La fiesta argentina
El general argentino Reynaldo Benito Antonio Bignone, alto, de pelo plateado y gafas doradas, en la tribuna del sal¨®n Blanco de la Casa Rosada impone al presidente constitucional, Ra¨²l Alfons¨ªn, los atributos de mando: una banda con los colores de la bandera nacional donde brilla un sol bordado en oro y el bast¨®n con ca?a de malaca y empu?adura de alg¨²n metal nobil¨ªsimo y labrado. Es una ceremonia sucinta, de un tenso protocolo, ante jefes de Estado, presidentes de Gobierno y delegaciones diplom¨¢ticas que han llegado a Buenos Aires el d¨ªa hist¨®rico del 10 de diciembre de 1983 para asistir como testigos a estas nupcias con la democracia. En el tinglado del recinto, bajo un escudo con ¨¢guila bic¨¦fala, est¨¢ el poder y la autoridad. Fuera, el pueblo ruge en la plaza de Mayo. El poder es ese se?or general que representa a la oligarqu¨ªa, a la represi¨®n sangrienta e in¨²til, al dinero convertido en esti¨¦rcol y a la derrota militar. La autoridad es ese caballero humanista de espeso rostro y bigote negro llamado Ra¨²l Alfons¨ªn, que acaba de recibir la consagraci¨®n de las urnas en unas elecciones libres. Despu¨¦s de firmar brevemente el acta de rendici¨®n, estaba previsto que la autoridad leg¨ªtima despidiera al poder real, aunque desacreditado, con un simple apret¨®n de manos en la escalinata principal de la Casa Rosada. No pudo ser. El fervor de la multitud, que se agolpaba contra la fachada profiriendo gritos, imped¨ªa una salida franca o una huida casi honorable. El general Bignone no os¨® atravesar el gent¨ªo por si las moscas, e hizo bien. Tuvo que salir con el rabo entre las piernas por una puerta falsa del palacio, como si fuera un ratero.Clamor de pitos
Durante la noche hab¨ªan sonado tambores, trompetas, canciones y bocinas en el ¨¢mbito de Buenos Aires, seg¨²n el rito acostumbrado para esta clase de bodas. Argentina ha despedido a la dictadura con un clamor de pitos y ha recibido a la democracia bailando. Una vez m¨¢s, el pueblo se ha comportado con la alegre inocencia de las grandes Concentraciones donde se asan chorizos en las aceras en primavera, se esgrimen gorros, gallardetes y escarapelas y se cantan pareados, consignas pol¨ªticas e himnos con el fren¨¦tico candor de cualquier fiesta masiva. En medio de esta pasi¨®n ingenua s¨®lo han estallado espor¨¢dicamente algunas voces de venganza. Alguien llamaba por sus nombres a los asesinos. Aparte de eso, Argentina parece que acaba de ganar otro mundial de f¨²tbol. En la plaza de Mayo hierve ahora una gran olla de v¨ªtores, banderolas y pancartas. A m¨ª lado llora un anciano radical y un grupo de muchachas posesas salta y se sacia con este escueto alarido:
-?Militares, hijos de puta!
-?Ve usted eso? -me dice el viejo de las l¨¢grimas.
-?Qu¨¦?
-Eso nos va a perder.
-?No opina usted lo mismo de los generales?
-No puedo hablar. Por aqu¨ª alrededor hay mucha polic¨ªa de paisano.
Este hombre tiene todav¨ªa el miedo calado en los huesos. A pesar de todo, ¨¦l posee algunas razones para no ser tan moderado. Cierta noche de 1978 estaba en casa cuando entraron cuatro civiles armados y se llevaron a un nieto de 17 a?os, lo arrancaron amablemente a punta de pistola de la butaca del comedor en mitad de la sopa familiar, y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de aquel chico que nunca se hab¨ªa metido en pol¨ªtica. Los verdugos habr¨¢n hecho un buen trabajo sobre ¨¦l. Tal vez lo han torturado, hasta la muerte en un s¨®tano de la Escuela de Mec¨¢nica de la Armada y lo han sepultado en una hoya desconocida o lo han arrojado desde un helic¨®ptero al r¨ªo de La Plata. La madre lleva puesto todav¨ªa un pa?uelo blanco en la cabeza y un escapulario con la fotograf¨ªa del desaparecido -uno m¨¢s, entre 30.000- y ha dado vueltas in¨²tilmente frente a esta casa del Gobierno donde ahora mismo Ra¨²l Alfons¨ªn celebra la ceremonia de ahuyentar protocolariamente el fantasma militar. En la plaza de Mayo hay una delirante plantaci¨®n de brazos con gritos de victoria y, dentro de este espasmo de aclamaciones, el viejo radical no deja de hacer pucheros de emoci¨®n y se seca el lagrimal con la gorra que lleva los colores del partido ganador.
