El para¨ªso de Ignacio Gallego
No se trata de impresionar a nadie con un melodrama campesino, pero Ignacio Gallego vino al mundo en la m¨¢s absoluta miseria, hijo de unos alpargateros de la sierra de Segura, que luchaban con esfuerzo ib¨¦rico por encaramarse cada d¨ªa a un trozo de pan. A los cinco a?os qued¨® hu¨¦rfano de padre en compa?¨ªa de una recua de hermanos, y ante semejante desgracia, las fuerzas viva! de la localidad, reunidas en la sacrist¨ªa, tomaron la decisi¨®n, probablemente democr¨¢tica, de meter a esta prole desarrapada en el hospicio provincial. Si el acto de caridad P¨²blica no se llev¨® a cabo fue porque se opuso la madre, encapelladora de oficio, mujer de luto racial, que opt¨® por amamantar a sus cr¨ªas con la leche agria del infortunio y otros frutos secos. La familia se traslad¨® a Bienservida, lugar de los abuelos, y all¨ª el Dios de los jornaleros le ech¨® muy pronto una mano. Hizo que muriera el porquero del propietario principal y el zurrapa Ignacio Gallego, antes de recibir la primera comuni¨®n, le sustituy¨® en el cargo. A los seis a?os guardaba cerdos de un amo invisible por los montes de Alcaraz y, as¨ª pas¨® la infancia y parte de su juventud, tocando la flauta con ca?as de carrizo, sacando un hilo musical del filo de las hojas de olivo en la soledad del latifundio.El ni?o fue a la escuela solo una ma?ana, ni m¨¢s ni menos, cosa que le sirvi¨® para ver de cerca brevemente la cara de un maestro, el mapa de Espa?a y el pizarr¨®n de los garabatos. Hay se?ores con cuatro t¨ªtulos universitarios que no saben distinguir un gorri¨®n de un estornino, una col de una berenjena, ni una becada de una perdiz si no est¨¢n servidas ya en el plato. En cambio, existen analfabetos llenos de sabidur¨ªa que mueven las orejas como las liebres. Al mando de una punta de gorrinos en medio del silencio tel¨²rico de la provincia de Ja¨¦n, Ignacio Gallego comenz¨® a sentir la emoci¨®n de la naturaleza. Se nutr¨ªa de alimentos terrestre, no a la manera de Andr¨¦ Gide, sino en forma de bellotas aut¨¦nticas, y adem¨¢s sab¨ªa elegir entre 100 hierbas la ¨²nica no venenosa. Sueltas a un acad¨¦mico en mitad del yermo y a los pocos d¨ªas te lo encuentras muerto boca arriba al pie de un alcornoque. Tambi¨¦n eso es cultura: conocer toda clase de brisas, ra¨ªces, insectos, p¨¢jaros y alima?as, ta?er la dulce zampo?a sobre la piara y sobrevivir como un r¨²stico profeta zamp¨¢ndose patas de saltamontes.A la banda por seis durosCuando ten¨ªa 10 a?os se produjo en el pueblo un gran acontecimiento. Al sacrist¨¢n mayor se le ocurri¨® fundar una banda de m¨²sica. Cualquiera pod¨ªa ingresar en ella, previo pago de 30 pesetas.
-Esos seis duros yo no los rob¨¦. Digamos que los extranje de la cosecha de aceituna.-?En la rebusca?
-Vareaba algunos olivos en plena producci¨®n hasta conseguir un par de celemines, que escond¨ªa en lugar seguro. Durante la rebusca me limit¨¦ a presentarlos. Me dieron las 30 pesetas.
-?Y se fiaron?
-Tampoco. Pero un t¨ªo m¨ªo, tambi¨¦n m¨¢s pobre que una rata, dijo que me las hab¨ªa prestado. Hab¨ªa una palabra.
