La memora de las cosas
Iba yo monte arriba, camino de Santiago de Pe?alba, dejando a un lado el Valle del Silencio por donde san Genadio buscaba se?or lejos del siglo en la bruma encendida de su alma. Arriba amanec¨ªa, el sol comenzaba a iluminar blanca espuma de nubes; abajo el valle justificaba su nombre a lo largo de calladas herrer¨ªas que si un d¨ªa dieron vida al r¨ªo, ahora callaban. Iba camino de un pueblo medieval, en los a?os sesenta, cuando a¨²n no hab¨ªa carretera.Era preciso alcanzarlo a lomos de mulo, entre canchales y barrancos, dejando atr¨¢s San Pedro de los Montes y su iglesia, dormida y saqueada, maltrecha entre caminos vecinales y canchales de escoria.
Santiago de Pe?alba dorm¨ªa tambi¨¦n su sue?o de nieve y siglos y fue preciso mucho llamar y suplicar para llegar a conocer por dentro la m¨¢s hermosa arquitectura del arte cristiano de su ¨¦poca. Entre arcos de herradura, pizarras y espada?as se fue pasando la ma?ana en tanto la blanca mole que da nombre al convento primitivo aparec¨ªa cada vez m¨¢s oscura, batida por el viento.
Era ya media tarde cuando iniciado el camino de retorno, apenas salvada la primera revuelta, me encontr¨¦ con Lutero por primera vez. Al punto reconoc¨ª su perfil singular, su inconfundible silueta, su adem¨¢n siempre dispuesto a sembrar el mal en torno, tal como lo ense?aban de ni?o en el colegio. Sin embargo, nada era en ¨¦l all¨ª enemigo, hostil. Por el contrario, me pareci¨® tranquilo, pensativo. Sentado sobre el viejo muro que defend¨ªa a un prado, parec¨ªa meditar sobre las miserias de este mundo tan poco de su agrado.
Como su siglo no hab¨ªa llegado todav¨ªa, le pregunt¨¦ el porqu¨¦ de aquel gesto; ¨¦l no me respondi¨®,-s¨®lo indic¨® con un leve adem¨¢n dos losas de cemento que, unidas sobre el c¨¦sped, parec¨ªan desafiar al m¨¢s all¨¢ bajo un cielo te?ido de nubes rojas como hoguera de herejes en la pesada lejan¨ªa.
Entonces supe que bajo aquellas losas esperaban el d¨ªa de su juicio final dos protestantes, marido y mujer, que cambiaron de iglesia en el lejano Buenos Aires, y una vez vueltos a Espa?a, al no existir m¨¢s cementerio que el cat¨®lico en aquellos lugares, fueron a dar con sus huesos al prado aquel, donde reposan todav¨ªa.
Tanta fe; de aquel modo mantenida desde tierra argentina hasta esta otra tan apartada y pobre, sobre montes y mares, cruzando oc¨¦anos, r¨ªos, me llevaron hasta la capital, donde, a pesar de silencios obstinados, consegu¨ª orientarme lejos de la monta?a, hacia el r¨ªo Jamuz, en busca de una capilla en pie todav¨ªa. Postrer residuo de la llegada de aquellos nuevos misioneros a Espa?a, se alzaba a un extremo del pueblo como hu¨¦sped inc¨®modo entre los palomares de las aldeas vecinas y multitud de vac¨ªos campanarios. La libertad de cultos que toler¨® la primera Rep¨²blica permiti¨® alzar algunas parecidas que a poco sucumbieron; a pesar de nacer unidas a un pu?ado de familias pioneras capaces de correr los riesgos de aquel tiempo. Aquellas aventuras primitivas hab¨ªan dejado paso a un mutismo obstinado en los que junto a ella viv¨ªan, haci¨¦ndoles callar incluso arete la misma fachada ro¨ªda por el viento de enero. Es, o era cuando yo llegu¨¦, como un dado de paredes ocres rematado por una c¨²pula deslucida. Una valla cubierta de tejados dejaba descubrir el edificio de redondas ventanas y un balc¨®n breve de madera, mirando al campo que all¨ª mismo empezaba, en vi?as a punto de brotar. M¨¢s all¨¢ el p¨¢ramo se abr¨ªa sobre cien bocas oscuras y profundas cerradas por toscas puertas, en colinas que eran bodegas subterr¨¢neas. Desde el horizonte agitado de los ¨¢lamos, la mirada hu¨ªa hasta el monte Teleno que los romanos bautizaron, nevado todo el a?o, como un modesto Everest blanco y azul tendido sobre el llano.
