El crimen de Somosaguas
Un d¨ªa de final de julio de 1980, en Madrid, mientras la clase media compraba rastrillos, flotadores del patito, palas, toallas de ba?o, y bronceadores con la cabeza puesta en Benidorm, alguien entr¨® de madrugada en un chal¨¦ de Somosaguas por la puerta trasera, lleg¨® de puntillas en la oscuridad hasta el dormitorio principal y dispar¨® contra el cr¨¢neo de una pareja yacente varios tiros con una pistola que no ha aparecido. Hab¨ªa por all¨ª un caniche sordo que no ladr¨®, una mucama negra 9n su catre de caballerizas que tampoco oy¨® nada, un mayordomo esot¨¦rico con pase de pernocta y una talla g¨®tica del siglo XV cuyos ojos policromados vieron realmente al asesino, pero que no puede hablar. Es el ¨²nico testigo no citado en el juicio por asesinato de los marqueses de Urquijo. Esa talla g¨®tica guarda bajo el pan de oro un enigma. Tiene el secreto en sus entra?as de sicomoro como las esfinges de antes.El morbo est¨¢ en que eran marqueses. Cada semana cae alg¨²n ejemplar de la clase media abatido por un homicida an¨®nimo, alguna vez aparece una prostituta degollada dentro de una tinaja en las cercan¨ªas de Navalcarnero e incluso en los tiempos de m¨¢s calma uno siempre puede echarse a la boca cualquier crimen pasional realizado con faca o escopeta de perdigones por un labriego que usa de antifaz s¨®lo la boina hasta las cejas. Pero ellos eran marqueses, ten¨ªan un apellido de banco o de ganader¨ªa y viv¨ªan en Somosaguas, en una colonia de lujo que sale mucho en las revistas del coraz¨®n. En las peluquer¨ªas de se?oras hay un sue?o de piscinas de papel satinado, de mansiones rodeadas de praderas inglesas donde pacen familias reales con canes y princesas d¨¢lmatas, arist¨®cratas deportivos, guapos e in¨²tiles, muchachas de sociedad con jazmines en las orejas y un chulo bronceado en el tobillo. El ama de casa se hace en el secador un encefalograma de chufos y all¨ª le arden las neuronas ante las p¨¢ginas abiertas de Hola, contemplando yates con hembras de belleza exacta, descapotable con un dios de cuarzo al volante, laderas de nieve con esqu¨ªs, amarres en puertos de cal egea, fuegos de chimenea en caba?as de troncos canadienses junto a lagos salmoneros. La gente sabe que la nobleza se besa mucho la mano, adora los perros, tiene amores incestuosos, suele estar sin chapa, puede acostarse con un caballo y hacerse una sodom¨ªa con un pez espada, pero nunca se mata. Ellos s¨®lo disparan sobre rebecos o perdices. Jam¨¢s aprietan el gatillo contra alguien de su especie porque eso lo proh¨ªben las reglas de urbanidad. Aquella madrugada de julio cayeron abatidas dos piezas de semejante tama?o. Un cazador furtivo se meti¨® al zurr¨®n un par de marqueses ensangrentados y ahora se celebra el juicio.
-?Guardia! ?Llamen a un guardia'
-?Qu¨¦ le pasa a usted, se?ora?
-Me acaban de robar el bolso.
-?D¨®nde?
-Aqu¨ª, en la cola. Llevo en pie desde las siete de la ma?ana esperando el turno para ver al asesino.
Alabastro y diosas ciegas
En la cola del juicio de los marqueses de Urquijo hay porteras, jubilados de clases pasivas, obreros en paro, paseantes subalternos y chorizos que roban bolsos a las ancianas. El Palacio de Justicia tiene una solemnidad de volutas de acanto, artesonados, esculturas neocl¨¢sicas, portalones grandilocuentes, dorados de cornucopia, espesos cortinajes, tarimas, estrados, poltronas, m¨¢rmoles y un banquillo ratonero rodeado de todas las mortajas de terciopelo necesarias para marcar la diferencia que existe entre un delincuente y su juez. Por ese espacio de alabastro y diosas ciegas con balanza se mueven abogados con toga, licitadores de subastas de cualquier quiebra, seres entrampados, procuradores, carretillas de sumarios atados con leznas de zapatero, gente de pueblo que trae en los ojos la humildad del perro apaleado, bedeles, ujieres con antorchas y habitantes de extrarradio cogidos en las redes.
