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Argentina y los muertos sin adi¨®s

Sobradamente conocida es la experiencia, casi cotidiana, de que cuando, en ocasi¨®n de un viaje corto o largo, alg¨²n contratiempo inesperado nos impide despedirnos de cualquier persona con la que tengamos mutua y t¨¢cita necesidad y convenci¨®n de despedida (y aun este que podr¨ªamos llamar deudo de despedida se extiende a mayor o menor n¨²mero de parientes, amigos y allegados, seg¨²n la longitud y duraci¨®n de cada viaje), no deja luego de aguijoneamos en el viaje un m¨¢s o menos impaciente estado de desasosiego y de aprensi¨®n. No cabe duda de que, por lo com¨²n -al menos hoy que los viajes son harto frecuentes y se los suele sentir, con menos fundamento que optimismo, como poco azarosos-, la acci¨®n deliberada del razonamiento logra aplacar en mayor o menor grado esta ansiedad, aunque no tanto como para que, si la ocasi¨®n se presta a ello, el viajero renuncie a subsanar durante el viaje mismo la falta de despedida. Si, por ejemplo, se trata de un automovilista, intentar¨¢ llamar desde cualquier tel¨¦fono de la carretera, y el rec¨ªproco "menos mal que te encuentro" y "menos mal que has llamado" de las voces del ido y del quedado sosegar¨¢ sus almas con el efecto de una reparaci¨®n, como la no por tard¨ªa menos suficiente reanudaci¨®n de un cabo suelto que el sentimiento no acababa de aceptar sin inquietud que quedase por atar.Digo que la despedida es, en sentido riguroso, un rito. As¨ª que la innegable necesidad de despedirse nos lleva de la mano a describir n¨ªtidamente, sobre su figura, la unci¨®n del rito. Esta funci¨®n la defin¨ªa yo en un libro inacabado (que, by the way, lleva ya unos 10 a?os sumido en un caj¨®n, durmiendo no s¨¦ si el sue?o de los justos o el de los injustos) sobre la ritualizaci¨®n del saber y la cultura, el conocimiento y la ense?anza, a partir del ejemplo de su m¨¢xima exacerbaci¨®n en el imperio chino tras el advenimiento, en 1368, de Chu-Y¨¹ang Chan, T'ai Tsu, protodinasta de los Ming. All¨ª la funci¨®n del rito se defin¨ªa arbitrariamente y sin m¨¢s explicaciones, en el arranque mismo del ensayo, como "protecci¨®n del l¨ªmite". Esta misma definici¨®n es la que voy a hacer valer ahora para la despedida, pero advirtiendo que s¨ª bien el rito resultaba en extremo malparado en el examen de su imposici¨®n estatal sobre la gerencia administrativa de los estudios y el saber, tal conclusi¨®n adversa no prejuzga, en modo alguno, la valoraci¨®n que pueda merecer ni el rito en general, ni, consiguientemente, su aparici¨®n concreta en la acci¨®n de despedirse.

'Mourir un peu'

La partida para un viaje es el l¨ªmite que divide el estado de uni¨®n del estado de separaci¨®n entre el que se va y el que se queda, o, en el tradicional lenguaje del amor, la presencia de la ausencia. En ese l¨ªmite, atirant¨¢ndose como una cuerda de arco, se crea de pronto la tensi¨®n de la distancia, que se concreta para el sentimiento como la doble y antag¨®nica tensi¨®n de la confianza de volverse a ver junto al temor de no volverse a ver. Que el alma siente necesidad de protecci¨®n para ese trance y que es el acto de la despedida lo que subviene a tal necesidad, proveyendo, aunque sea, con diversos grados de eficacia, la id¨®nea protecci¨®n, parece demostrarlo el ya descrito estado de inquietud que el fallo en la intenci¨®n de despedirse origina en el alma de los que la partida ha separado. La tesis, pues, es que si la partida es un l¨ªmite que necesita protecci¨®n, atrae de modo inevitable al rito -cuya funci¨®n es protecci¨®n del l¨ªmite-, y aqu¨ª ese rito no es otro que el de la despedida.