Salvada la valla, all¨ª estaba Latero de nuevo invit¨¢ndome a pasar. No parec¨ªa taciturno, sino activo, sereno, despejado, dispuesto a ense?ar a cualquiera su ins¨®lito y particular refugio. El suelo bajo mis pies sonaba en la madera reseca, gastada de tanto frotarla con arena del r¨ªo se?alando impertinentes mis pasos, dejando adivinar en la sombra unos cuantos bancos, simples tablas de pino o casta?o. Las paredes hab¨ªan sido encaladas muchas veces. Su ¨²nico adorno consist¨ªa en bandas de color y unos letreros que dec¨ªan: "Dios es luz", "Dios es amor", "Nosotros predicamos a Cristo crucifica
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do.
Tambi¨¦n hab¨ªa un facistol y cuatro sillas de paja junto a la puerta. Tratando de saber qui¨¦nes eran nosotros y qui¨¦n el fundador de la capilla, cuyo nombre figuraba junto a la puerta sobre una l¨¢pida del mismo m¨¢rmol que las columnas de Pe?alba, volv¨ª a la capital intentando encontrar en ella r¨¦plica actual a aquel fanal de yeso y madera alzado junto a un r¨ªo, sobre un mar de arcilla que surt¨ªa de c¨¢ntaros y ceniceros a unas cuantas provincias.
Por entonces eran tiempos dif¨ªciles no pod¨ªan anunciarse las capillas ni siquiera con un modesto r¨®tulo, como si el mal acompa?ara a¨²n a las palabras de aquel monje agustino capaz de poner en duda la misma autoridad del papa y plantar cara a la cat¨®lica Roma. .
Me cost¨® gran trabajo averiguar que aquella comunidad pertenec¨ªa a la iglesia m¨¢s numerosa entre las que reun¨ªan a los protestantes espa?oles, rigi¨¦ndose por consejos de ancianos, as¨ª llamados no en raz¨®n de su edad sino de su experiencia. A m¨ª me pareci¨® tambi¨¦n muy espa?ola, habida cuenta de que en ella no se admiten jerarqu¨ªas y cada cual se considera independiente de las otras. Sus miembros padec¨ªan parecidos problemas a los de los cat¨®licos, agudizados por su condici¨®n de minor¨ªa a un tiempo olvidada y orgullosa. Cierto d¨ªa merodeando en torno a la capilla de la capital me encontr¨¦ ante su puerta con un espeso remolino de gentes y coches. No hab¨ªa llegado la libertad de cultos, tal como yo me imagin¨¦. Se trataba solamente de un entierro. Me un¨ª a la comitiva y cruzamos la villa rumbo a su cementerio, separado del cat¨®lico por una tapia colosal que ya de por s¨ª parec¨ªa s¨ªmbolo de defensa en una guerra invisible pero viva y re?ida todav¨ªa. All¨ª las salvas eran duras o ir¨®nicas palabras del pastor que, hablando al muerto, en realidad se dirig¨ªa al enemigo vivo del otro lado, m¨¢s all¨¢ de la grave muralla. Yo entre tanto me dec¨ªa que si la fe es capaz de mover monta?as bien se ve¨ªa que quien alz¨® tal valla no quiso correr el riesgo de un posible contagio, como en tiempos remotos, sino cerrar el paso a cualquier otra doctrina religiosa. Luego vinieron c¨¢nticos de voces poco afinadas y por fin all¨ª vi a Lutero por postrera vez, escuchando quiz¨¢ sus propios himnos, pensando en su nuevo testamento alem¨¢n, primera obra maestra de su idioma. Como yo tambi¨¦n era y soy escritor quise hacer de todo ello una novela contada justamente desde la huella que aquella valla dejar¨¢ en la tierra el d¨ªa que desaparezca. Se titul¨® y se titula Libro de las memorias de las cosas y le fue concedido el premio Nadal en una noche afortunada para m¨ª y en parte para el autor de tantos escritos teol¨®gicos qu¨¦ por entonces nunca llegar¨ªan a las imprentas espa?olas. Ahora parece que su suerte esta cambiando. Las dos losas de cemento all¨¢ en Santiago de Pe?alba aparecen cubiertas por un tejadillo que las defiende de la nieve y de los vientos de marzo. Incluso se habla de hacer santo a aquel maldito fraile revolucionario condenado por Carlos V en Worms. Ser¨ªa curioso verle subir al p¨²lpito a predicar en la m¨¢s francesa de nuestras catedrales, contemplar sus vidrieras al ponerse el sol, pasear sus rincones o posar para que su retrato en piedra de Le¨®n viniera a orillas de la Virgen del Dado, tal como quiere la leyenda, como un soldado m¨¢s en busca de una jugada de fortuna que lo lleve definitivamente hasta las puertas de una tranquila eternidad.
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