Terror del a?o nuevo
A las tres de la madrugada, cuando el sue?o de la ciudad era m¨¢s placentero, en una esquina de Serrano se produjo la primera explosi¨®n, que conmovi¨® las ra¨ªces de una manzana entera e hizo trepidar todos los cristales en un radio de medio kil¨®metro. La onda expansiva fue tan violenta, que en algunas mesillas de noche tintinearon tambi¨¦n las dentaduras postizas dentro del vaso de agua, y muchas copas, soperas y cuberter¨ªas de plata se estremecieron en las vitrinas de la buena sociedad. A la detonaci¨®n sigui¨® un silencio tel¨²rico. Pero muy pronto se oyeron voces en la calle, golpes de persiana, coches que frenaban en seco, y detr¨¢s de las ventanas aparecieron sucesivas siluetas de burgueses en pijama con la mosca en la oreja. Algunos habitantes del barrio de Salamanca se felicitaron el a?o nuevo as¨ª, desde los balcones.-Ha sido una bomba.
-?D¨®nde ha sonado esta vez?
-Las ambulancias van hacia Alcal¨¢.
-Ni las personas decentes pueden ya dormir tranquilas.
-Hace falta mucho pared¨®n, se?ora.
-Eso.
-S¨®lo as¨ª podremos dormir como antes.
El acto terrorista hab¨ªa acaecido cerca de la plaza de Col¨®n, y en esa direcci¨®n iban ahora, rayando la oscuridad, distintas sirenas de la polic¨ªa. Bajo las r¨¢fagas azules de cuatro furgones en corro, el p¨²blico que sali¨® precipitadamente de una sala de fiestas pudo contemplar este espect¨¢culo: contra la fachada se ve¨ªa un retablo de sangre estampada, en la acera hab¨ªa quedado un zapato calzando todav¨ªa un pie rebanado por el tobillo, la base de un mirador estaba salpicada con grumos de enc¨¦falo, y medio pantal¨®n de hombre, con el interior rebosante de menudillos, colgaba de una marquesina. El resto de la v¨ªctima se hab¨ªa esfumado por el hueco del estallido. Unos guardias con blindaje de hule se pusieron a recoger v¨ªsceras con pala, mientras los artificieros, por su lado, realizaban pruebas sobre el terreno.
El atentado parec¨ªa muy raro a simple vista. Un zambombazo de ese calibre ten¨ªa forzosamente que haber derribado un bloque de pisos; sin embargo, alrededor de aquel pobre diablo destripado no pudo observarse ning¨²n da?o en las cosas. Incluso el escaparate estaba intacto, con las maniqu¨ªes calvas e ilesas. No hab¨ªa se?ales de p¨®lvora, de Goma 2 o de dinamita, y tampoco ol¨ªa a nada chamuscado, sino s¨®lo a carne palpitante. Alguien dijo que el terrorista se hab¨ªa convertido en su propio verdugo al estallarle el artefacto dentro del abrigo cuando lo transportaba al lugar del crimen. Hab¨ªa sucedido en otras ocasiones, pero esta vez no era as¨ª. Se trataba de una explosi¨®n sin qu¨ªmica, matem¨¢ticamente pura, de algo nuevo en el mercado del terror.
El d¨ªa siguiente amaneci¨® bajo un anticicl¨®n limpio como el ojo de un pez, y a media ma?ana, en la calle de Serrano se hab¨ªa extasiado un bullicio de madres selectas acompa?adas de hijas p¨²beres y paquetes con lazos, de caballeros finos que tambi¨¦n iban de compras, y en las tiendas de estilo se debat¨ªa un fragor de regalos, besamanos, talonarios y sonrisas. Los peri¨®dicos tra¨ªan la noticia de una ola de atentados, ilustrada con una breve literatura de receta. Durante la noche se hab¨ªan producido otras explosiones en algunas capitales de provincia, y cada descarga hab¨ªa desintegrado a un sujeto desconocido. No era nada alarmante. El hombre moderno tiene la conciencia unida directamente a la dinamita y ha aprendido a comportarse dignamente en medio de las fuerzas del mal que acechan en la penumbra.
-?Quieres una orqu¨ªdea?
-Oh, qu¨¦ encanto.
-Es para que me recuerdes s¨®lo unos d¨ªas.
-Eres un cielo.
