¨ªa siendo inmortal, pero nosotros desconocer¨ªamos esta inmortalidad, que no servir¨ªa para nada, como ocurre en el reino animal, y las generaciones, ignorantes de la existencia de las otras, se suceder¨ªan como las olas en la playa, dejando todo exactamente igual que como estaba.

La utilidad de la vida

La cuesti¨®n del valor de cada vida humana individual, al igual que la cuesti¨®n del valor de la humanidad, plantea tambi¨¦n la cuesti¨®n de cu¨¢l pueda ser la utilidad de la vida -si es que podemos decir, efectivamente, que la vida sirve para algo-, pero con una diferencia crucial, y es que mientras que el individuo puede sacrificar su propia vida por otros, la humanidad no puede hacer nada similar pues incluye en s¨ª misma a todos los otros posibles. Al enfrentarse el hecho desconcertante de que, si bien podemos tratar de juzgar el valor de todas las cosas de la creaci¨®n pregunt¨¢ndonos en qu¨¦ medida sirven como medio para alg¨²n fin de la humanidad, ¨¦sta, por su parte, no parece ser un medio para ning¨²n fin, y, por consiguiente desde este punto de vista, es, estrictamente hablando, in¨²til.

Es te¨®ricamente, posible, naturalmente, que lleguemos a descu brir en el espacio otras criaturas dotadas de las facultades mentales, psicol¨®gicas y espirituales que actualmente distinguen a los seres humanos de todas las dem¨¢s formas de vida, y que entonces podamos valorarnos en relaci¨®n con ellas conforme a un patr¨®n de medida adecuado qu¨¦ surgir¨¢ por si solo en cuanto aparezcan esas criaturas. Incluso ahora mismo podemos imaginar libremente que una criatura extraterrestre o alg¨²n dios podr¨ªa medir nuestra p¨¦rdida consider¨¢ndola como una brecha de determinada magnitud y tama?o en el orden de una creaci¨®n universal viv¨ªente de cuya existencia no somos, por ahora, conscientes. Pero estas elevadas lucubraciones, en las que abandonamos nuestra perspectiva humana para adoptar otra sobrehumana y puramente especulativa, son una evasi¨®n, porque nos elevan limpiamente por encima del dilema humano que tenemos la obligaci¨®n de afrontar.

Otra perversi¨®n de las ideas religiosas estrechamente emparentada con la anterior, e incluso m¨¢s grave, es la sugerencia formulada por algunos tradicionalistas cristianos de Estados Unidos, para quienes el holocausto nuclear que amenazamos con desencadenar es el d¨ªa del fin del mundo con que Dios amenaz¨® en la Biblia a la humanidad. Con esta identificaci¨®n, no solamente nos arrogamos el conocimiento de Dios, sino tambi¨¦n su voluntad. Sin embargo, no es Dios quien, seleccionando y escogiendo entre las cosas de su Creaci¨®n, nos amenaza, sino nosotros mismos, y la extinci¨®n por medio de las armas nucleares no ser¨ªa el D¨ªa del Juicio Final, en el que Dios destruye el mundo, pero hace que se levanten los muertos y despu¨¦s juzga con perfecta justicia a todos los que han vivido; ser¨ªa la destrucci¨®n profundamente insensata y totalmente injusta de la humanidad llevada a cabo por los mismos hombres.

Imaginar que Dios gu¨ªa nuestra mano en esta acci¨®n ser¨ªa literalmente la m¨¢s absoluta evasi¨®n de nuestra responsabilidad como seres humanos, una responsabilidad que recae sobre nosotros porque (siguiendo un momento m¨¢s con la interpretaci¨®n religiosa) tenemos el libre albedr¨ªo que Dios nos concedi¨®.

En todo lo que he venido diciendo hasta ahora en torno al dilema nuclear hay una perplejidad impl¨ªcita que me gustar¨ªa tratar ahora expl¨ªcitamente, porque, en mi opini¨®n, conduce al cogollo mismo de nuestra reacci¨®n -o, mejor dicho, de nuestra falta de reacci¨®n- ante el dilema. Ya he se?alado que nuestra especie es la m¨¢s importante de las cosas que, como habitantes de un mundo com¨²n, heredamos de las generaciones pasadas; pero no basta con se?alar esta importancia superior, como si al encarar el problema de la extinci¨®n se nos pidiera que eligi¨¦ramos entre, por ejemplo, la libertad, por un lado, y la supervivencia- de la especie, por otro.