A la hora del aperitivo se puede ver un buen espect¨¢culo. Dignos magistrados y fiscales salen de sus despachos y se dirigen a un bar de la vecindad. All¨ª toman cerveza con una raci¨®n de berberechos o un vino con boquerones en vinagre. Algunos oficiales de juzgado tambi¨¦n hacen lo mismo, aunque ellos beben whisky Chivas y se saludan con medio centollo en la mano. Despu¨¦s, cada uno se va a casa. Los magistrados y fiscales se largan a bordo de un veh¨ªculo parecido al Talbot. En cambio, ciertos auxiliares cabalgan en Mercedes metalizados y se esfuman con dos acelerones llenos de esplendor. En ese bar, alguien interroga a una alta autoridad judicial a la sombra de un tinto con gaseosa.
-Ese asunto de los casquillos. ?C¨®mo es posible?
-?A qu¨¦ se refiere usted?
-A los casquillos de bala que han desaparecido del juzgado.
-Ah.
-Era la prueba principal. ?No lo encuentra muy napolitano?
-Algo, s¨ª.
-Es raro.
-Lo raro es que se los hayan llevado sin dejar en su lugar una bolsa de d¨¢tiles. En N¨¢poles lo hubieran hecho as¨ª.
En el sal¨®n de los pasos perdidos, antes de comenzar el juicio, el p¨²blico plebeyo pisa revistas del coraz¨®n como en un lagar de donde emergen las figuras. del caso, ese mundo so?ado bajo el secador de las peluquer¨ªas, esa mitolog¨ªa que puebla la cabeza de esas se?oras que hacen calceta ante el crimen del siglo. Pasa la hija de los marqueses con un modelo- a lo Fancy-women y un hermetismo japon¨¦s en la cara. Cruza el heredero del t¨ªtulo con la gravedad de un buen hierro. Aparece el mayordomo malvaloca, que es el c¨®mico del relato. Entra el administrador como un personaje de Simeri¨®n. Se suceden los amigos que tomaron copas en bares de Serrano con el acusado Escobedo la noche de los hados. Viene Dick el americano con su aire de macarr¨®n experto en jabones de tocador y bisuter¨ªas. Todos son testigos en ¨¦l juicio. Nadie dice nada, nadie sabe nada. Pero falta uno que lo vio todo y no ha sido citado. La talla g¨®tica de una virgen policromada estaba presente en el lugar del crimen cuando el asesino pas¨® por delante de ella. En sus ojos inm¨®viles ha quedado grabada una escena de horror que podr¨ªa ser sometida a la prueba pericial del is¨®topo radiactivo carbono 14. Aunque,tampoco habr¨ªa necesidad de llegar a tanto. San Pantale¨®n lic¨²a su sangre en las temporadas de vendimia.
A las tres de la madrugada ¨¦l penetr¨® en la mansi¨®n de Somosaguas rompiendo el cristal de la entrada de atr¨¢s. Con la respiraci¨®n contenida, palpando la pistola en el bolsillo, atraves¨® de puntillas, como la Pantera Rosa en la oscuridad, aquellos salones y pasillos que conoc¨ªa tan bien. El caniche se le acerc¨® con caranto?as a husmearle los zapatos. Abri¨® lentamente la puerta del dormitorio, deslumbr¨® de repente con una linterna la cabeza del marqu¨¦s y dispar¨® con toda la profesi¨®n del mundo unos tiros contra aquel cr¨¢neo dormido. Luego hizo lo propio con la se?ora, y cumplida la venganza o el encargo, la sombra abandon¨® las candilejas, pero la talla g¨®tica le hab¨ªa seguido con la mirada de reojo en las tinieblas desde el pedestal y con serva el perfil del criminal en su pupila de Oiro. Ahora sale un ujier al sal¨®n de los pasos perdidos y grita sobre la multitud del pueblo llano.
-?El tribunal cita al testigo de cargo!
-?A qui¨¦n llaman ahora?
-Talla de virgen con ni?o del siglo XV.
-?Ooooh!
-En madera de sicomoro con policrom¨ªa carmes¨ª.
El ¨²ltimo d¨ªa de julio de 1980, los moradores de Somosaguas, que todav¨ªa no se hab¨ªan ido de vacaciones a Sotogrande, se sintieron cogidos por una paranoia profunda. Cre¨ªan que el ¨¢ngel exterminador en persona, un vengador puro que no buscaba joyas, sino ¨²nicamente la muerte de los ricos, merodeaba de noche por la colonia. Durante algunas semanas, ellos se hicieron fuertes detr¨¢s de las troneras con el rifle m¨¢s certero de su colecci¨®n mientras los mastines sueltos por el jard¨ªn comenzaban ya a aullar negros presagios cuando ca¨ªa la tarde. La calma de los millonarios volvi¨® en seguida, pero iin escalofr¨ªo popular hab¨ªa sacudido las p¨¢ginas de la revista Hola. De pronto los oficinistas de medio pelo, la servidumbre del pa¨ªs, las mujeres de la limpieza, las porteras que hacen jerseis de punto para sus nietecitos en los cuchitriles de los zaguanes y las amas de casa, descubrieron que esas piscinas de esmeralda ten¨ªan ahogada el hacha de guerra, se imaginaron un ¨¢mbito de cuchillos y testamento, venganzas sobre alfombras persas y sangre negra de gente fina. Ciertamente, aquel verano el pueblo sencillo se lo pas¨® muy bien sin necesidad de ir a Puerto Ban¨²s. En los balcones de barriada, junto al botijo, se hablaba de la CIA, de los misterios dolorosos del Opus en una novela por entregas, de un arreglo de cuentas entre banqueros y de otras estocadas financieras. Algunos enterados en camiseta de imperio recordaban el crimen de la calle de Fuencarral o el famoso caso del capit¨¢n S¨¢nchez.
