Poder m¨ªtico y poder pol¨ªtico
Para un cat¨®lico el Papa es el representante de Cristo en la tierra. Sin ser divino como lo era, verbigracia, el fara¨®n egipcio, concentra en ¨¦l, sin embargo, los t¨ªtulos de sacerdote y de rey. El sacerdocio y la realeza iban juntos en las sociedades antiguas y quien los pose¨ªa pod¨ªa otorgar beneficios a los hombres haciendo benigna a la naturaleza. El Papa, Santo Padre o Romano Pont¨ªfice ejerce, por su parte, un papel de puente, de mediador: puesto como vicario por un Dios al que no se ve, es el guardi¨¢n celoso de la fe y de las costumbres de una comunidad en tr¨¢nsito por este mundo. Su poder no lo plasma dominando las leyes naturales; su poder es mayor si cabe, ya que aunque las leyes de la naturaleza puedan fallar, ¨¦l no falla. El Papa es infalible. Cosa l¨®gica pues si nadie extrav¨ªa voluntariamente a un fiel delegado, mucho menos un Dios todopoderoso permitir¨¢ que se equivoque el conductor de su Iglesia. El Papa, en l¨ªnea con el ap¨®stol Pedro, no puede errar cuando, seg¨²n palabras consagradas, habla ex catedra.
Lo dicho no tiene por qu¨¦ sonar raro a o¨ªdo alguno. Creyentes e incr¨¦dulos, seguidores de la sobria raz¨®n y entusiastas de las locuras de la imaginaci¨®n, pertenecen a un universo cultural en el que tales nociones hunden sus ra¨ªces a fondo. Est¨¢ de m¨¢s, por tanto, insistir en que el Papa es un simple invento del imperio romano moribundo o un personaje m¨¢s lejano que un mandar¨ªn, o un residuo, en suma, tan oscuro que s¨®lo es claro para el cat¨®lico. Quien as¨ª opine lo ¨²nico que manifiesta es la ignorancia del medio en el que,se mueve. No entender nada del Papa, pues, es no entender que uno no es fruto de la generaci¨®n espont¨¢nea, sino de una vieja y tortuosa historia en la que suceden cosas como el que haya Papas.
Hay otro hecho m¨¢s importante a¨²n. El visitante actual choca contra nuestras costumbres m¨¢s ilustradas s¨®lo de una manera superficial. La inhibici¨®n o el desprecio de los cultos es, a veces, m¨¢s una pose que aut¨¦ntica verdad. Los gestos y modos papales, por no hablar de la imposici¨®n de la doctrina (que recuerda a la forma seg¨²n la cual Humpty-Dumpty daba valor a las palabras. As¨ª, se preguntaba en un catecismo franc¨¦s por qu¨¦ el comunismo era malo y la respuesta era tajante: porque lo quiere el Papa), chirriar¨ªan a la mente moderna. Resulta, sin embargo, que otros l¨ªderes le son, en cuanto l¨ªderes, bien semejantes. Por mucho que estos hayan secularizado sus formas conservan, no obstante, el doctrinarismo misionero.
Su olor m¨ªtico s¨®lo lo disimulan con el perfume de la modernidad. Como escribi¨® un conocido fil¨®sofo contempor¨¢neo: "Si los primitivos expusieran su conocimiento de la naturaleza, este no se diferenciar¨ªa, fundamentalmente, del nuestro. Es s¨®lo su magia la que es distinta". Aplic¨¢ndolo al caso: las diferencias externas en la magia no suelen dificultar ver los grandes parecidos de fondo. El Papa, en fin, no s¨®lo es un fen¨®meno de nuestra cultura del pasado, sino que nos recuerda la extendida magia del presente.
Ahora bien, el Papa y el papado -reconocer¨¢ el creyente- humanos permanecen. Y en cuanto tales recorren las peripecias de la especie humana. Hay historias del papado realmente suculentas. Desde los puestos y depuestos por la emperatriz Teodora, pasando por los finos renacentistas, hasta este Papa polaco que escribe poemas -y enc¨ªclicas, naturalmente- y viaja ahora por Espa?a, los tenemos para todos los gustos. Sus virtudes humanas o sus vicios no menos humanos en nada afectar¨ªan -tambi¨¦n reconoce el creyente- al poder espiritual que posee. Como es puente, una parte principal se sit¨²a en la orilla, y tal orilla est¨¢ tan manchada como cualquiera de las aventuras de los mortales.
