El rey de la feria
La gloria literaria se levant¨® del catre al mediod¨ªa, cuando los altavoces ya anunciaban su nombre en la feria. A¨²n estaba un poco borracho. El hombre recogi¨® su h¨ªgado, empapado en alcohol, que guardaba en un caj¨®n de la mesilla, se lo colg¨® del ombligo con un imperdible y entr¨® arrastrando las babuchas en el cuarto de ba?o. En seguida le vino el golpe de tos y, con la primera arcada, los ojos marrones del famoso escritor saltaron de las ¨®rbitas, rodaron por el suelo, como dos canicas, y ¨¦l anduvo a gatas 15 minutos, palpando las baldosas, hasta que los encontr¨® en el borde del sumidero. Los lav¨® en el grifo, se los incrust¨® de nuevo bajo las cejas y entonces ya vio con alguna claridad el maravilloso porvenir que todav¨ªa le esperaba. Pero esta gloria literaria no se sent¨ªa aproximadamente un ser humano si antes no se tomaba un litro de caf¨¦.A esa hora, en la feria del libro, todos los p¨¢jaros del Retiro hab¨ªan cagado sobre los fasc¨ªculos, los placistas fumaban el tercer puro detr¨¢s de un parapeto de enciclopedias, los editores barbudos regalaban folletos de propaganda acerca del orgasmo colectivo, del marxismo preparado con zumo de zanahoria, de fenomenolog¨ªa con alpiste y otras novedades. Por el Real de la cultura no se ve¨ªan jacas jerezanas, sino padres tirando de un carrito, adolescentes con granos, profesores numerarios, administrativos de segunda, intelectuales de oficina, contables un poco calvos, descargadores de almac¨¦n licenciados en filosof¨ªa, y en medio del polvo de letras los altavoces daban la lista de los escritores que en ese momento estaban firmando sus obras. Se les reconoc¨ªa al instante. El escritor era ese tipo de mirada ¨¢vida, plantado dentro de la caseta con cara de estre?ido cr¨®nico, que no firmaba nada.
-?Tienen pegatinas?
-No, guapo.
-?Y ma?ana?
Ahora los ni?os s¨®lo ped¨ªan pegatinas, pero antes era mucho peor. Cuando el parque zool¨®gico estaba en el Retiro y la feria se montaba bajo aquel hedor de leones, alg¨²n peque?o canalla que iba con el cucurucho en la mano echaba cacahuetes a los literatos, como si fueran monos. En cambio, esta ma?ana los cabezas de cartel incluso ten¨ªan cuatro clientes en la cola. El r¨¦cord de firmas lo ostentaba un violador regenerado que hab¨ªa publicado sus amores plat¨®nicos en dos tomos, y le andaban a la zaga un cirujano asesino, una ama de casa con recetas para adelgazar a base de alcachofas con esp¨¢rragos, un m¨ªstico oriental nacido en Alc¨¢zar de San Juan que hab¨ªa descubierto un crecepelo y lo explicaba en un libro, una monja de paisano con un op¨²sculo contra el aborto y un doble de Rodr¨ªguez de la Fuente en parafina con una cosa de tiburones vegetarianos. La gloria literaria a¨²n no hab¨ªa llegado a la feria, aunque ven¨ªa de camino.
Despu¨¦s de hacer abluciones laicas en el bid¨¦ con una bolsa de hielo en el cr¨¢neo, la cuchilla de afeitar le fue liberando de los car¨¢mbanos de espuma Williams un rostro feroz ante el espejo, como una ruina restaurada. Luego se meti¨® dos p¨ªldoras euf¨®ricas por arriba y una c¨¢psula laxante por abajo y, una vez m¨¢s, su cuerpo comenz¨® a guardar el equilibrio. Todav¨ªa corr¨ªa el peligro de que el sol de un mediod¨ªa de junio lo desintegrara igual que a Dr¨¢cula. No sucedi¨® as¨ª. La gloria literaria sali¨® a la calle, par¨® a un taxi y se dirigi¨® al Retiro. Iba pensando en sus obras completas o en aquella muchacha que estaba haciendo una tesina; llevaba el pitillo colgado de la comisura, en plan Bogart, cuando vio que el taxista le sonre¨ªa por el retrovisor.
-Enhorabuena.
-Gracias.
-Ayer le vi en televisi¨®n.
-Puede ser.
-?No es usted ese se?or que anuncia sardinas en lata?
Los reyes acababan de inaugurar la feria del libro con el boato de costumbre. Despu¨¦s de cortar la cinta hab¨ªan penetrado en el recinto con un fregado de polic¨ªas, guardaespaldas y ediles. Se hab¨ªan detenido en alguna caseta, hab¨ªan hojeado un atlas de lujo, una novela de moda, un Quijote miniado, hab¨ªan sonre¨ªdo y se hab¨ªan largado. Ahora no era como antes. El estamento oficial se: preocupaba profundamente por la cultura, los libreros pod¨ªan ver al rey de cerca, movi¨¦ndose con garbo entre vol¨²menes, y ning¨²n ministro del s¨¦quito se desmayaba con el olor a tinta. Franco fue tal vez el ¨²nico jefe de Estado en el mundo que nunca mand¨® hacerse un retrato al ¨®leo con un tomo severo en la mano, pero los tiempos hab¨ªan cambiado.