Porque la especie no solamente abarca, sino que tambi¨¦n contiene todos los beneficios de la vida en el mundo com¨²n, y hablar de la necesidad de sacrificar la especie en nombre de estos beneficios desemboca en el absurdo de querer destruir una cosa a fin de conservar una de sus partes; algo as¨ª como si alguien intentara quemar una casa para poder volver a decorar la sala de estar, o matar a una persona para mejorar su car¨¢cter. Pero al se?alar este absurdo no se capta todav¨ªa en toda su amplitud el peligro de la extinci¨®n, porque la humanidad no es un objeto valios¨ªsimo que est¨¦ fuera de nosotros y que queramos proteger para poder seguir benefici¨¢ndonos de ¨¦l; la humanidad, m¨¢s bien, somos nosotros mismos, y sin nosotros todo lo que existe de a de tener valor.

Decir esto es otra forma de decir que la extinci¨®n no es un fen¨®meno ¨²nico porque destruya a la humanidad como objeto, sino porque destruye a la humanidad como

Copyright Jonathan Schell. Argos Vergara, 1982.

La segunda muerte de la humanidad

fuente ¨²nica de todos los sujetos humanos, y esto, a su vez, es otra forma de decir que la extinci¨®n es una segunda muerte, porque nadie ha visto nunca la extinci¨®n, y nadie la ver¨¢ jam¨¢s. La extinci¨®n es, pues, un futuro humano que jam¨¢s podr¨¢ llegar a ser un presente humano.

En efecto, ?qui¨¦n sufrir¨¢ esta p¨¦rdida, que en cierto sentido creemos que es la p¨¦rdida suprema? Nosotros , los vivos, no la sufriremos: estaremos muertos. Tampoco los que no han nacido derramar¨¢n l¨¢grimas por haber perdido la oportunidad de existir; para hacerlo, tendr¨ªan que existir. La perplejidad que tiene toda la cuesti¨®n de la extinci¨®n es, pues, que aunque pueda parecemos la mayor desgracia que podr¨ªa llegar a sufrir jam¨¢s la humanidad, no parece que le ocurra a nadie y nos preguntamos d¨®nde se notar¨¢ su impacto, y qui¨¦n lo padecer¨¢.

El mal radical

La distinci¨®n entre causar da?o a los habitantes del mundo y la llegada del fin del mundo -o incluso del fin de un mundo, como ocurri¨® con los jud¨ªos europeos durante la ¨¦poca de Hitler- podr¨ªa proporcionarnos una clave para entender la naturaleza de lo que Arendt, tomando prestada una expresi¨®n de Kant para describir los cr¨ªmenes sin precedentes cometidos en la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin, califica de mal radical El aut¨¦ntico sello que caracteriza al mal radical, "acerca de cuya naturaleza tan poco sabemos", dice Arendt, es que no sabemos c¨®mo castigar esos cr¨ªmenes ni tampoco c¨®mo perdonarlos, y, por tanto, estos delitos "trascienden el reino de lo humano y las potencialidades del poder humano, ambos radicalmente destruidos cada vez que se cometen esos cr¨ªmenes".

Cada aparici¨®n del mal radical ya es una peque?a extinci¨®n, y deber¨ªa entenderse desde este punto de vista. Entre la muerte individual y la extinci¨®n biol¨®gica, por tanto, hay otros posibles niveles de eliminaci¨®n que tienen algunas de las caracter¨ªsticas de la extinci¨®n. Uno de ellos es el "fin de la civilizaci¨®n", es decir, la total desorganizaci¨®n y descalabro de la vida humana, que rompe los v¨ªnculos entre el pasado y el futuro de la humanidad. El fin de una civilizaci¨®n, el genocidio y la extinci¨®n, tienen en com¨²n el hecho de ser ataques que no van dirigidos solamente contra las personas y las instituciones vivas, sino contra la herencia biol¨®gica o cultural que los seres humanos se van transmitiendo de generaci¨®n en generaci¨®n; es decir, que son cr¨ªmenes contra el futuro.

El hecho de que lo que las superpotencias pretenden conseguir si estallara un holocausto (dejando por el momento de lado los efectos colaterales o secundarios) es llevar a cabo el genocidio del otro bando, borrar de la faz de la Tierra el pueblo y la cultura del adversario, subraya asimismo la semejanza entre genocidio y extinci¨®n. Por su propia naturaleza, la extinci¨®n humana no tiene ni tendr¨¢ nunca un precedente, pero los episodios de mal radical que ha vivido hasta ahora el mundo nos advierten de que no porque sean impensables dejar¨¢n de cometerse cr¨ªmenes monstruosos y ves¨¢nicos. Por el contrario, puede que por ello mismo sean tanto m¨¢s probables. Heinrich Himmler, uno de los principales protagonistas de la destrucci¨®n de los jud¨ªos, aseguraba de cuando en cuando a sus subordinados que sus esfuerzos eran especialmente nobles porque al asumir la penosa tarea de crear una Europa libre de jud¨ªos libraban "batallas que las generaciones futuras no tendr¨¢n que volver a librar". Su observaci¨®n puede aplicarse perfectamente a un holocausto nuclear, que podr¨ªa crear una Tierra "libre de seres humanos".

