De lo ¨²til y lo honesto
Los pol¨ªticos que se anuncian a s¨ª mismos como responsables suelen ser, si bien se mira, proclives a la m¨¢s concienzuda irresponsabilidad. En efecto, frente a los partidarios de una ¨¦tica de convicci¨®n (es decir, de principio puros), que suelen reclutarse entre intelectuales y so?adores varios, ellos abogan por una ¨¦tica de la responsabilidad, seg¨²n la conocida distinci¨®n de Max Weber. Pero la entienden de este modo: como el demostrar suficientemente que, dadas determinadas circunstancias, el ¨²nico camino eficaz es el que ellos toman. "En mi situaci¨®n, no hab¨ªa otra opci¨®n posible", suelen decirnos. Y a?aden: "Ninguna otra conducta hubiera funcionado". Pero ¨¦sta es la disculpa, precisamente, de quien no quiere responsabilizarse, de quien desv¨ªa los reproches que se le dirigen hacia lo inevitable: "P¨ªdanles cuentas a las circunstancias". Como es bien sabido, las circunstancias tienen las espaldas muy anchas y, adem¨¢s, nunca responden. Aceptando que los principios ¨¦ticos son lo libre y que, por tanto, no hay necesidad que los sustente, el hombre de convicciones da la cara por ellos y padece en su propia carne el error y el escarnio, cuando no el irresoluble conflicto; pero el pol¨ªtico responsable se remite a las circunstancias objetivas y hurta el bulto, diluyendo su respuesta en lo forzoso: "Yo no he sido, fue la realidad quien decidi¨®".Se dice que vivimos tiempos dif¨ªciles para la decencia pol¨ªtica, pero lo cierto es que para la conciencia que quiere la rectitud todos los tiempos han sido dificiles y la honradez nunca conoci¨® era de bonanza. Para dejarse caer, siempre ha bastado la ley de gravedad: erguirse es lo que exige esfuerzo. Y refugiarse a las primeras de cambio en las faldas de la eficacia (?vaya usted a saber qui¨¦n es esa se?ora!) no es m¨¢s que dejarse caer, por muchos adornos propagand¨ªsticos que se le echen al asunto. "?Qu¨¦ f¨¢cil es hablar cuando no se tienen responsabilidades pol¨ªticas!", se nos responder¨¢, y uno dir¨ªa que es no m¨¢s f¨¢cil, pero menos indigno, que negar las responsabilidades en nombre de la eficacia pol¨ªtica. Ya sabemos que es dificil ser pol¨ªtico y decente a la vez, pero como resulta que, en cambio, es f¨¢cil no ser pol¨ªtico, ning¨²n pol¨ªtico puede escudarse en su condici¨®n frente a las exigencias de la decencia.
El hecho de que en las argumentaciones pol¨ªticas el apelar a determinados escr¨²pulos sea hoy descartado de antemano es de muy mal ag¨¹ero. Veamos, por ejemplo, los casos de las recompensas p¨²blicamente ofrecidas a los delatores y de la ley de terroristas arrepentidos que se nos anuncia. Las ¨²nicas objeciones se alzan desde el lado de quienes consideran estas medidas como ineficaces o -dadas las diferencias de situaci¨®n social entre los etarras y las Brigadas Rojas- incluso contraproducentes. Se da por supuesto que si con tales medios se acabase ciertamente con el terrorismo ya no cabr¨ªa hacerles ning¨²n reproche. Por eso, algunos avisados denunciaib en seguida a los cr¨ªticos como c¨®mplices del terrorismo, alarmados por su pr¨®xima desaparici¨®n. A ¨¦stos, que Santa Luc¨ªa les conserve la buena vista... ?Habr¨¢ que recordar otra vez que ninguna resoluci¨®n es tan valientemente antiterrorista como la de cumplir sin excusas ni subterfugios el pacto legal en que reposa la cuestionada dignidad del orden establecido? La estupidez criminal del ultra violento pretende desenmascarar a la ley y se las arregla de tal modo que logra provocar aquello que dice combatir; pero si la ley demuestra que la imparcialidad que da forma al respeto mutuo no es s¨®lo m¨¢scara, esto puede ser tergiversado a corto plazo, pero no vencido. Se dice que el Estado debe velar por la seguridad de los ciudadanos y por la estabilidad de su propia instituci¨®n. Pero seguridad es un concepto amplio e incluye tambi¨¦n la preservaci¨®n de la propia estima y de la decencia, no s¨®lo la conservaci¨®n de la bolsa o el pellejo. El Estado no debe incitar a lo inicuo -y la traici¨®n lo es-, por lo mismo que no debe estimular el racismo o el linchamiento: a saber, por instinto perspicaz de propia conservaci¨®n.