Ignacio Gallego aprendi¨® a leer las notas del pentagrama mucho antes que las letras del abecedario. Y hasta los 17 a?os mantuvo una vida solar: tocaba el clarinete delante del ganado, en plan porquero de Amel¨ªn, recostado en el tronco de una encina y en las fiestas interpretaba la marcha real a pleno pulm¨®n, seguida del pasodoble Espa?a ca?¨ª, ¨²nico repertorio de la famosa charanga de Bienservida. Era un joven rebelde, analfabeto pose¨ªdo por la rabia interior, y compon¨ªa una estampa cl¨¢sica: una altivez de alpargata, culera zurcida en el pantal¨®n, soga de es parto en la cadera frente a una orla de guardias civiles sepias, capataces de varas, clero montaraz y olivareros de casinillo, todo re vuelto con la reata de hambrientos, unos humildes, que s¨®lo robaban melones, otros de dura crin, que ya bland¨ªan torvamente la hoz en el viento del sur. Ignacio Gallego perd¨ª¨® la fe de un modo muy simple. Resulta que una vez cada seis meses le apetec¨ªa comer carne y en la b¨®veda de la iglesia hab¨ªa un nido de palomas torcaces. Un d¨ªa comenz¨® a trepar por el retablo, escalando ornacinas, para darle a la caza alcance con menos m¨ªstica que san Juan de la Cruz. S¨®lo quer¨ªa merendarse un pich¨®n. Durante la ascensi¨®n furtiva por las columnas salom¨®nicas cay¨® en la cuenta de que aquellos santos sorprendidos por detr¨¢s, incluida la patrona del pueblo, s¨®lo estaban armados con palitroques llenos de telara?as. Se qued¨® sin Dios y con el clarinete pod¨ªa soplar con ¨¦l reciamente, pero no entend¨ªa esas palabras escritas encima de la partitura. Andante. Andantino. Allegro. Piano. Hasta que una tarde de mayo encontr¨® un ga?¨¢n, domador de cabestros, que conoc¨ªa el cat¨®n, y le ense?¨® a leer a la sombra de una pared encalada. Agotada la cartilla lleg¨® el momento en que aquel maestro gara?¨®n le dijo:
-Ya no s¨¦ m¨¢s.
-?Y qu¨¦ hago yo ahora?
-Que siga otro.
Entonces, el aprendiz de lector tropez¨® con un libro voluminoso cuyo t¨ªtulo era El hijo pr¨®digo, donde se narraban las aventuras de un negro muy simp¨¢tico. Ignacio Gallego luch¨® contra sus p¨¢ginas como un tartamudo tenaz y de pronto arranc¨®, tom¨® vuelo y ya no par¨® hasta deglutir cualquier clase de papel impreso, novelas, bandos, octavillas y los peri¨®dicos del tiempo que tra¨ªan art¨ªculos de Unamuno, Jim¨¦nez de As¨²a y Araquistain form¨¢ndose con el solitario ardor del autodidacto la propia empanada mental. Pero esto era ya en la ciudad de Ja¨¦n, en casa de unos parientes, adonde hab¨ªa ido a caer el zagal¨®n por consejo de la madre, que quer¨ªa remediarle de su malavida con los cerdos, cuyo jam¨®n siempre se com¨ªan otros. All¨ª entr¨® en un taller con dos reales de salario, incluso tres. De nuevo, el clarinete vino en su ayuda. El joven virtuoso se enter¨® de una realidad sublime. La banda de m¨²sica de Ja¨¦n daba un duro por soplar cualquier tipo de instrumento, siempre que el sonido emitido se pareciera a la obertura de: El Barbero de Sevilla. Ya est¨¢. Tocar el clarinete bajo una gorra y con casaca de botones dorados le permiti¨® acceder a la es cuela industrial y hacer el bachillerato a los 20 a?os, en forma de rudo pastor mezclado con los ni?os ricos de la burgues¨ªa. Aprendi¨® algunos rudimentos de una historia llena de pellejos disecados de reyes y batallas, logr¨® balbucir cuatro palabras en lat¨ªn y poco m¨¢s. Sus compa?eros de aula llevaban zapatos e ignoraban c¨®mo crece una mata de trigo, pero ¨¦l sab¨ªa cosas de la vida, por ejemplo la diferencia que existe entre plantar un olivo en estaca o en raig¨®n, injertar un acebuche, resistir con un tomate al d¨ªa y algo de preceptiva literaria, en cuyo examen ante el tribunal recit¨® con una exaltaci¨®n de poseso una parrafada de Unamuno sobre la angustia vital.
-Basta, basta.
-Yo quiero seguir.
-Puede retirarse.
-Que no.
-L¨¢rguese. Tiene usted notable.
La angustia vital era lo suyo, pero a continuaci¨®n se oyeron los gritos de la Rep¨²blica e Ignacio Gallego se vio dirigiendo las juventudes socialistas, dando m¨ªtines encaramado en un pajar. Ten¨ªa dentro del cuerpo ese don convulsivo de la soflama, que extrae de la garganta no precisamente melod¨ªas de clarinete, sino terribles frases magn¨¦ticas conectadas con el hambre antigua. Se especializ¨® en enardecer a un auditorio de braceros. Recorri¨® a pie los pueblos de la comarca y echaba encendidas peroratas desde el tabladillo de bidones, cobertizos, balcones, tesos, bancales y candilejas del teatro Cervantes. Cogi¨® cierta popularidad de agitador de descampado y al punto la olla, que hab¨ªa comenzado a hervir, estall¨®. Vino la guerra y en ella aquel ni?o porquero fue ele vado a l¨ªder de milicianos e imparti¨® por sucesivos frentes doctrina perentoria con mosquet¨®n de comunista.
