N¨®voa Santos, o las dos fidelidades
Una ¨¦poca m¨¦dica se est¨¢ acabando, si es que no acab¨® ya. Me refiero a. la de los grandes cl¨ªnicos, a la de los grandes diagnosticadores de antes. Toda una l¨ªnea que incluye a un Clivostek, a un Osler, a un V. Bergmann, a un Mara?¨®n, a un Jim¨¦nez-D¨ªaz. En ella figura, con muy altos m¨¦ritos, el doctor Roberto N¨®voa Santos, m¨¦dico gallego, afincado, al final de su vida, muy corta, en Madrid.Eran los cl¨ªnicos capaces de obtener conclusiones diagn¨®sticas merced al empleo sutil y pormenorizado del di¨¢logo con el enfermo, a las exploraciones m¨¢s humildes y rudimentarias, a algunos someros datos de laboratorio. Cl¨ªnicos que viv¨ªan la aventura patol¨®gica al lado del paciente, d¨ªa a d¨ªa, con atenci¨®n terca, con preocupaci¨®n constante, con dedicaci¨®n indiscriminada. Hoy se hacen diagn¨®sticos muy certeros y sumamente perfectos, y aun complicados. Tenemos espl¨¦ndidos pat¨®logos. Pero la intuici¨®n cl¨ªnica fulgurante, lo que la gente llam¨® el ojo cl¨ªnico, desaparece. Mas yo no trato ahora de establecer in¨²tiles comparaciones. Trato de otra cosa, a saber, de caracterizar una actitud ya fenecida.
En la raza antigua de los curadores, quiz¨¢ por ese convivir en todo instante los avatares del sujeto paciente, por verlo sufrir, por ser testigo de la triste ineficacia de la terap¨¦utica de entonces, por asistir al desemboque tan frecuente en la muerte -un ser vivo que, en segundos, se convierte en cosa inerte-, por todo eso, la sensibilidad moral e intelectual les empujaba hacia el terreno de los problemas trascendentes, hacia las cuestiones esenciales, hacia el s¨ª y el no de la existencia. Resulta curioso que aquellos m¨¦dicos publicaran, casi sin excepci¨®n, trabajos en los que tales inquietudes b¨¢sicas eran acometidas de frente. Uno de esos ejemplares humanos -lo constituy¨® Roberto N¨®voa Santos. Fue un eximio cl¨ªnico, sin duda. Mas fue, al tiempo, un pertinaz, indagador de los secretos radicales de la vida, desde la meramente biol¨®gica hasta la m¨¢s laber¨ªntica y dif¨ªcil del esp¨ªritu.
Le preocup¨® a N¨®voa Santos la inc¨®gnita del engarce entre el cuerpo y el alma. Y la inc¨®gnita de la muerte. Y la de la vejez. Y la de la significaci¨®n ¨²ltima de la saudade, esa compleja realidad del alma gallega y portuguesa. Y muchas otras. Sobre ellas escribi¨® p¨¢ginas de gran penetraci¨®n. Sin duda lastradas de biologismo, pero no por eso menos sugerentes y vivaces. Aun ahora, ya pasados muchos a?os, poseen una firme presencia. ?Por qu¨¦? Pues, sencillamente, porque se nota c¨®mo esos textos obedecen a una necesidad interna del escritor, c¨®mo son el producto de una obsesi¨®n, de un af¨¢n por ver claro -y por mecanizar; por transformar en sencillo mecanismo lo nebuloso, lo informe, lo inapresable en palabras de concepto. Porque el lector palpa la dimensi¨®n de autenticidad que en ellas late. Y, adem¨¢s, porque la forma de la exposici¨®n es de una muy notable hermosura literaria. Quiz¨¢ un tanto barroca. Mas el barroquismo es otra dejas dimensiones del alma de la criatura gallega.
N¨®voa Santos muri¨® a los 48 a?os y dej¨® una huella profunda, pero no perdurable, en las gentes de Galicia y de fuera de Galicia. Ahora, las nuevas generaciones apenas si le conocen. Mas yo creo que debe reavivarse figura humana tan significativa. Convendr¨ªa, por ejemplo, estudiar lo que hombres de esa talla han influido en los hombres de hoy, quiz¨¢ sin que ¨¦stos lo sepan. Y convendr¨ªa, sobre todo, sistematizar sus ideas, poner al descubierto la trama estructural que confom¨® su esp¨ªritu creador.
N¨¦voa Santos fue un atormentado ante el problema de la pervivencia m¨¢s all¨¢ de la muerte. En esto se empareja con don Miguel de Unamuno. Pero as¨ª como el vasco ped¨ªa ¨¢ gritos la inmortalidad concreta, la de su persona, "con mi chaqueta y mi chaleco", le o¨ª decir un d¨ªa -y no recuerdo si hasta as¨ª lo escribi¨®-, el gallego confiaba, inquieto y al tiempo esperanzado, en la existencia de tres realidades humanas. Una, la realidad inteligente: los contenidos de la conciencia, los engramas, que est¨¢ ¨ªntimamente ligada al cuerpo, esto es, a la organizaci¨®n. Una segunda realidad, la extracorp¨®rea, ya desasida, con la muerte del soporte org¨¢nico. ?sta es como el testimonio actuante e impalpable de las gentes muertas. Es, en suma, la primera forma del m¨¢s all¨¢ de la organizaci¨®n. Es lo que puede sobrevivir, lo que, ciertamente, sobrevive. Pero, en ¨²ltima instancia, cabe preguntar si por ventura existe una tercera realidad espiritual. Algo "con fuerza aut¨®ctona, gen¨¦ticamente distinta de la inteligencia que se manifiesta en el mundo organizado". Llegados a este punto, el meditador introduce un espacio de respeto. Para ¨¦l, la empresa de ahondar en esa ¨²ltima realidad ya no incumbe a la biolog¨ªa, esto es, a la ciencia, sino a la metaf¨ªsi-
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ca. Y esa metaf¨ªsica conduce directamente a Dios. A un Dios abstracto en el que N¨®voa Santos vagamente confiaba. As¨ª pues, la actitud mental del gran cl¨ªnico va hoy muy de par con la de los f¨ªsicos. Con lo que Banesh Hoffmann califica de "ascensi¨®n magn¨ªfica del qu¨¢ntum... a la filosof¨ªa". Es el mismo rendimiento a otros postulados, es la aceptaci¨®n de la "realidad velada" de los investigadores at¨®micos que jam¨¢s nos ser¨¢ dado conocer. Es, en definitiva, la aceptaci¨®n resignada de los propios l¨ªmites.