Los tiempos, ya se ha dicho, son malos y dif¨ªciles, como lo fueron todos. Tampoco era mejor aquel siglo XVI en que Montaigne escribi¨® un ensayo titulado De lo ¨²til y lo honesto que, precisamente, precede en el libro III de su gran obra a otro sobre el arrepentimiento. Habla en ¨¦l del empleo, en nombre de la utilidad pol¨ªtica, de la delaci¨®n y la traici¨®n, y afirma que la justicia que se defiende por tales medios "es una justicia maliciosa y la estimo no menos herida por s¨ª misma que por,otro". Es decir, al recurrir a esos medios, la justicia atenta contra s¨ª misma, m¨¢s a¨²n de lo que la ofender¨ªan sus restantes enemigos. Cita a Ovidio ("Ning¨²n poder tiene la fuerza de permitir la violaci¨®n de los derechos de la amistad") y, tras pasar revista a numerosos ejemplos ilustres de repudio de la traici¨®n y de preferencias de la rectitud sobre la inmediata utilidad, concluye: "No todas las cosas le est¨¢n permitidas a un hombre de bien para servir a su rey, ni a la causa general y a las leyes". Un hombre de bien: este concepto se ha perdido. Cuando ahora se menciona la palabra noble, s¨®lo se piensa en un ocioso y aprovechado heredero de viejas rapi?as. Quiz¨¢ ya no merezcamos otra nobleza, pero para Montaigne a¨²n significaba hombre de bien, es decir, alguien lo suficientemente seguro de ser como se debe como para no cambiar esta seguridad por ninguna otra. Y esta forma de pensar no es un conato de sublevaci¨®n, sino la m¨¢s alta garant¨ªa de fidelidad: "Mal traicionar¨ªa a mi pr¨ªncipe por un particular, yo, que no traicionar¨ªa a ning¨²n particular por mi pr¨ªncipe". En ser s¨²bdito as¨ª nunca habr¨¢ abyecci¨®n.
Montaigne no es una excepci¨®n a este respecto. A trav¨¦s del tiempo -de las dificiles, comprometidas ¨¦pocas- otras voces ilustres se han alzado - contra el todo vale de la raz¨®n de Estado. Son las voces de esos idealistas y so?adores a los que se deben las modificaciones m¨¢s humanas de la sociedad en que vivimos. Como el -magn¨ªfico marqu¨¦s de Beccaria, que en el siglo XVIII, y en su c¨¦lebre obra De los delitos y las penas, tambi¨¦n se plante¨® el caso de "aquellos tribunales que ofrecen la impunidad al c¨®mplice de un grave delito que delate a sus compa?eros". Beccaria sopesa las ventajas e inconvenientes de este uso, lucha con su propio pragmatismo y, al final, no logra dar su aprobaci¨®n. "Son menos fatales a una naci¨®n los delitos de valor que los delitos de vileza, pues el primero no es frecuente y el valor no espera sino que una fuerza ben¨¦fica y directora lo haga contribuir al bien p¨²blico, mientras que la vileza es m¨¢s com¨²n y contagiosa y se concentra cada vez m¨¢s en s¨ª misma". En este p¨¢rrafo se re¨²ne todo el meollo del asunto. Es preciso canalizar el arrojo desviado hacia el crimen y utilizarlo de manera beneficiosa para la sociedad, pues se trata de una cualidad positiva, mientras que intentar contrarrestarlo con la vileza es fomentar una condici¨®n negativa, ya demasiado extendida y con tendencia a propagarse r¨¢pidamente. Hay que ahorrar cuanto se pueda el escaso valor, sabiendo que cuando ¨¦ste se pierda no ser¨¢ despu¨¦s entre los viles donde pueda volver a florecer. Se trata siempre de reorientar lo bueno si desvar¨ªa, no de reemplazarlo por una bajeza domesticable... En el mismo sentido se expresan, muchos a?os m¨¢s tarde, los m¨¢s distinguidos juristas espa?oles, como Bernaldo de Quir¨®s o Jim¨¦nez As¨²a.
En resumen: una cosa es favorecer la enmienda y reinserci¨®n social del terrorista, y otra obligarle a da?ar la parte mejor, que -envuelta en obcecaci¨®n y brutalidad- pueda quedar en ¨¦l. Pedir el apoyo de los ciudadanos contra el salvajismo es perfectamente justo; facilitar la enmienda es razonable y humano; exigir el arrepentimiento puede ser superfluo (recordemos al aborrecido y l¨²cido Spinoza, en la cuarta parte de su Etica: "El arrepentimiento no es una virtud, es decir, no nace de la raz¨®n; quien se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces desdichado e impotente"); pero recomendar y premiar la traici¨®n es sencillamente miserable. Aqu¨ª quisiera uno o¨ªr la voz de los moralistas de la derecha, que con tanto vigor predican los valores eternos cuando se refieren a la bragueta o la cartera; aqu¨ª callan tambi¨¦n los turbios representantes del clero, prestos a defender los derechos biol¨®gicos del nonato de encefalograma plano, pero no la dignidad y propia estima de los adultos conscientes. A la vista est¨¢ que habremos de concluir que, lo mismo que existen retrasados mentales, se dan tambi¨¦n los retrasados morales, y que de ¨¦stos, por lo visto, ser¨¢ el reino de la eficacia. Pues bien, nosotros sigamos con el se?or De Montaigne: "Si el bien p¨²blico requiere que se traicione, que se mienta y que se masacre, dejemos tales encargos a gentes m¨¢s obedientes o m¨¢s flexibles".
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