Le esperaba Freud en persona
Ignacio Gallego hab¨ªa vivido 30 a?os de una historia de Espa?a en el interior de un friso de cerdos ajenos, bellotas, se?oritos, capataces, guardias civiles, jornaleros descalzos, caciques con garrota, madres de luto y lenguas mordidas por el silencio, un conglomerado de miseria campesina seguido de un fulgor revolucionario. De ah¨ª pas¨® directamente al exilio en el para¨ªso sovi¨¦tico, donde no le esperaba Stalin, sino el doctor Freud en persona. Resulta que en ese ed¨¦n de la metalurgia, por arte de magia y algunos golpes de hoz contra ciertos pescuezos, los porqueros eran funcionarios, los viejos ga?anes cantaban a coro en un orfe¨®n, los latifundistas trabajaban de cocheros, los arist¨®cratas se soplaban los d¨¢tiles pidiendo limosna con la nieve hasta el ombligo, los obreros compart¨ªan el mismo tocino con los pol¨ªticos y todos pod¨ªan ir por riguroso turno de vacaciones a un balneario de Crimea En aquella parte del planeta se hab¨ªa pasado de la alpargata a la pila at¨®mica, reinaba un orgullo de tractor y los rojos de aquel lugar se permit¨ªan el lujo de plantar cara al podrido mundo capitalista, que brillaba a lo lejos com¨ª o el vientre de una sardina en el basurero. Freud no perdona.
Despu¨¦s de muchos lances por tierra extra?a, Ignacio Gallego volvi¨® a Espa?a con la democracia, cuando sus camaradas vend¨ªan reconciliaci¨®n nacional, libertad, sufragio universal, pactos, compromisos y esa mariconada del eurocomunismo. Durante el franquismo hab¨ªan soportado lo m¨¢s duro de la represi¨®n, ten¨ªan m¨¢rtires en todas sus modalidades de gloria, h¨¦roes de potro de tortura, fusilados escuetos y despe?ados por la ventana de la Direcci¨®n General de Seguridad, un caudal que se ech¨® por la borda con tal de sacar cabeza a flor de alfombra y coger sitio en el Congreso de los Diputados. All¨ª estaba Ignacio Gallego convertido en un hilador de leyes burguesas y otros reglamentos. El invento no funcion¨®, pero ¨¦l asomaba su cabeza de le¨®n por encima de la tribuna de limoncillo y compart¨ªa el minu¨¦ de los pasillos, ponencias, comisiones, juntas de portavoces con un sue?o de jornalero en la testa. Con la sonrisa meliflua escorada a veces dec¨ªa en medio de un corrillo democristiano:
-Los braceros de Ja¨¦n tienen hambre.
-?Qu¨¦ barbaridad'
-Quieren trabajo
-Bueno, bueno, pues hay que votar.
-O que coman en casa Lucio.
El se?or Freud no perdona. En la desbandada del partido comunista, despu¨¦s de haber pasado por todo, en las v¨ªsceras ancestrales de Ignacio Gallego ha funcionado lo autom¨¢tico del subconsciente. De Espa?a guarda grabada al fuego una memoria de braceros, segadores, olivareros de rebusca, porqueros musicales, alcaldes testarudos, mu?idores mauristas, cabos de varas, viejas luchas, por el pan, se?oritos de casino, absentistas, m¨ªtines fogosos y cargas de la Guardia Civil. En la trastienda del recuerdo le aletea el para¨ªso sovi¨¦tico con el asalto al palacio de invierno, una mitolog¨ªa de f¨¢bricas alucinantes, cosacos flautistas, conciertos, veranos en el mar Caspio, granjas colectivas sin rentistas ni curas.
Con el salto mortal que Ignacio Gallego acaba de dar hacia el comunismo llamado prosovi¨¦tico, este hombre no ha hecho sino recobrar la infancia, ir en busca del tiempo perdido, a la manera de un Proust jornalero. Pero aquel paraje de la juventud no existe. En Espa?a hay injusticias. Puede incluso que haya miseria, s¨®lo que Ignacio Gallego se ha arrojado contra el espejo biselado de la adolescencia. Ahora, los braceros del campo, los fresadores de la Pegaso, los mec¨¢nicos de taller est¨¢n pasados por el prensapur¨¦s de la civilizaci¨®n de la imagen. Hoy, los l¨ªderes deben presentarse ante el p¨²blico con un m¨®rbido dise?o de anuncio de Martini, y el comunismo duro, la antigua arenga y la revoluci¨®n proletaria, tienen un perfil de calendario, el color sepia de aquellos carteles que ahora se venden en algunas librer¨ªas de lance.
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