La despedida pone un marco -umbral, jambas, dintel-, no por imaginario menos efectivo, al l¨ªmite que traspasa la partida. Es justamente ese marco imaginario el que se hace sensible y material cuando el buen arquitecto, el que sabe sentir de verdad lo que es la casa, acierta a dar al portal ese adem¨¢n materno y protector, esa c¨¢lida unci¨®n de espacio consagrado, que conviene al lugar de la partida y el retorno. La protecci¨®n del marco no se extiende tan s¨®lo sobre la esperanza de volverse a ver, sino tambi¨¦n sobre el temor de no volverse a ver, pues temor y esperanza no son m¨¢s que el anverso y el reverso de una misma moneda. Si las personas estuviesen siempre totalmente seguras de volverse a ver no necesitar¨ªan despedirse; se despiden, sin duda, para volverse a ver, pero precisamente en la medida en que al mismo tiempo se despiden por si no llegan a volverse a ver. Hasta qu¨¦ punto el rito protege tambi¨¦n el no volverse a ver se manifiesta en la manera en que, cuando efectivamente ocurre la desgracia, la despedida es justamente lo que al instante surge como el primer asidero que, palpando a tientas, por as¨ª decirlo, en la negrura del desgarramiento, halla la mano del recuerdo, y al que se aferra con el alma entera como al primer sost¨¦n, como al punto de referencia cardinal, para la cornprensi¨®n y aceptaci¨®n de la tragedia.

Desmitiricaciones

La ufana necedad que -a semejanza de un m¨¦dico loco que hiciese las visitas rociando sin m¨¢s a toda la familia con un antibi¨®tico de espectro universal, sin preguntar siquiera qui¨¦n es el enfermo- espolvorea todas las cosas de este mundo con el celoso espray de la desmitificaci¨®n no se acobardar¨ªa tal vez. ante el empe?o de pulverizar del mismo modo el rito, todo rito. En lo que a la despedida se refiere, la cruzada desmitificadora averg¨¹enza, tach¨¢ndolos de cursis y de melodram¨¢ticos, los ¨²ltimos pa?uelos que a¨²n osan agitarse, respondi¨¦ndose mutuamente, a la manera antigua, en las manos del que se queda y en las del que se va. En la superficialidad de su procedimiento sumar¨ªsimo toma el achaque puramente t¨¦cnico del desgaste inevitable de unas concretas formas ostensibles -de las que todo rito ha de servirse- por un seguro alegato de descr¨¦dito y descalificaci¨®n del rito mismo. Inevitablemente, y por la inercia de su propio impulso, la excomuni¨®n del rito del pa?uelo se hace extensiva a los mismos sentimientos en que se sustentaba, hasta la absurda arrogancia de tachar de gesteros, afectados, inaut¨¦nticos, los corazones de los antepasados que hicieron flamear millones y millones de pa?uelos desde los malecones de todos los puertos y todos los andenes de estaci¨®n del mundo entero y desde todas las ventanillas de los trenes y bordas de los barcos, al partir y hasta la p¨¦rdida de vista. Pero al final ya me dir¨¢n ustedes si es una nueva y clara humanidad ilustrada la que hace que la necesidad del rito se vea abocada, por s¨ª misma, a muerte, como una penitencia de barbarie antigua, o no es m¨¢s bien la inhumanidad de la nov¨ªsima barbarie renaciente la que parece tener necesidad de que la t¨ªmida y sabia luz del rito termine de morirse de una vez.

