El fracaso de Atenas
LAS EXPECTATIVAS de que la cumbre de Atenas, cita de los presidentes y primeros ministros de los pa¨ªses de la Comunidad Econ¨®mica Europea, alcanzara un acuerdo m¨ªnimo sobre su futuro han quedado frustradas por la incapacidad para superar sus diferencias internas sobre la financiaci¨®n del presupuesto comunitario. Mientras el Reino Unido considera excesiva su contribuci¨®n y quiere reducirla, con el argumento de que su renta por habitante es inferior a la de otros pa¨ªses y de que el presupuesto comunitario se aplica esencialmente a subvencionar los productos agr¨ªcolas, Francia intenta salvaguardar a toda costa los intereses de sus agricultores y situarlos por encima de cualquier otra consideraci¨®n. Tanto Thatcher como Mitterrand se han negado a aproximar sus posturas contrapuestas. Se dir¨ªa que el presidente de la Rep¨²blica Francesa est¨¢ resuelto a sacrificar a su t¨¢ctica electoral para los pr¨®ximos a?os -con la triple convocatoria del Parlamento Europeo en junio de 1984, de las legislativas en 1986 y las presidenciales en 1989- las grandes l¨ªneas de la construcci¨®n de una Europa unida. Cabe la posibilidad de interpretar el fracaso de Atenas como el comienzo de la agon¨ªa de la CEE, que implicar¨ªa el desvanecimiento del proyecto hist¨®rico de una federaci¨®n europea equilibradora de las tensiones mundiales y capaz de contrarrestar la bipolarizaci¨®n entre las dos superpotencias. En tal caso, los ideales de la idea europea pasar¨ªan a la historia como uno de tantos dise?os bienintencionados que los ego¨ªsmos nacionalistas apu?alan por la espalda. Sin embargo, tal vez se pueda seguir apostando por una variante menos ambiciosa del proyecto europeo, esto es, una laxa confederaci¨®n de Estados independientes con potencialidad para conservar latente la semilla federativa y con operatividad en el campo de las relaciones econ¨®micas y pol¨ªticas.
Esta segunda interpretaci¨®n est¨¢ anclada en las estructuras institucionales y las interdependencias econ¨®micas que ha generado la experiencia comunitaria desde su creaci¨®n en 1958. La CEE es actualmente una realidad mucho m¨¢s ambiciosa que una zona de libre comercio, al estilo de la Asociaci¨®n Europea de Libre Comercio (EFTA) y de los dem¨¢s ensayos intentados por grupos de pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo. En efecto, la Europa de los diez es un mercado de libre circulaci¨®n para los productos industriales, protegido de la competencia exterior por un arancel ¨²nico y com¨²n. A lo largo de estos a?os tambi¨¦n se ha ido formando trabajosamente un mercado agr¨ªcola, salvaguardado por una serie de complejos mecanismos orientados a mantener una preferencia para los agricultores y ganaderos de los diez pa¨ªses. Las monedas comunitarias se hallan entrelazadas de forma tal que sus variaciones son m¨ªnimas y, sin embargo, fluct¨²an violentamente frente al d¨®lar norteamericano o al yen japon¨¦s. La circulaci¨®n de trabajadores es pr¨¢cticamente libre, y se ha puesto ya en marcha un proceso de convalidaciones de t¨ªtulos y acreditaciones profesionales que permita a m¨¦dicos, arquitectos o abogados ejercer sus actividades en toda Europa. Hay, igualmente, un avanzado proceso de homologaci¨®n legislativa y se registran firmes tendencias a crear un espacio jur¨ªdico y financiero com¨²n. El presupuesto de la Comunidad, pese a haber desempe?ado en Atenas el papel de manzana de la discordia, es una v¨ªa redistributiva en favor de las zonas m¨¢s deprimidas de la CEE a trav¨¦s de ayudas y subvenciones. En definitiva, desde 1958 se ha ido fraguando una comunidad con rasgos supranacionales, cuyo desmantelamiento no ser¨ªa f¨¢cil sin repercusiones m¨¢s graves, fundamentalmente para Francia, que las actuales desavenencias.
La decepci¨®n de Atenas significa para la petici¨®n de ingreso de Espa?a y Portugal un serio contratiempo, pero no la p¨¦rdida de todas las esperanzas. El ultim¨¢tum amagado por algunos portavoces franceses respecto a la entrada de Espa?a, que ser¨ªa en 1984 o no ser¨ªa, est¨¢ demasiado cargado de coyunturalismo como para ser tomado al pie de la letra. De oficializarse esa inamistosa actitud, las relaciones entre Espa?a y Francia quedar¨ªan gravemente lesionadas, quiz¨¢ de forma irreparable, por mucho tiempo. Incluso tomando ¨²nicamente en cuenta los intereses franceses, una Espa?a pr¨®spera y democr¨¢tica dentro de la CEE ser¨ªa un excelente est¨ªmulo para el desarrollo de las zonas menos avanzadas del H¨¦xagono. En este sentido, Espa?a es la primera en predicar con el ejemplo. Para nadie es un secreto que nuestro ingreso en la CEE no pretende subvenciones o privilegios, sino que ha sido concebido, con gran aliento hist¨®rico, como un desaf¨ªo de modernizaci¨®n lleno de riesgos para nuestros industriales, agricultores y servicios.
La exclusi¨®n de Espa?a y Portugal de la CEE, relegados a seguir entre la Europa institucional y ?frica, implicar¨ªa la renuncia al equilibrio europeo entre el norte industrial y el Mediterr¨¢neo. En cualquier caso, la exigencia eventualmente impuesta a Espa?a de que las negociaciones para su ingreso quedasen obligatoriamente resueltas antes de concluir 1984 resulta abusiva y humillante. Negociar bajo esa presi¨®n es inadmisible, pero al menos la actitud de Francia ayuda a delimitar la verdadera imagen de Mitterrand: un nacionalista espeso, volcado hacia el militarismo -Chad, L¨ªbano, bomba de neutrones- en la peor de sus versiones.
En cualquier caso, el Gobierno espa?ol no puede presentar ante su opini¨®n p¨²blica un acuerdo con la CEE m¨¢s desfavorable para nuestros intereses que el negociado en 1970, y eso es lo que parece querer forzar Francia a base de poner plazo fijo a sus abusivas intenciones. ?Qu¨¦ raz¨®n de Estado podr¨ªan esgrimir los democristianos, los conservadores o los socialistas de los pa¨ªses europeos para sacrificar un proyecto hist¨®rico a c¨¢lculos electoralistas e intereses econ¨®micos, por respetables que sean ¨¦stos, y para condenar a dos pa¨ªses como Espa?a y Portugal a convertirse en los fundadores de una especie de Cuarto Mundo? Espa?a y la CEE deben seguir negociando en 1984, y si fuera preciso despu¨¦s de 1984, un acuerdo aceptable para ambas partes. Porque mientras exista la CEE, Espa?a seguir¨¢ siendo un firme candidato a convertirse en pa¨ªs miembro por la simple raz¨®n de que su petici¨®n satisface todos los requisitos establecidos por el Tratado de Roma.
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