36 a?os de pasividad

Hay constancia de que en nuestros 36 a?os de vida en un mundo que posee armas nucleares nos hemos mostrado generalmente pasivos ante el peligro nuclear, y me gustar¨ªa analizar m¨¢s detenidamente ahora qu¨¦ ha representado esta pasividad para nuestro mundo.

Reconocemos intelectualmente que hemos preparado nuestra autoexterminaci¨®n, y que cada d¨ªa la preparamos mejor, pero emotiva y pol¨ªticamente no hemos sido capaces de reaccionar.

El coste moral del armamento nuclear consiste en que nos convierte a todos en avales de la matanza de cientos de millones de personas y de la anulaci¨®n de las futuras generaciones, acci¨®n que no disculpa en lo m¨¢s m¨ªnimo el hecho de que cada uno de los bandos piense llevar¨ªa a cabo solamente como represalia. De hecho como veremos, esta represalia es una de las acciones menos justifi cables que se hayan concebido ja m¨¢s, por ser absolutamente in¨²til

La preservaci¨®n de la especie

Una nueva clase de generaciones empieza con la generaci¨®n que no ha llegado a conocer un mundo sin la amenaza de las armas nucleares. Cada persona de esta nueva clase est¨¢ Ramada a asumir su parte de, responsabilidad en la empresa de garantizar la existencia de todas las generaciones futuras

Y de este nuevo sentido de la responsabilidad debe surgir un programa mundial de acci¨®n para la preservaci¨®n de la especie. Este programa gaxantizar¨ªa la existencia de los que todav¨ªa no han nacido y dejar¨ªa constancia del honor y la humanida,d de los vivos.

Su puesta en pr¨¢ctica supondr¨ªa la fundaci¨®n de un nuevo mundo com¨²n, que superar¨ªa notablemente por su. importancia y la solidez de sus v¨ªnculos el antiguo mundo com¨²n prenuclear. Sin un programa as¨ª en marcha, cualquier otra cosa que emprendamos juntos carecer¨¢ de todo sentido pr¨¢ctico o moral. De este modo, el peligro nuclear, aunque por primera vez en la historia pone a todo el mundo com¨²n en peligro, introduce en ¨¦l muchas cosas que antes quedaban fuera, sobre todo la herencia biol¨®gica terrestre. El peligro que corre nuestra sustancia biol¨®gica afecta incluso a las cosas que pertenecen a lo que Arendt llam¨® el "reino de lo privado", de modo que en ¨²ltimo t¨¦rmino no solamente cambia el sentido de las instituciones, las artes y las ciencias -la duradera, fuerte estruc tura del mundo-, sino tambi¨¦n el de las cosas fugaces: la sensaci¨®n el deseo, "el rel¨¢mpago estival de la felicidad individual" (Alexander Herzen). Las cosas fugaces pare cen incluso m¨¢s vacilantes a la luz de la nueva doble mortalidad de la vida.

Al exigirnos que cuidemos la vida de los que no han nacido, el peligro de extinci¨®n nos remonta al antiguo principio del car¨¢cter sagrado de la vida humana, pero nos lleva hasta ¨¦l por un nuevo camino. En lugar de exigimos que no matemos a nuestro pr¨®jimo, nos pide que le permitamos nacer. Si fuera posible hablar de un beneficio derivado del peligro nuclear podr¨ªamos decir que ha sido beneficioso en la medida en que nos in vita a ser m¨¢s profundamente conscientes del milagro del nacimiento y de la renovaci¨®n del mundo. "Porque un ni?o ha nacido entre nosotros". Lo cual es verdaderamente una buena noticia.

Pero cuando apartamos la vista de la extinci¨®n, que nos silencia con su nada, para contemplar la abundancia de la vida, volvemos a quedarnos mudos, debido esta vez a la plenitud de lo que vemos. La muerte es un misterio, pero la vida tambi¨¦n lo es, y mayor incluso. Descubrimos la grandiosidad, la insondabilidad e indefinibilidad de nuestra especie. (Auden ha observado que la naturaleza humana no puede ser definida, porque la definici¨®n es un acto hist¨®rico que puede trastomar la realidad humana que trata de definir.) No podemos sentir m¨¢s que un temor reverencial ante un misterio que es, al mismo tiempo, lo que somos y algo que rebasa nuestro entendimiento.