El l¨ªmite

El rito ilustra, pauta, delimita, ubica a la conciencia; pone marcas virtuales a lo inaprensible, pone puertas al campo de lo imponderable; lindes, hitos, umbrales, que son ¨ªndices localizadores, orientadores, relacionadores, que esbozan un horizonte en cada trance, porque lo primero que la conciencia necesita es saber por d¨®nde anda, d¨®nde est¨¢. Quiz¨¢ ni tan siquiera hay que entender como una limitaci¨®n de la conciencia el que haya de atenerse a estas se?ales, del mismo modo que a nadie jam¨¢s se le ha ocurrido (sin que esto valga aqu¨ª m¨¢s que como met¨¢fora) tener por l¨ªmitadora servidumbre de la navegaci¨®n, sino, por el contrario, como algo que la fac¨²ltaba para un aumento incalculable en su libertad de movimientos, el que lograse sujetar y someter sus rumbos a referencias estelares, a puntos cardinales, a la abstractiva f¨®rmula de ubicaci¨®n por valores num¨¦ricos sobre la convenci¨®n de imaginarias redes cartogr¨¢ficas. El rito es el aparato de marcas sobre el que se establecen las relaciones topol¨®gic¨¢s primarias en que se configura y en que acierta a moverse la conciencia, y la primera y m¨¢s fundamental de esas relaciones, en que tal vez se fundan y a la postre remiten todas las dem¨¢s -como hemos visto que remite, al cabo, la que concierne a la partida y a la separaci¨®n-, es la que se refiere al l¨ªmite supremo de la muerte, la que deslinda con toda nitidez los que de tiempo inmemorial se llaman el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Los sin descanso

Otra experiencia quiz¨¢ tan conocida como la del comienzo, aunque infinitamente m¨¢s pat¨¦tica es la de que cuando, por ejemplo, un chico se ha ahogado en el r¨ªo y por los m¨¢s variados testimonios oculares se ha logrado tan plena certidumbre de su muerte como para que llegue a apagarse por completo, y contra toda la resistencia del deseo, hasta el ¨²ltimo rescoldo de esperanza en el alma de los padres, pero sin que el cad¨¢ver haya sido

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encontrado y recobrado todav¨ªa, ellos a¨²n han de verse arrebatados, c¨®mo en una segunda y p¨®stuma agon¨ªa, en nuevas, y largas horas de espera y de tormento, hasta que el cuerpo del ni?o no aparezca. No esperan de ello ninguna convicci¨®n, pues ya est¨¢n totalmente penetrados de la horrible certidumbre, pero cuando el cad¨¢ver es finalmente rescatado, los padres, aun en medio de todo su dolor, descansan, como si s¨®lo ahora el sentimiento pudiese disponerse al reconocimiento cabal de la tragedia.

Dec¨ªa Juan de Mairena que el hombre tiene tanto amor por la verdad que est¨¢ dispuesto a aceptar hasta la m¨¢s amarga, o sea la de la muerte. Parece que hay que alegar que esto es as¨ª, pero con una precisa condici¨®n: la de que ese l¨ªmite m¨¢ximo y supremo que es el que separa la vida de la muerte aparezca ante la conciencia bien marcado, inequ¨ªvocamente fijado y definido. El temor a cualquier confusi¨®n o ambig¨¹edad a tal respecto lo atestigua del modo m¨¢s rotundo el hecho de que siempre, en todas partes, haya sido la muerte lo que ha reclamado sobre s¨ª la protecci¨®n del rito con una fuerza incomparablemente superior a la que pueda. observarse en otra cosa alguna de este mundo.

Todo retorno turbador al sue?o, todo gimiente errar entre las sombras de la noche, o, en fin, toda ominosa permanencia del muerto entre los vivos se han referido siempre, tanto en la tradici¨®n letrada como en la popular, a cualquier clase de falta o transgresi¨®n en la observancia de aquello que deslinda y protege suficientemente la frontera entre el reino de los muertos y el reino de los vivos. Las almas en pena, los esp¨ªritus que no encuentran descanso, ion difuntos a los que -en el aspecto que fuere en cada caso- no les fue concedida, satisfactoriamente, la separaci¨®n; es la culpable o inocente conciencia de los vivos la que una y otra vez vuelve a evocarlos, su propia turbaci¨®n la que los plasma, la que forma en el aire su voz y sus lamentos. As¨ª la molinera ad¨²ltera del cuento -que ha amarrado el cad¨¢ver del marido asesinado al tramo inferior del eje de la turbina del molino, donde queda girando sin descanso hasta que el turbi¨®n del agua acelerada acabe de corroerlo y dispersarlo- se ve noche tras noche turbada en mitad del sue?o y atormentada en el desvelo por la voz del marido, que repite: "Mar¨ªa, Mar¨ªa,/ tres gatitos mayan, / tres ara?as tejen, / tres jinetes pasan: / la vida que me quitaste, / la tierra que no me diste,/ la cruz que me negaste".

