La penumbra del escritor de cine
En Fregene, una localidad marina cerca de Roma, muri¨® hace poco mi muy querido amigo Franco Solinas, uno de los escritores de cine mejor calificados de nuestro tiempo. Creo que no alcanz¨® a terminar su ¨²ltimo gui¨®n, que hab¨ªa trabajado junto con el director Costa Gavras, sobre el tema actual y apasionante del pueblo sin tierra de Palestina. Varios directores de renombre mundial debieron de quedarse esperando su turno, pues sol¨ªan aceptar las esperas largas e imprevisibles a que les obligaban los numerosos compromisos de Franco Solinas. Este era, de todos modos, un caso raro en su medio: no acept¨® nunca trabajar en m¨¢s de un gui¨®n al mismo tiempo, y a ¨¦se consagraba toda su energ¨ªa, su paciencia infinita y su autocr¨ªtica implacable, durante un tiempo que era imposible calcular de antemano. Un a?o de trabajo diario era su promedio para cada gui¨®n. Su obra maestra fue, sin duda, La batalla de Argel, que escribi¨® para el director Gillo Pontecorvo, para quien escribi¨® tambi¨¦n La queimada. Para Costa Gavras escribi¨® Estado de sitio, y para Joseph Losey escribi¨® Mr. Klein. La lista de sus pel¨ªculas no es muy larga, pero es de muy alta calidad. Para mi gusto, fue uno de los profesionales m¨¢s rigurosos en uno de los oficios m¨¢s dif¨ªciles y menos servidos, y tambi¨¦n de los m¨¢s ingratos. Prueba de esto ¨²ltimo es que la noticia de la muerte de Franco Solinas ha pasado casi inadvertida, aun para las publicaciones especializadas, y muy pocos amigos personales y admiradores sabemos a ciencia cierta lo que hemos perdido.Esta es, en todo caso, una oportunidad para reflexionar sobre el destino de penumbra de los escritores de cine. Nadie sabe qui¨¦nes son, a menos que sean conocidos como escritores de otra cosa, y en este caso, hasta ellos mismos tienen la tendencia a pensar que su 1,rabajo para el cine es el secundai-io. Un recurso para comer. Las revistas de cine se fijan, por encima de todo, en el director -no sin raz¨®n- y pocas veces recuerdan que, antes de llegar a la pantalla, toda pel¨ªcula tiene que haber pasado por la prueba de fuego de la letra escrita. De modo que son los escritores, y no los directores, quienes suministran la base literaria que sustenta la pel¨ªcula. Lo cual, por cierto, no est¨¢ bien ni para la literatura ni el cine.
Despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial, los escritores de cine vivieron su cuarto de hola con la aparici¨®n en primer plano del guionista Cesare Zavattini, un italiano imaginativo y con un coraz¨®n de alcachofa, que le infundi¨® al cine de su ¨¦poca un soplo de humanidad sin precedentes. El director que realiz¨® sus mejores argumentos fue Vittorio de Sicca, su gran amigo, y estaban tan identificados que no era f¨¢cil saber d¨®nde terminaba uno y d¨®nde empezaba el otro. Fueron ellos las dos estrellas mayores del neorrealismo, en cuyo cielo hab¨ªa otras tan radiantes como Roberto Rossellini. Juntos hicieron Ladrones de bicicletas, Milagro en Mil¨¢n, Humberto D y otras inolvidables. Se hablaba entonces de las pel¨ªculas de Zavattini como se habla de las pel¨ªculas de Bertolucci: como si aqu¨¦l fuera el director. En la pr¨¢ctica, fueron muy pocas las pel¨ªculas italianas de aquellos tiempos cuyos guiones no pasaron por el rastrillo purificador de Zavattini, quien aparec¨ªa siempre en el ¨²ltimo lugar de los cr¨¦ditos s¨®lo porque ¨¦stos eran dados por orden alfab¨¦tico. Su fecundidad era tal que, dicen quienes lo conoc¨ªan en ese tiempo, ten¨ªa un archivador enorme atiborrado de argumentos sint¨¦ticos en tarjetas. Los productores, siempre escasos de temas, acud¨ªan a ¨¦l desesperados. En alguna ocasi¨®n, uno de ellos le pidi¨® con urgencia una historia de amor, y Zavattini le pregunt¨® muy en serio: "?La quiere sin perrito o con perrito?" Toda una generaci¨®n fan¨¢tica del cine se fue a estudiar en el Centro Experimental de Cinematograf¨ªa, en Roma, con la esperanza de que fuera Zavattini quien lo ense?ara.