El primer principio de una vida en el nuevo mundo com¨²n ser¨ªa el del respeto a los seres humanos, tanto los nacidos como los que estuvieran todav¨ªa por nacer, basado en nuestro amor com¨²n por la vida y en el riesgo com¨²n que suponen nuestros propios poderes e inclinaciones destructivos. Este respeto nacer¨ªa de la gratitud de cada generaci¨®n hacia las generaciones anteriores por haberla permitido existir. Cada generaci¨®n se ver¨ªa a s¨ª misma como una delegaci¨®n elegida por una asamblea de todos los muertos y todos los que todav¨ªa no han nacido para que les representase en la vida. Los vivos considerar¨ªan entonces la vida como todo representante pol¨ªtico electo deber¨ªa entender su elec ci¨®n a un cargo: como una confianza temporal que hay que utilizar para el bien com¨²n. Porque si la superficie del globo es la anchura del mundo, el tiempo, que la pol¨ªtica tiene ahora la misi¨®n de garan tizar, es su profundidad, y no podemos esperar que el mundo sea coherente en el plano horizontal si no posee coherencia en el plano vertical. En este nuevo mundo, el pueblo que forma las generaciones actuales ser¨¢, si es capaz de cumplir su responsabilidad, el m¨¢s viejo de los abuelos, y desempe?ar¨ªa un papel de fundador.

Un segundo principio de la vida en el mundo com¨²n nuclear ser¨ªa el del respeto a la Tierra. Este respeto no es sino una plena comprensi¨®n del principio ecol¨®gico, seg¨²n el cual el medio ambiente terrestre no debe entenderse simplemente como un elemento que nos rodea y en el que es m¨¢s o menos agradable vivir, sino como el soporte de la vida de los hombres y todas las dem¨¢s especies. Ya es visible a nuestro alrededor la unicidad de la Tierra como sistema que sostiene la vida.

Hoy d¨ªa, por mucho que los estadistas se esfuercen en afirmar el poder soberano de sus naciones, lo cierto es que todos ellos est¨¢n atrapados en una red cada vez m¨¢s fina de vida mundial, en la que la supervivencia de cada pa¨ªs requiere la supervivencia de los dem¨¢s. Nadie tiene derecho soberano a destruir la creaci¨®n terrestre de la que depende la supervivencia de todos.

Poder soberano

La Tierra se parece cada vez m¨¢s a un ¨²nico ente, o, por utilizar la met¨¢fora del doctor Thomas, a una ¨²nica c¨¦lula, habitada por miles de millones de inteligencias y voluntades individuales. En estas circunstancias, utilizar la violencia es como atacar a la mano derecha con la mano izquierda, o como si ambas manos atacaran a la garganta. Queremos conservar la independencia mental y volitiva de cada persona -porque nuestra libertad consiste en esto-, pero al hacerlo no debemos aniquilar el cuerpo celestial en el que todos nosotros nos hemos encarnado.

Un tercer principio ser¨ªa el del respeto a Dios, o a la naturaleza, o al nombre que cada uno quiera darle al polvo universal que nos h¨ªzo o que se convirti¨® en nosotros. Debemos recordar que no nos hemos creado a nosotros mismos ni como individuos ni como especie. Y necesitamos recordar que nuestro poder amplificado no es poder creador, sino ¨²nicamente destructivo. Podemos matar a todos los seres humanos y cerrar la fuente de la que brota la vida de todas las personas futuras, pero no podemos crear ni un solo ser humano, y mucho menos crear las condiciones terrestres que ahora nos permiten vivir a nosotros y a otras formas de vida. Incluso nuestro poder de destrucci¨®n nos es casi ajeno. Como propiedad fundamental de la materia, la energ¨ªa nuclear fue creada por la naturaleza, y nosotros nos limitamos a descubrirla. (Lo que es verdaderamente nuestro es el conocimiento que nos ha permitido explotar esa energ¨ªa.)

Con respecto a la creaci¨®n, las cosas permanecen donde siempre han estado: unos poderes extrahumanos realizan el milagro, y los seres humanos reciben los frutos. Nuestro modesto papel no consiste en crear, sino ¨²nicamente en conservarnos a nosotros mismos. La otra opci¨®n ser¨ªa entregarnos a las tinieblas m¨¢s absolutas y eternas: unas tinieblas en las que no quedar¨¢ ning¨²n pa¨ªs, sociedad, ideolog¨ªa, civilizaci¨®n; unas tinieblas en las que po volver¨¢ nunca a nacer ning¨²n ni?o; una oscuridad en la que nunca jam¨¢s volver¨¢n a aparecer seres humanos sobre la Tierra, y donde no habr¨¢ nadie que recuerde que los hubo antiguamente.

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