Don Miguel de Unamuno dej¨® escrito que "ese pensamiento de que me tengo que morir y el enigma de lo que habr¨¢ despu¨¦s, es el latir mismo de mi conciencia". Tambi¨¦n lo fue para Roberto N¨®voa Santos. Mas en nuestro pr¨®logo, la soluci¨®n, difuminada y entregada, a la esencial dificultad del entendimiento de la muerte, no supon¨ªa, ni mucho menos, el consuelo de la pervivencia de la persona individual. N¨®voa Santos no clamaba, no clam¨® cuando le toc¨® morir, como Michelet: "?Mi yo, que me arrebatan mi yo!", sino que supo resignarse, que supo asumir la despersonalizaci¨®n, la terrible despersonalizaci¨®n, el sentir -sentir, que no pensar- c¨®mo se iba hundiendo en la inconsciencia, c¨®mo su segunda realidad -"la realidad inteligente" se desencarnaba, c¨®mo perd¨ªa toda posibilidad de establecer una relaci¨®n, siquiera fuese tenue y huidiza, con el mundo de alrededor.. Para Bergson, al que N¨®voa Santos tanto admiraba, el cerebro es como "la punta acera da de un cuchillo". Y gracias a esa punta, gracias al cerebro, "la conciencia penetra en el tejido compacto de los acontecimientos, pero no es m¨¢s coextensivo a la conciencia de lo que la punta lo es al cuchillo".
Las neuronas trabajan y de su trabajo surge la vida del esp¨ªritu, surge la conciencia comme une phosphorescence aut¨®noma. Esa leve luminaria le bastaba al m¨¦dico gallego. Esa fosforescencia, quiz¨¢ encaminada a engrosar otras fosforescencias y engendrar una luz ¨²ltima y trascendente, qued¨® grabada, o mejor fuera decir insinuada, en. las reflexiones dram¨¢ticas y angustiadas de N¨®voa Santos. Con ellas adquiri¨® nuestro hombre su ¨²ltimo sosiego, su postrera paz espiritual.
Podr¨ªa seguir detallando los recovecos del pensamiento de N¨®voa Santos. No es preciso. Yo deseaba apuntar, solamente apuntar, la ¨ªndole egregia de sus inquietudes. Unas inquietudes dignas de atenci¨®n. Unas inquietudes muy actuales, aunque ya no lo sean los argumentos cient¨ªficos en los que se apoyan. Unas inquietudes que revelan una fuerte y original personalidad. Esta personalidad estuvo ligada a la mejor medicina de su tiempo y result¨® fecunda en aportaciones concretas al tesoro de la indagaci¨®n cient¨ªfico-natural, a la indagaci¨®n positiva. ?sta fue la inicial fidelidad del gran m¨¦dico gallego. Con todo, result¨® ser una fidelidad radicalmente insatisfecha. Y, por eso, la persona del curador N¨®voa Santos concluy¨® volc¨¢ndose sobre las cuestiones que la investigaci¨®n cl¨ªnica suscitaba y no estudiaba. Sobre las ultimidades de la criatura humana. Y a su individual manera de entender la vida, en la dimensi¨®n m¨¢s tr¨¢gica y conflictiva, se atuvo con dedicaci¨®n preferente.
?sa fue la segunda lealtad de N¨®voa Santos. La segunda y conmovedora lealtad. La, heroica y silente lealtad, N¨®voa Santos, magn¨ªfico pat¨®logo, sab¨ªa enfrentarse con radicalidades. Las viv¨ªa. Las experimentaba. Y con ellas a medio entender, y a medio solucionar, fue aliviando su personal incertidumbre, su espec¨ªfica angustia. El inmenso atractivo que su presencia ejerc¨ªa sobre los dem¨¢s, y muy especialmente sobre sus enfermos, iba m¨¢s all¨¢ de la confianza ciega en sus casi taumat¨²rgicos poderes diagn¨®sticos. Iba por un oculto camino. El camino que se establece en una extra?a y misteriosa relaci¨®n fisiogn¨®mica, como la estudiada por Tellenbach, como la elucidada por Kassner. En el gesto apenas esbozado, en el tono de voz, en el brillo inteligente de la mirada. En la expectaci¨®n de los silencios. Algo que ya no es mero trato instrumental. Pero algo en lo que se transparenta, como en filigrana, la vida fecundadora del esp¨ªritu. La vida de la segunda realidad, testimonio existencial y profundo de otra realidad inasequible. La realidad lejana que los sabios de hoy sospechan y, en el fondo, acatan.
La realidad que ni para ellos ni para nadie dar¨¢n jam¨¢s los aparatos. Pero que, a lo mejor, tambi¨¦n cura.
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