En la calle de Serrano, los verdaderos se?ores a¨²n regalaban orqu¨ªdeas a sus amantes, las joyer¨ªas centelleaban pruebas de amor de muchos quilates, en la calzada hab¨ªa, Mercedes estacionados en segunda fila con mec¨¢nicos de uniforme, y cada cien pasos en la acera se ve¨ªa un bulto sentado en el suelo pidiendo limosna. Era un paisaje de gran calidad en una ma?ana radiante. Las mendigas ten¨ªan un ni?o anestesiado entre los muslos cubiertos de refajos, otros pobres exhib¨ªan un cartel con argumentos laborales que mov¨ªan el coraz¨®n, y algunos obreros en paro se hab¨ªan limitado a extender una toalla de caridad a sus pies y a permanecer en silencio con la mirada fija en la recaudaci¨®n. Todo estaba en regla a las doce y cuarto del d¨ªa. De repente, en el cruce de Goya, en medio de aquel rigod¨®n de consumo, se produjo otra terrible explosi¨®n, que afloj¨® el esfinter de los ciudadanos en un kil¨®metro a la redonda e hizo temblar los cimientos del barrio. Se oyeron gritos de auxilio, se vio una estampida de peatones desbocados en varios sentidos, y en el primer momento nadie sab¨ªa lo que hab¨ªa pasado, pero la gente daba alaridos.
-?Criminales!, ?criminales!
-Han puesto otra bomba.
-?Asesinos!
-Hay un muerto y mucha sangre.
-?Donde?
El artefacto hab¨ªa estallado en la puerta de: un banco, en el sitio exacto que hab¨ªa elegido un parado para hacer la colecta, y la desgracia ten¨ªa las mismas caracter¨ªsticas que el atentado de la noche anterior. Por all¨ª se ve¨ªan residuos menores de un ser an¨®nimo despanzurrado contra el z¨®calo, sin sefiales de p¨®lvora, pero esta vez algunos transe¨²ntes hab¨ªan resultado heridos, aunque de poca importancia. A una se?ora se le hab¨ªa incrustado una moneda decinco duros en la pantorrilla, la chapa de un autom¨®vil aparec¨ªa taladrada por una r¨¢faga de calderilla, y una peseta disparada, despu¨¦s de perforar la zamarra de cordero, se hab¨ªa alojado entre las costillas de un marroqu¨ª que vend¨ªa sortijas y relojes. Llegaron coches de la polic¨ªa con sus cantos de b¨²ho, los guardias trataron de desviar el tr¨¢fico en rnedio de un clamor de bocinas, y una ambulancia vino saltando por encima del atasco hacia el lugar del siniestro. Muchos curiosos se santiguaban ante la carnicer¨ªa.
Cunde el p¨¢nico
Los artificieros no hab¨ªan tenido tiempo de ponerse los guantes todav¨ªa. En ese momento, otra descarga espectacular son¨® dos manzanas m¨¢s arriba, y un nuevo cono de sangre con harapos salt¨® hacia los aleros. El estruendo fue acompa?ado por un viento ardoroso que se llev¨® por delante los toldos de algunos comercios y abati¨® la jaula de un canario desde una terraza. Entonces comenz¨® a cundir el p¨¢nico. Esta vez el accidente tambi¨¦n se hab¨ªa producido a los pies de un pobre, que ped¨ªa limosna. El dependiente de una florer¨ªa lo hab¨ªa visto con toda claridad. Aquel menesteroso se encontraba sentado en la acera, ten¨ªa la mano tendida y no hac¨ªa absolutamente nada. De pronto, algo tremendo revent¨® bajo la manta que lo cubr¨ªa, y el tipo se fulmin¨® en el aire, con el cuerpo partido en cuatro direcciones. No cab¨ªa la menor duda. La cristalera de unos grandes almacenes, el quiosco de Prensa y varios peatones hab¨ªan sido ametrallados por un soplo de dinero en met¨¢lico. El p¨²blico ped¨ªa venganza contra los asesinos, pero cinco minutos despu¨¦s se escuch¨® otra formidable detonaci¨®n en la encrucijada de la calle de Hermosila, y ahora bajaba un caballero cojo gritando:
-?Son ellos! ?Son ellos!
-?A qui¨¦n se refiere usted?
-A los mendigos.
-?Qu¨¦ pasa con los mendigos?
-Est¨¢n estallando todos.
Era la cosa m¨¢s absurda que nadie hab¨ªa o¨ªdo jam¨¢s. Aquel caballero, rodeado de gente, le juraba a un guardia que el mendigo de la esquina se hab¨ªa convertido en una bomba humana ante sus ojos. Iba a echarle un billete de cien en la gorra, y en ese instante observ¨® con espanto que el hombre se hinchaba como un globo, se pon¨ªa morado hasta coger el color de una lombarda y dentro de la ropa se le o¨ªa un crujido de huesos, algo semejante a un murmullo de tejidos. Quiso preguntarle si se sent¨ªa mal, pero no tuvo tiempo, porque s¨²bitamente estall¨® en pedazos con un sonido terrible.
