Monstruos antediluvianos con cola
As¨ª llam¨® Maiakovski a los poetas: "Monstruos antediluvianos con cola". La imagen, melanc¨®lica y sugestiva, tra¨ªa desde el fondo de los tiempos la reminiscencia de los grandes saurios, desplazados de la faz del mundo por los animales trepadores y los monos. El poeta "lam¨ªa los esputos de tisis" mientras el fuego de los a?os devoraba la acci¨®n; de la cual, casi siempre, se encontraba distante por el principio de la duda metodol¨®gica y del escepticismo.Esta imagen del poeta (intelectual o artista) rom¨¢ntico, m¨¢rginado de los centros de decisi¨®n y de las fuentes de poder como de las grandes ceremonias p¨²blicas, fue la dominante en el siglo XIX. El poeta no participaba de los ideales de la clase dominante a partir de la revoluci¨®n industrial, del auge del capitalismo y de los valores burgueses: como los grandes saurios ya desaparecidos, paseaba su nostalgia de las utop¨ªas, su desprecio por una seudocultura positivista y por la moral burguesa; es decir, de las apariencias, en que parecer es m¨¢s importante que ser. Para los artistas rom¨¢nticos, desmarcarse de esa sociedad era una afirmaci¨®n de identidad consustancial a la creaci¨®n. La primera edici¨®n de Las flores del mal, de Baudelaire, fue quemada en la plaza p¨²blica por obscena; Daniel Defoe sufri¨® el escarnio y la humillaci¨®n; Ambrose Bierce, considerado loco por los doctores de la salud, desapareci¨® misteriosamente en la guerra de M¨¦xico. No son todos ellos escritores rom¨¢nticos en el sentido est¨¦tico del t¨¦rmino, pero s¨ª en la actitud: desvincularse de los valores de la ¨¦poca en que les toc¨® vivir. (El suicidio de Maiakovski, atribuido siempre a motivos subjetivos, no escapa, sin embargo, a la regla: la frustraci¨®n que provoca la distancia que va del ideal a la realidad; o sea, ante el oportunismo.)
Es curioso observar como esta imagen del poeta o del artista desclasado (porque no comparte los valores de la clase en que naci¨® o es considerado un extranjero en aquella a la que se adhiere ideol¨®gicamente) es lentamente sustituida, en nuestros d¨ªas, por la del artista integrado o que coquetea visiblemente con los valores al uso (el dinero, la fama, la competencia), como si padeciera una suerte de esquizofrenia: mientras considera que la funci¨®n cr¨ªtica sigue siendo el objetivo fundamental del quehacer intelectual y art¨ªstico, por otro lado aspira a los premios con que la sociedad ha beneficiado siempre a los d¨®ciles: el ¨¦xito, la fama, la nutrida cuenta bancaria, los viajes en jet y las vacaciones en las Seychcelles.
Aspiraciones que podr¨ªan ser muy leg¨ªtimas -todo el mundo pretende el ¨¦xito en su tarea, en su profesi¨®n, en su vida; pero no se puede confundir el ¨¦xito que significa un trabajo bien hecho con la consagraci¨®n p¨²blica, conceptos que muchas veces son opuestos- si en su base no hubiera un sustancial equ¨ªvoco: en las sociedades en que vivimos, la satisfacci¨®n de esas aspiraciones no pasa casi nunca por la justicia, sino por el oportunismo o el azar.
En el siglo XIX el poeta era un insensato: el loco, imagen con la que fue asimilado por la opini¨®n p¨²blica. El fil¨®sofo o el intelectual era un revolucionario: un utopista, un visionario. En nuestros d¨ªas, la imagen del intelectual y del artista se confunde muchas veces con la de los productos de consumo: objetos perecederos y muy difundidos, que saturan el mercado y son sustituidos por otros de iguales caracter¨ªsticas.
El s¨ªmbolo del "animal antediluviano con cola" es reemplazado por la imagen de esa enorme librer¨ªa de Nueva York donde se acumulan, en prolijos anaqueles, miles de best-sellers hoy completamente olvidados. Genios de un d¨ªa que saturaron las pantallas de televisi¨®n, los c¨®cteles y las p¨¢ginas de los diarios, y cuyas obras ya nadie, conserva en las bibliotecas. (Me pregunto muchas veces qu¨¦ se hace con los best-sellers obsoletos. ?Se los lee y se los tira? ?Se extrav¨ªan -como por casualidad- en el asiento de un autob¨²s o se los abandona en la butaca de un avi¨®n? ?Hay barcos que arrojan en alta mar su carga de best-sellers in¨²tiles?)
Antiguamente, los poetas, los intelectuales y artistas lanzaban bombas, hac¨ªan temblar -como J. Swift- con sus panfletos las decisiones de los reyes, desacataban las normas p¨²blicas y privadas. Eran inc¨®modos para todo el mundo en la calle, en los salones, en los dormitorios; y no me refiero, claro est¨¢, s¨®lo a esos gestos destemplados o a esos esc¨¢ndalos peque?os que ahora tambi¨¦n se producen s¨®lo para aparecer en las p¨¢ginas de los diarios: el esc¨¢ndalo es pueril frente a la verdadera rebeld¨ªa. Se desacatan las peque?as normas porque se aceptan las fundamentales.
Ahora -quiz¨¢ a imagen de EE UU: casi todo nos viene de all¨ª, lamentableniente-, el intelectual y el artista van todas las noches a un c¨®ctel a dejarse ver; los libros se presentan en pubs de moda, en hoteles o restaurantes; el certificado de identidad de un escritor no lo da la obra, sino la pantalla del televisor, y en la sociedad de los intelectuales y artistas se extiende, impl¨ªcito, un extra?o pacto: no hablar jam¨¢s del ser, sino del parecer. Mientras los futbolistas hablan de su oficio, y los economistas del suyo, los intelectuales y artistas cada vez hablan menos del propio; no ya por aquella mala conciencia que diagnostic¨® JeanPaul Sartre, sino por una especie de pudor malentendido: como antiguos dinosaurios avergonzados de su anacronismo que s¨²bitamente tuvieran la oportunidad de exhibirse en p¨²blico. Olvidando, quiz¨¢, que esos viejos dinosaurios podr¨ªan lucir sus largos cuellos, su pesado esqueleto, sus esputos de tisis con gran dignidad en medio de nuestras modernas avenidas repletas de autos y de poluci¨®n, porque simbolizan (como el poeta) la nostalgia por un mundo de armon¨ªa y de belleza que est¨¢ fuera del tiempo: ni en las torpes regresiones al pasado ni en las utop¨ªas del futuro.
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