-Hay mucho tomate, t¨ªa Paca.
-?se es un asunto de divisas.
-El se?or Hilario acaba de dar en el clavo.
-Yo s¨¦ algo m¨¢s.
-Diga.
-Esos marqueses eran unos ro?as.
-Por ah¨ª va la cosa.
El suero de la verdad
El personal de a pie supo que la pareja de marqueses era muy beata y que no soltaba un duro ni a la de tres aunque daba algunas limosnas al p¨¢rroco m¨¢s cercano. Suavemente, en torno al crimen de Somosaguas, donde un matrimonio de arist¨®cratas qued¨® fijado en la cama con cuatro tiros, se fue escampando una niebla de dinero y de amores desgraciados hasta,que un d¨ªa los sabuesos rastrearon una finca de cerdos en tierras de Cuenca y encontraron casquillos de bala con una muesca similar a los del suceso. All¨ª se detuvo al encausado Escobedo, yerno de los finados marqueses de Urquijo, quien despu¨¦s de beberse siete coca-colas seguidas en presencia del comisario, cosa nada extra?a, se declar¨® culpable. Pero los cantares de ciego y los pliegues de cordel dicen que la Coca-Cola no es todav¨ªa el suero de la verdad. Cuando se le pas¨® el efecto, el procesado se crey¨® inocente. Es ese joven que ahora est¨¢ sentado en el banquillo, dos a?os despu¨¦s de aquello, tambi¨¦n bajo el calor de julio. Este verano, el pueblo llano se lo pasa igual de bien. En el. sal¨®n de los pasos perdidos del Palacio de Justicia hay colas como en los grandes juicios sepia de anta?o. Los testigos vienen y van, los personajes de las revistas del coraz¨®n, que s¨®lo son figuras so?adas de papel satinado, yerguen su silueta entre jubilados de clases pasivas. De pronto, un ujier ha gritado el nombre de una talla del siglo XV como testigo de cargo.
-Que traigan a la Virgen.
-Podr¨ªan llamar tambi¨¦n al perrito caniche.
-La Virgen, puede hacer un milagro como el Cristo de la Vega. El caniche estaba sordo.
Como final de este delito tan sonado se podr¨ªa imaginar la siguiente escena, ya que nadie habla. y los casquillos de bala han desaparecido. La talla g¨®tica de una Virgen policromada ha sido llevada en los piadosos brazos de un bedel hasta los pies del tribunal. Ha sido depositada en el lugar donde declaran los testigos. A su izquierda est¨¢ el fiscal, a su derecha tiene al abogado defensor, enfrente sobresalen del estrado cinco magistrados con birrete, detr¨¢s hay un banquillo con la pieza cazada y el p¨²blico entreverado de porteras y arist¨®cratas guarda un silencio de iglesia, ese aliento suspendido que precede a los grandes acontecimientos. Hoy, nadie sabe si esa jura puede dar resultado, pero en la antig¨¹edad estas cosas funcionaban de maravilla. Cuando a la m¨ªnima la Virgen se aparec¨ªa a los pastoresen un alcornoque y los cristos bajaban el brazo para ponerse de parte del inocente, las cuestiones de sangre, de amor o de dinero se solucionaban con mucha facilidad. En este momento, en la sala se oye la voz tronante del fiscal. ?Es cierto que Rafael Escobedo amaba a Miriam hasta el punto de mitificarla? ?Puede el amor no correspondido por una mujer dirigir los balazos hacia la cabeza de los suegros? ?Reconoce la sombra que penetr¨® en la mansi¨®n aquella madrugada? La talla g¨®tica del siglo XV, cuyos ojos lo vieron todo, calla. Se ve que no est¨¢ por la labor aunque sus pupilas de oro guardan la imagen del asesino grabada en un jerogl¨ªfico. Si sus entra?as de sicomoro fueran sometidas a una prueba pericial radiactiva saltar¨ªa el enigma. Pero ella se niega a declarar. Y por su parte el caniche no sabe, nocontest¨¢.
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