En medio de un pa¨ªs lacerado por la represi¨®n, humillado por la derrota de las Malvinas y esquilmado por la inflaci¨®n, Ra¨²l Alfons¨ªn se ha presentado en p¨²blico con los remedios caseros de un m¨¦dico de cabecera, ha dado tambi¨¦n de s¨ª mismo la imagen de un maestro de escuela que se empe?a en iniciar desde abajo una campa?a de alfabetizaci¨®n democr¨¢tica: el ung¨¹ento amarillo de la ¨¦tica, el abecedario de la libertad, el consuelo laico frente a la desgracia. As¨ª son ellos. Ra¨²l Alfons¨ªn, de espaldas densas, sonrisa paternal y aire de boticario decimon¨®nico, pertenece a esa clase de personas a las que uno no dudar¨ªa en comprarle el coche usado. Precisamente la mayor¨ªa de los argentinos se lo acaba de comprar. Este coche usado es aquel moralismo , a la antigua usanza, la man¨ªa de no mentir ni robar, un talante de humanismo teos¨®fico de la gama liberal, la asc¨¦tica de agua fr¨ªa y jurisprudencia, agua pur¨ªsima de monta?a, herencia de civismo con un toque de enciclopedia, ¨¦l Contrato social de Rouseau perfumado con virutas de lavanda, corbata de lazo y fe absoluta en el ser humano. Ag¨ªtese bien este frasco de farmacia y vi¨¦rtase en un saco de escorpiones. El viejo radical tiene pinta de m¨²sico violinista o de profesor de instituto y llora a moco tendido citando Ra¨²l Alfons¨ªn cruza la plaza partiendo el delirio de la multitud hacia el balc¨®n del Cabildo para entonar un discurso constitucional.
-?Cree usted que volver¨¢n los generales?
-Tardar¨¢n un par de a?os en atreverse
-Menos da una piedra.
-Est¨¢n demasiado humillados.
Trabajadores con hambre simple
Las paredes de Buenos Aires est¨¢n plagadas de carteles con retratos de j¨®venes desaparecidos, con una requisitoria angustiosa escrita con rotulador por la familia que a¨²n no ha perdido la esperanza de hallarlos vivos. En la avenida del Nueve de Julio, junto al hotel Panamericano, de donde Ra¨²l Alfons¨ªn por la ma?ana ha partido clamorosamente hacia el rito de la investidura bajo una lluvia de aleluyas de papel, hay unos barracones de trapo, y en ellos se ve abatido un centenar de obreros en paro con mujeres e hijos que comen una perola de caridad. No son mendigos, sino trabajadores con hambre simple. No participan en la fiesta. Han visto pasar en silencio la caravana presidencial con una cucharada de rancho en la boca. Existen muchos campamentos de esta ¨ªndole por toda la ciudad, presididos por una pancarta que explica la miseria de una gente a ras de la supervivencia. Alrededor de estas tiendas de campa?a baila el pueblo en la fiesta democr¨¢tica, y en el momento de exaltaci¨®n crucial las serpentinas caen dentro de las cacerolas de potaje. Para el d¨ªa siguiente, estos obreros, cogidos de la mano de su parentela miserable, tienen programada una marcha todav¨ªa silenciosa al Congreso con objeto de pedir justicia. Buenos Aires es una ciudad hermosa y deteriorada, con un viejo esplendor ro¨ªdo por la. reciente pobreza. En el fondo de la alegr¨ªa compulsiva de la calle se percibe la amargura soterrada de un mal trago, pero los militares ya se han ido, el general Bignone acaba de largarse, por la escotilla de atr¨¢s.
-Habr¨¢ que mandarlos a presidio.
-?Cree usted que eso es posible?
-No a todos. El Ej¨¦rcito est¨¢ de mierda hasta aqu¨ª. Alcanza hasta el grado de teniente. AI menos, el escarmiento debe alcanzar a Videla, a Viola y a Galtieri. Tambi¨¦n a otros que todav¨ªa no han huido.
