Una curiosa paradoja
Desde las discusiones entre Tras¨ªmaco y S¨®crates, en La Rep¨²blica, hasta H. St. Chamberlain (no confundir con Neville Chamberlain, el primer ministro brit¨¢nico que no pudo parar los pies a Hitler) y Rosenberg, han sido legi¨®n los pensadores dedicados a analizar y justificar la guerra. Se trata de una curiosa paradoja, porque, ?para qu¨¦ necesita la guerra ser justificada? En tanto que hacer la guerra vale por abominar de cualquier tipo de convenio, ?en virtud de qu¨¦ c¨®digo ha de invocarse su justificaci¨®n? Los hombres, sin embargo, persisten en la doble actitud de hacer la guerra y discutir sobre sus principios ¨¦ticos, en fuerza de algunos de los cuales -que se expresaron a trav¨¦s de unas vagas alusiones a los llamados derechos de la humanidad- la tropa nazi fue juzgada y simb¨®licamente ahorcada en la persona de algunos de sus jefes. Pero eso fue a posteriori y tambi¨¦n por parte de quienes pod¨ªan ejercer sin mayores problemas la violencia de Estado. Incluso una persona tan af¨ªn a la guerra como Georges Sorel dice, en sus Reflexiones sobre la violencia (1906): "Nunca he sentido por el odio creador la admiraci¨®n que Jaur¨¦s le profesa; no experimento por los guillotinadores las mismas indulgencias que ¨¦l, y me horroriza cualquier medida que pueda afligir al vencido bajo un disfraz judicial. La guerra hecha a plena luz, sin ninguna atenuaci¨®n hip¨®crita y con miras a aplastar a un enemigo irreconciliable excluye todas las abominaciones que han deshonrado a la revoluci¨®n burguesa del siglo XVIIII,'.Admitir lo que queda dicho significa algo no muy diferente a proclamar la existencia de una guerra limpia, la hecha a plena luz, cara a cara y sin hipocres¨ªas, que ser¨ªa v¨¢lida y aun justificable frente a otra supuesta guerra sucia, un tanto oscura, traicionera y falaz. Pero no nos enga?emos, ya que lo que Sorel propone como guerra aceptable (?y deseable?) es, al fin y a la postre, la guerra total, aquella a la que la invocaci¨®n de los ya aludidos derechos de la humanidad califica de b¨¢rbara.
No resulta f¨¢cil saber -ni aun adivinar ni intuir- tanto lo que pueden llegar a ser los derechos humanos como el propio acto de la guerra v¨¢lida. La vara de medir conciencias y conductas experimenta muy considerables y el¨¢sticas modificaciones, a menos que hayamos de pensar, por ejemplo, que los vietnamitas no forman parte de la especie humana y, en justa correlaci¨®n, pueden ser defoliados sus bosques, arruinadas sus cosechas, arrasadas sus f¨¢bricas e incluso ellos mismos quemados con napalm o bombas de f¨®sforo, seg¨²n convenga. Y todo sin descender a la consideraci¨®n individual, en la que nos encontrar¨ªamos con muestras sobradas de un sadismo psic¨®tico. Pero recu¨¦rdese que la guerra no la hacen los psic¨®patas, o al menos no son s¨®lo ellos los que se ocupan de tan curiosa industria. No cabe suerte alguna de argucias ni disculpas sobre la salud mental cuando se planea, se presupuesta, se provee, se dota, se administra y se controla todo el fondo necesario para que la guerra, sucia o limpia, pueda tener lugar.
Estamos tan habituados a vivir al borde del precipicio de la guerra, que su comentario no resulta ya ni tema suficiente y v¨¢lido de conversaci¨®n. Quiz¨¢ haya un mecanismo de bloqueo psicol¨®gico que nos impida tomar en serio la m¨¢s absoluta de las evidencias: la de que el mundo se encuentra, desde el punto de vista de lo posible, enfrentado a una guerra que sin duda ser¨ªa la ¨²ltima y definitiva. La tendencia a confundir los deseos con los pron¨®sticos -en las mentes po¨¦ticas se barajan la realidad y el deseo- nos est¨¢ llevando a esa atm¨®sfera de alegre indiferencia que ahora, con la historia debajo del brazo, les endilgamos a los europeos de los a?os veinte y treinta de nuestro siglo. Pero de repente salta una chispa que nos permite contar con un simple atisbo de lo que, salvo muy improbable enmienda colectiva, comienza ya a convertirse en una evidencia estad¨ªstica, en una fr¨ªa certeza meramente administrat¨ªva. La ¨²ltima de esas luces relampagueantes ha sido el derribo del jumbo surcoreano por los aviones de combate sovi¨¦ticos: 269 cad¨¢veres que quiz¨¢ tengan derecho a preguntarse, desde el otro mundo, sobre el detalle de si han muerto en un acto de guerra sucia o en un trance de guerra limpia.
El derecho que se invoca para derribar un avi¨®n comercial durante el tiempo que, al menos de forma acad¨¦mica, se define: como de paz es el del respeto al territorio. Violar un territorio ajeno significa incurrir en la pena de muerte, pero esta consideraci¨®n no funciona sino cuando se trata de un acto gratuito, puesto que si las divisiones acorazadas se meten unos kil¨®metros en Afganist¨¢n, pongamos por caso, el hecho no es ya una violaci¨®n, sino una maniobra geopol¨ªtica. El que las maniobras geopol¨ªticas tan s¨®lo puedan ensayarse cuando ata?en a quienes no tienen fuerzas bastantes para responder adecuadamente es algo que, de nuevo, nos lleva a Sorel y los disfraces. La guerra total es, al fin y al cabo, el m¨¢s costoso de todos los deportes y queda muy lejos del alcance de los pueblos de segunda, quienes pueden -y suelen- entretenerse con los pronunciamientos militares, las guerras civilesi, los genocidios a escala dom¨¦stica y las disparatadas contiendas en las que cada ej¨¦rcito ataca por sitio diferente para que todos puedan proclamar la victoria. Tirar al blanco con unjumbo desarmado y abatirlo con 269 personas a bordo es algo muy distinto, y para entenderlo bastar¨ªa con preguntarse si la territorialidad y los derechos humanos hubieran permitido que la cosa sucediese al rev¨¦s y la aviaci¨®n surcoreana hiciera pedazos un Tupolev sovi¨¦tico.
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