Fue una excepci¨®n. En realidad, el destino del escritor de cine est¨¢ en la gloria secreta de la penumbra, y s¨®lo el que se resigne a ese exilio interior tiene alguna posibilidad de sobrevivir sin amargura. Ning¨²n trabajo exige una mayor humildad. M¨¢s a¨²n: debe considerarse como un factor transitorio en la creaci¨®n de la pel¨ªcula y es una prueba viviente de la condici¨®n subaltema del arte del cine. Mientras ¨¦ste necesite de un escritor, o sea, del auxiliar de un arte vecino, no lo grar¨¢ volar con sus propias alas. Ese es uno de sus l¨ªmites. El otro, y todav¨ªa m¨¢s grave, por supues to, es su compromiso industrial. El propio director termina por darse cuenta, tarde o temprano, de que tampoco es mucho lo que ¨¦l puede hacer dentro del estrecho margen de creaci¨®n que le dejan las cuentas del productor, por un lado, y los fantasmas prestados del escritor, por el otro. Es un milagro que todav¨ªa pueda tener la impresi¨®n de que ha logrado expresarse a fondo dentro de ese callej¨®n enrarecido. Por eso me absombra tanto, y me alegra tanto, cada vez que encuentro una pel¨ªcula capaz de hacerme llorar, que es lo que uno va buscando en el fondo de su alma cuando se apagan las luces de la sala.
En estos d¨ªas de tantas entrevistas, una pregunta que se ha repetido sin tregua es la de mis relaciones con el cine. Mi ¨²nica respuesta ha sido la misma de siempre: son las de un matrimonio mal avenido. Es decir, no puedo vivir sin el cine ni con el cine, y, a juzgar por la cantidad de ofertas que recibo de los productores, tambi¨¦n al cine le ocurre lo mismo conmigo. Desde muy ni?o, cuando el coronel Nicol¨¢s M¨¢rquez me llevaba en Aracataca a ver las pel¨ªculas de Tom Mix, surgi¨® en m¨ª la curiosidad por el cine. Empec¨¦, como todos los ni?os de entonces, por exigir que me llevaran detr¨¢s de la pantalla para descubrir c¨®mo eran los intestinos de la creaci¨®n. Mi confusi¨®n fue muy grande cuando no vi nada m¨¢s que las mismas im¨¢genes al rev¨¦s, pues me produjo una impresi¨®n de c¨ªrculo vicioso de l¨¢ cual no pude restablecerme en mucho tiempo. Cuando por fin descubr¨ª c¨®mo era el misterio, me atorment¨® la idea de que el cine era un medio de expresi¨®n m¨¢s completo que la literatura, y esa certidumbre no me dej¨® dormir tranquilo en mucho tiempo. Por eso fui uno de los tantos que viajaron a Roma con la ilusi¨®n de aprender la magia secreta de Zavattini, y tambi¨¦n uno de los que apenas lograron verlo a distancia. Ya para entonces hab¨ªa ganado en Colombia una batalla para el cine. Cuando llegu¨¦ al espectador de Bogot¨¢, en 1954, la ¨²nica cr¨ªtica de cine posible en el pa¨ªs era la complaciente. De no ser as¨ª, los exhibidores amenazaban con suspender los anuncios de las pel¨ªculas, que son para la Prensa una apreciable fuente de ingresos. Con el respaldo de los directores del peri¨®dico, que asumieron el riesgo, escrib¨ª entonces la primera columna regular de cr¨ªtica de cine durante un a?o. Los exhibidores, que al principio asimilaron mis notas desfavorables como si fuera aceite de ricino, terminaron por admitir la conveniencia de contar con un p¨²blico bien orientado.
Fue tambi¨¦n por la ilusi¨®n de hacer cine que vine a M¨¦xico hace m¨¢s de veinte a?os. A¨²n despu¨¦s de haber escrito guiones que luego no reconoc¨ªa en la pantalla, segu¨ªa convencido de que el cine ser¨ªa la v¨¢lvula de liberaci¨®n de mis fantasmas. Tard¨¦ mucho tiempo para convencerme de que no. Una ma?ana de octubre de 1965, cansado de verme y no encontrarme, me sent¨¦ frente a la m¨¢quina de escribir, como todos los d¨ªas, pero esa vez no volv¨ª a levantarme sino al cabo de dieciocho meses, con los originales terminados de Cien a?os de soledad. En aquella traves¨ªa d¨¦l desierto comprend¨ª que no hab¨ªa un acto m¨¢s espl¨¦ndido de libertad individual que sentarme a inventar el mundo frente a una m¨¢quina de escribir.
Copyright 1982, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez / ACI.
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