La muerte argentina

Por todo esto es por lo que, ante las noticias de un proyecto de autoamnist¨ªa, tiene uno la impresi¨®n de que los militares de la Junta argentina no han llegado a entender todo el alcance de lo que han perpetrado contra su pa¨ªs, no han comprendido a¨²n la enormidad de la profanaci¨®n que, por el punto vital en que el hachazo se ha ensa?ado, constituye la acci¨®n para la que hoy pretenden arrogarse la merced del olvido. No advierten que Io actuado rebasa cualquier l¨ªmite de cuanto pueda ser cuesti¨®n de venganza o de justicia, de expiaci¨®n, de arrepientimiento o de perd¨®n. Nada en el mundo cubrir¨¢ la herida de unas muertes que no han sido marcadas y refrendadas como muertes, que no han sido sensiblemente acreditadas para la conciencia de los que sobreviven, que no tienen siquiera fecha ni lugar. La muerte argentina -la desaparici¨®n- no ha producido muertos, sino sombras -sombras perpetuas en medio de la vida, y no im¨¢genes n¨ªtidas en la memoria-, porque no ha permitido se?alar y proteger debidamente el l¨ªmite, dejando tan s¨®lo niebla e incertidumbre (y no me refiero aqu¨ª a la incertidumbre en el sentido f¨ªsico de si habr¨¢n muerto o no) entre los que se fueron y los que se han quedado. Y sino est¨¢ bien claro y protegido el l¨ªmite, el All¨¢ permanece en el Ac¨¢, y, por reflejo, el Ac¨¢ se adentra a su vez en el All¨¢; as¨ª, la muerte argentina no ha producido muertos y dejado vivos, sino que de los que no han vuelto a ser vistos ha hecho mediovivos, y, por reflejo, de los que no han vuelto a verlos ha hecho medio-muertos. Ha dejado la vida y la muerte entrecruzadas, confundidos los vivos con los muertos. Y por mucho que se pudiese averiguar, por mucho que se exhumase y comprobase, el l¨ªmite no puede ya ser reconstruido. El rito tiene su forma y su ocasi¨®n, y cuantos datos hoy, tan a deshora, pudiesen aportarse no ser¨ªan ya m¨¢s que huecas abstracciones totalmente inservibles para aquello que solamente el rito podr¨ªa haber ofrecido: la comprensi¨®n y convicci¨®n cordial de la muerte de sus muertos en la conciencia de los que sobreviven.

Tal es el irreparable golpe descargado en el alma del pa¨ªs, y con el que la Junta militar ha perpetrado el extremo iinaginable de inhumanidad y de barbarie; una barbarie que habr¨¢ que estimar tanto m¨¢s profunda, desde el punto de vista subjetivo de los propios fautores, por cuanto no aparentan siquiera adivinar su peso. Porque la maldici¨®n que probablemente nunca hayan proferido de una manera expl¨ªcita y consciente los miembros de la Junta, pero que s¨ª han cumplido de hecho por su mano contra decenas de millares de argentinos -y me refiero a los que sobreviven, a las madres y familiares de los muertos- no es ni m¨¢s ni menos que ¨¦sta: "?Que te maten a aquellos que m¨¢s quieres y no sepas ni c¨®mo, ni d¨®nde, ni cu¨¢ndo, ni puedas despedirlos ni enterrarlos!".

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