Cuando la comitiva real desapareci¨® por el paseo de coches, la feria hab¨ªa comenzado a coger el car¨¢cter propio. El ambiente se llen¨® en seguida de teatrillos de mimo, de saltimbanquis tragallamas y de orquestinas rom¨¢nticas con trombones. Los ni?os segu¨ªan pidiendo m¨¢s pegatinas, se celebraban mesas redondas, conferencias y coloquios, se sorteaba un Seat Panda, la gente iba con bolsas repletas de cat¨¢logos y en los jardines de Cecilio Rodr¨ªguez en ese momento el gremio de editores estaba dando un homenaje al gremio de ebanistas. ?Qui¨¦n hab¨ªa hecho m¨¢s por la cultura de este pa¨ªs? Sin duda, los ebanistas. Ellos fabricaban estanter¨ªas que hab¨ªa que rellenar de alguna forma. En el sal¨®n-estar-comedor de los pisos modernos siempre hab¨ªa una pared in¨²til. De pronto, a un ebanista, doctor en Rom¨¢nica, se le ocurri¨® tapar el hueco con anaqueles de pino melis, y a partir de ah¨ª gener¨® la necesidad de comprar fasc¨ªculos encuadernados para que no se viera el tabique. El problema pod¨ªa remediarse con algunas porcelanas de Lladr¨®, con alg¨²n plato de Macao, con alguna loza de Talavera, pero no era lo mismo. De hecho, en este instante hab¨ªa en la feria un decorador pagando siete metros cuadrados de enciclopedia con lomo de tonalidad azul, que hiciera juego con el sof¨¢ de su cliente.
La gloria literaria, un tipo cincuent¨®n de barba cenicienta y hemorroides de tercer grado, desembarc¨® del taxi con la mayor solemnidad bajo la verde sombra de un magnolio y recorri¨® a pie entre el gent¨ªo hirviente un camino lleno de miradas por el rabillo del ojo. Los altavoces daban su nombre y antes de llegar a la caseta tuvo que sufrir algunos abrazos, que eran casi llaves de judo, por parte de algunos conocidos. En el interior de los parapetos hab¨ªa otros colegas y ¨¦l pod¨ªa observar con ¨ªntima satisfacci¨®n que no firmaban nada. Estaban paralizados, sonriendo con un rictus de p¨¢nico a cuantos pasaban de largo o hablaban con un primo suyo, llegado de provincias para una cosa de ministerio. Nadie pose¨ªa su fama. Pero en una caseta hab¨ªa un remolino. Era ese bicho al que le hab¨ªan dado una novela por cap¨ªtulos en televisi¨®n. Entonces se oy¨® un grito.
-?Al ladr¨®n! ?Al ladr¨®n!
-?Qui¨¦n es?
-Ha huido por ah¨ª.
-?Aquel de la cazadora!
Era la segunda vez, de modo que el asunto comenzaba a funcionar. En esta ocasi¨®n, el muchacho hab¨ªa sido atrapado con un volumen en piel de sus obras completas y fue conducido al puesto de informaci¨®n por un polic¨ªa y algunos voluntarios. Durante el interrogatorio, el chico solt¨® una retah¨ªla que se sab¨ªa de memoria. No ten¨ªa dinero, le fascinaba el estilo literario de aquel famoso escritor, no hab¨ªa podido resistir la tentaci¨®n y hab¨ªa sentido un impulso irremediable. Media hora antes se hab¨ªa producido una escena parecida con aquella adolescente rubia de pantalones bombachos. Casualmente, tambi¨¦n hab¨ªa robado un libro del mismo autor. De esta forma, cuando la gloria literaria lleg¨® a la caseta esa ma?ana, el clima m¨¢s propicio para su honra ya se hab¨ªa creado.
All¨ª le hab¨ªan preparado un caldero de ginebra y una barricada con sus libros, desde las ediciones de lujo con taraceas de n¨¢car hasta los formatos de bolsillo. Salud¨® al due?o de la editorial, sonri¨® a los dependientes del tinglado y en seguida se llev¨® la sorpresa desagradable de que el p¨²blico no se pegaba navajazos para acercarse a ¨¦l. Encima le escoc¨ªan las hemorroides. Pero el encargado sab¨ªa hacer su trabajo. Primero le hizo firmar su ¨²ltima novela para una sobrina, para una t¨ªa, para unadmirador de Avila, para un banquero mecenas, y as¨ª le tuvo entretenido hasta que una clienta se par¨® ante el mostrador. La gloria literaria se sacudi¨® por dentro el plumaje de pollo tomatero y le dio la mano. Aquella mujer hizo sonre¨ªr sus gafas color vallinilla y le pregunt¨®:
-Jienen libros de cocina?