Sacerdote y rey
Pero el tema del Papa tiene, adem¨¢s, un valor pol¨ªtico. Y es que como el poder espiritual s¨®lo se capta -?qu¨¦ le vamos a hacer!- en sus manifestaciones corporales y terrenales, tales manifestaciones a todos salpican, desde los imp¨¢vidos creyentes a los fervorosos ateos. Deteng¨¢ monos un momento en ello. El Papa ejerce su poder, en primer lugar, desvelando algunos de los secretos de la naturaleza. A decir verdad, s¨®lo de la naturaleza humana, ya que cuando ha hecho excursiones a la naturaleza a secas ha ca¨ªdo en el rid¨ªculo. Y si no que se lo pregunten a Galileo. De esta manera, da al creyente las normas por las que dicho creyente ha de regir su conducta. Si el matrimonio es indisoluble, el divorcio es malo. Y como con el matrimonio va la educaci¨®n sexual, la p¨ªldora, el aborto, la educaci¨®n de la prole y un mont¨®n de cosas m¨¢s, el mandato divino se posa en medio de la vida de los hombres. Pero no s¨®lo es positivo y revelado ese mandato, sino que el Papa, como privilegiado int¨¦rprete, dice llegar a verdades de derecho natural. Una vez m¨¢s es sacerdote y rey. Con lo cual es la naturaleza la que cae bajo un telescopio que no tiene por qu¨¦ coincidir con la simple mirada de muchos ciudadanos a los que no se les ha dado el don de mirar tan hondo en las cosas. Y no vale decir que tales ense?anzas las dirige el Papa s¨®lo a los creyentes, puesto que estos, por muy espirituales que sean, se expresan -?qu¨¦ le vamos a hacer!- corporal y terrenalmente. Por eso, donde su poder es efectivo (piense el lector un pa¨ªs caulquiera) conseguir¨¢n leyes, dinero y, lo que es peor, prohibiciones que, al final, est¨¢n m¨¢s de acuerdo con aquellas especiales interpretaciones que con las ganas o la voluntad del pueblo en cuesti¨®n.
En segundo lugar, el Papa ejerce su poder sobre "los hombres de buena voluntad". Desde su Estado romano entra en el juego de intereses de los Estados nacionales. Sus palabras, sus presiones y sus influencias tendr¨ªan como meta la depuraci¨®n de la moral, la defensa de los derechos humanos y cosas an¨¢logas. Los otros Estados est¨¢n listos a la colaboraci¨®n, aunque s¨®lo sea por la habitual sensibilidad del pol¨ªtico respecto a la religi¨®n -el poder conoce al poder-; tanto para aliarse con ella como para defenderse de una potencial enemiga.
Naturalmente, las cosas no siempre fueron as¨ª. Cuando los Estados pontificios a?ad¨ªan al dominio sobre las conciencias un buen ej¨¦rcito, la paz se obten¨ªa en el campo de batalla, lo cual es una manera muy especial de conseguir la paz -se dice- fundamentalmente moral y la idea anterior de puente viene a cuento para ejemplificar el deseo de mediar entre distintos reg¨ªmenes y hasta entre distintas ideolog¨ªas. Hay algunas ideolog¨ªas, por cierto, que, en principio, no gozar¨ªan de su favor, como es el caso de las que se declaran abiertamente materialistas. Esto no obsta -y son los milagros de la pol¨ªtica y de la supervivencia- para que se pueda entender a las mil maravillas con reg¨ªmenes que niegan, claramente, lo que el Papa afirma.
Lo del poder pol¨ªtico no tendr¨ªa mucha importancia si el poder del Papa fuera poco. No es as¨ª. Dificilmente podr¨ªa extenderse, en caso contrario, la abrumadora presencia que exhibe en estos momentos en Espa?a. M¨¢s a¨²n, si alguien se atreviera a poner en cuesti¨®n su figura ser¨ªa barrido inmediatamente de los medios de difusi¨®n. El poder del Papa es real y no es indiferente que se actualice de una o de otra manera. De ah¨ª que sea de importancia su uso.
Al margen de la racionalidad o no de las creencias cristianas, el asunto es que no es lo mismo Juan XXIII que P¨ªo XII, o Juan Pablo II que ning¨²n Papa. En una sociedad aparentemente cient¨ªfica, pero realmente m¨ªtica, con muchos intereses y no menos inercias, no da igual el poder del Papa. Su poder pol¨ªtico llueve sobre todos.
Con lo dicho, en modo alguno quisiera ironizar sobre los creyentes. Como ya ense?¨® Epicuro, de bien nacidos es respetar las costumbres del pueblo en el que uno estuviera. El mayor respeto, en suma, para las creencias cristianas y todav¨ªa m¨¢s para sus ritos. Lo que ocurre es que los cat¨®licos han de aceptar la cr¨ªtica como consustancial al derecho que ellos tienen a que se respete su manera de ver el mundo. Quien quiere que le dejen en paz ha de dejar, primero, en paz a los dem¨¢s.
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