Un rumor ins¨®lito se extendi¨® por gran parte de la ciudad, aunque en seguida se pens¨® en una organizaci¨®n terrorista. El hombre moderno se ha acostumbrado a convivir con la dinamita y es capaz de digerir cualquier clase de maldad, siempre que no le rompa los esquemas. Estaba claro que esa ola de atentados respond¨ªa a un plan programado para el a?o nuevo por las fuerzas ocultas. ?Qu¨¦ pasaba ahora? En la calle de Serrano hac¨ªa un d¨ªa espl¨¦ndido, se hab¨ªa derramado hasta entonces un sol amoroso sobre la ternura navide?a, en un ambiente de fraternidad monetaria. Resultaba muy dif¨ªcil aceptar que los obreros en paro, los pobres del suburbio y los mendigos galdosianos que adornaban la acera hubieran tramado una rebeli¨®n conjunta. Y menos a¨²n que hubieran decidido sacrificarse a s¨ª mismos en forma de cuerpos explosivos para sembrar el terror entre una gente tan pac¨ªfica.
-?Eh, usted!
-?Es a m¨ª?
-Ponga las manos en la pared.
-No llevo nada encima.
-Ahora se ver¨¢.
Los guardias hab¨ªan recibido la orden de detener a cualquier sospechoso. A las dos de la tarde, despu¨¦s de siete explosiones seguidas, los ¨²nicos que inspiraban recelo, seg¨²n declaraban los testigos, eran esos sujetos desconocidos, tal vez disfrazados de mendigos, que imploraban caridad sentados en el suelo. El guardia se puso a cachear a aquel tipo con palmadas en toda la silueta, tent¨¢ndole a conciencia los ijares, y el corro de curiosos acert¨® a leer todav¨ªa un cartel clavado en un palo donde se dec¨ªa que ese joven acababa de salir de la c¨¢rcel y ped¨ªa trabajo. Estaba de espaldas, con los brazos en alto, a merced de la autoridad, cuando las alas de su chaqueta comenzaron a inflarse de viento. Entonces, un seco estallido, nacido del vientre, cre¨® un vac¨ªo sangriento alrededor, y parte del p¨²blico fue arrojada contra la fachada de enfrente, el polic¨ªa cay¨® en medio de la calzada, una rociada de calderilla perfor¨® algunas, persianas, el mendigo se desintegr¨®, y las paredes del barrio, las cucharillas de los bares y la pelvis de los ciudadanos en un kil¨®metro a la redonda vibraron como siempre.
Desactivar a los mendigos
A la hora del crep¨²sculo, la ciudad estaba casi desierta, y por la calle se ve¨ªan muchos guardias blindados, especialistas en explosivos, que rastrillaban el distrito del centro con aparatos de detectar minas. Trataban de desactivar a los mendigos y a los obreros en paro, sin resultado alguno. La noticia se hab¨ªa confirmado. Los pobres no tra¨ªan ning¨²n cartucho en el bolsillo. S¨®lo estallaban por s¨ª mismos, en un zambombazo puro, sin m¨¢s qu¨ªmica, aunque se ignoraba el motivo o la clase de fulminante que los convert¨ªa en un ob¨²s. Fue una tarde muy desolada, llena de sonidos de una extra?a artiller¨ªa. Los comercios echaron el cierre dos horas antes, y los ciudadanos rezagados se dirigieron a buen paso hacia casa.
-Una limosna, por el amor de Dios.
-Quite, quite.
-Que no he comido en dos d¨ªas.
-Qu¨¦ horror. No se me acerque.
Nadie se atrevi¨® a bajar la ventanilla en el sem¨¢foro, si un ser humilde, con orejas de perro pach¨®n, abordaba el coche para pedir algo. Pero despu¨¦s el cuadro a¨²n fue m¨¢s pat¨¦tico. En el silencio de la noche, incluso durante el sue?o, en el espacio de Madrid se oyeron descargas profundas y lejanas, con una cadencia de cinco minutos, hasta el amanecer. Mucha gente hab¨ªa subido a las azoteas, y desde all¨ª, en distintos puntos de la ciudad, se pod¨ªan ver unas luces secas, que se levantaban en la oscuridad, seguidas de un trueno. Una mujer desmesurada grit¨® en un balc¨®n.
-?Est¨¢n estallando todos los pobres de Espa?a!
-?Qu¨¦ dice usted?
-Lo acaba de dar la radio.
A la hora de las estrellas, la radio dec¨ªa que se estaban produciendo m¨¢s explosiones en capitales de provincia, y los comentaristas hac¨ªan cr¨®nicas de urgencia sobre el caso. Entre pobres de pedir, mendigos cl¨¢sicos y obreros en paro, hab¨ªa en el pa¨ªs un arsenal de dos millones de bombas activadas. No se sab¨ªa si iban a reventar todas por simpat¨ªa o la cadena de descargas humanas se cortar¨ªa de repente. La radio transmiti¨® una orden de la autoridad. Hasta que la situaci¨®n no fuera dominada, quedaba prohibido dar limosna, porque cualquier moneda pod¨ªa convertirse en metralla. La gente esper¨® con ansiedad la salida del sol para comprobar si los pobres segu¨ªan estallando.
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