-Ah.
-Busco algo sobre dietas de astronautas.
-Lo siento.
Sin embargo, aquel famoso escritor ten¨ªa la convicci¨®n de que la gente le reconoc¨ªa, porque le miraba como a una perdiz disecada, y aquella muchacha le observaba de lejos, sin atreverse a llegar a sus plantas. No se pod¨ªa decir que no firmara libros. Ca¨ªa alguno en un intervalo de 10 minutos, aunque ¨¦l hab¨ªa pensado que ser¨ªa abatido por la multitud. A la una y cuarto apareci¨® por la caseta el tercer ladr¨®n. Se acerc¨® con desfachatez, se abri¨® paso entre un par de ancianos, peg¨® un manotazo y sali¨® corriendo con un tomo, derrib¨® a unos ni?os en la huida y todo el mundo se puso a gritar. Tambi¨¦n ¨¦ste se dej¨® atrapar muy pronto, junto a una acacia, pero en esta ocasi¨®n aquel jovencito se arrodill¨® para pedir perd¨®n al p¨²blico, como un maletilla. En mitad de un p¨²blico que s¨®lo ped¨ªa folletos y pegatinas comenz¨® a cundir el rumor. En una caseta hab¨ªa libros misteriosos, y los drogadictos la estaban asaltando como si fuera una farmacia. Fue la se?al. De repente, una parroquia de curiosos se adens¨® al pie de la gloria literaria y se puso a pedirle cat¨¢logos, folletos, libros, papeles, obras completas en piel, fasc¨ªculos, ediciones de lujo, formatos de bolsillo, atlas, enciclopedias, diapositivas, pegatinas, revistas, diccionarios, bibliotecas enteras. Le hac¨ªan firmar aut¨®grafos en las nalgas de los reci¨¦n nacidos, le ara?aban las solapas muchas manos fren¨¦ticas y, con todo aquel ¨¦xito, las hemorroides del famoso escritor estallaron. En la quinta fila alguien pregunt¨®:
-?Regalan algo?
-No s¨¦.
-?Qui¨¦n es?
-Creo que es uno que sale mucho por la tele.
No pod¨ªa soportar el dolor, pero nadie pod¨ªa hacer nada para detener la avalancha. El encargado de la caseta llam¨® a la polic¨ªa por el micr¨®fono, y eso fue un acicate para cuantos a¨²n ignoraban aquel fen¨®meno de la feria. Nuevas oleadas de gentes acud¨ªan excitadas entre s¨ª a los pies del famoso escritor, y los guardias se comportaban con gestos de concentraci¨®n, es decir, repart¨ªan golpes indiscriminados sobre el cr¨¢neo de los futuros lectores, y aquel barullo muy pronto se convirti¨® en un espect¨¢culo heroico. Algunos mozalbetes, tambi¨¦n pagados como los tres ladrones, provocaron a la polic¨ªa con insultos, les llamaron analfabetos, y entonces ya cundi¨® el terror. En medio del ¨¦xito, las almorranas de la gloria literaria, al rojo vivo, comenzaron a chorrear patas abajo. Se escucharon voces de auxilio.
-?Agua del Carmen!
-?Qu¨¦ ha pasado?
-El escritor se acaba de desmayar.
-?Est¨¢ muerto?
-Parece que no.
En la feria del libro tocaban orquestinas con trombones, hab¨ªa saltimbanquis tragallamas y teatrillos de pantomimas, que hac¨ªan psicodramas de la cultura nacional. Se vend¨ªan ensayos de marxismo con zumo de zanahoria, estudios sobre gimnasia y misticismo. Padres cuarentones tiraban del carrito y los ni?os a¨²n ped¨ªan m¨¢s pegatinas. A esa hora habla en el recinto un aire de cierre y el paseo estaba lleno de cat¨¢logos con las novedades. Los guardias hab¨ªan logrado ahuyentar a, la jaur¨ªa voraz y el espacio de aquella caseta estaba vac¨ªo. En ese momento, la gloria literaria se encontraba tendida en las tablas del fondo y jadeaba a¨²n palabras inconexas mientras llegaba la ambulancia. De pronto abri¨® los ojos y vio a aquella muchacha que le dec¨ªa, sonriendo:
-El truco ha funcionado.
-Gracias, hija.
-Ha sido un ¨¦xito.
Hab¨ªa sido un gran ¨¦xito, s¨®lo estropeado ligeramente por un ataque de hemorroides. Pero aquella chica, que estaba escribiendo una tesina sobre su obra, tambi¨¦n hab¨ªa tra¨ªdo una pomada para eso.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.