-No papece que Ra¨²l Alfons¨ªn tenga ese coraje.
-Lo tiene. No es s¨®lo un predicador.
Adoran la tumba de Carlos Gardel
En la plaza de Mayo, el nuevo presidente constitucional imparte el b¨¢lsamo de la palabra desde el balc¨®n del Cabildo a la Multitud, y en este mismo instante, en el cementerio de la Chacarita, otros devotos adoran la tumba de Carlos Gardel en el aniversario de su nacimiento. El mausoleo tiene una estatua en bronce del tanguista con una mano chuleta apoyada en la hebilla del cintur¨®n. La costumbre consiste en ponerle un cigarrillo encendido entre los dedos y pedirle un deseo mientras el pitillo se consume humeando la sonrisa del artista. En este camposanto tambi¨¦n duerme la eternidad Juan Domingo Per¨®n, aunque ahora sus m¨¢rmoles aparecen desiertos. En cambio, frente al pante¨®n de Gardel se ve a un grupo de fan¨¢ticos rezando. Uno de ellos, gordito, con gafas de miope, se arrodilla, hace la se?al de la cruz y se sume en profunda oraci¨®n. De pronto, en el corro de fieles ha surgido una pelea a grandes voces y un par de se?oras est¨¢ a punto de sacudirse unos mamporros a causa de un ramo de lirios que pugnan por dejar a un tiempo en el brazo del h¨¦roe. Al gordito de las gafas no le dejan cumplir a gusto su promesa. Eleva los ojos al cielo y exclama:
-Cada vez vienen m¨¢s locos aqu¨ª.
-Es verdad.
-Y con este l¨ªo no hay forma de que Carlitos atienda mi deseo.
-?Qu¨¦ le est¨¢s pidiendo?
-Que le vaya bien a Alfons¨ªn.
-?Algo m¨¢s? -Y que le d¨¦ bien a los milicos.
En el cementerio de la Chacarita hay un silencio sepulcral propiamente dicho, aunque en el horizonte lejano se extas¨ªa un fragor de bombos peronistas con otros rumores de fiesta. Desde el balc¨®n del Cabildo, donde en 1810 se proclam¨® la independencia de Argentina, el nuevo presidente vierte una soflama radical, bellas palabras de amor a la democracia, una exaltaci¨®n de la libertad, el fuego gesticular de los derechos del hombre. A esa misma hora, frente al cementerio de la Recoleta, las cafeter¨ªas de lujo est¨¢n llenas de maravillosos tomando el aperitivo. Es gente muy bella, chicas rutilantes, j¨®venes espl¨¦ndidos, hijos de la oligarqu¨ªa patri¨®tica que ven pasar la crisis de lejos y que tampoco participan de esta alegr¨ªa popular. Cogen el vaso de licor desmayadamente y hablan de caballos. Pueden aplaudir, la vuelta de los militares y el d¨ªa de ma?ana ser¨¢n enterrados detr¨¢s de esa tapia donde hay mausoleos con ascensor e hilo musical. El cementerio de la Recoleta, a cuya sombra de magnolios se establece la dulce vida de algunos argentinos dichosos, es, un mundo cerrado. Evita Duarte reposa all¨ª sus sue?os de demagogia, y conseguir en ese lugar el traspaso de una tumba cuesta m¨¢s de un mill¨®n de d¨®lares. El capataz de este recinto sagrado es un ¨¢rabe de ojos verdes, un poco rubicundo, aunque porte?o. ?l se encarga de pasar el plumero a las momias m¨¢s ilustres del pa¨ªs.
-Con esto de Alfons¨ªn, hoy ha venido poco p¨²blico.
-?Usted le ha votado?
-Yo soy peronista. Aqu¨ª dentro tengo a la se?ora.
-?Y qu¨¦ pasa con Isabelita?
-No es lo mismo. Se trata de una mala irrtitaci¨®n. El domingo vendr¨¢ a echar unos rezos ac¨¢.
Por lo dem¨¢s, en las calles de Buenos Aires arden las bocinas de los coches, cae una lluvia de aleluyas y se baila en las plazas, aunque sobre el festival planea el muermo de los desaparecidos, la sopa de los pobres y alg¨²n grito de venganza. Los milicos se han largado; civiles moderados, jurisprudentes y un poco tiernos se han apoderado del mando. En los boliches del barrio de la Boca, junto al puerto, el gent¨ªo se sacude mutuamente con congas y tangos fieros, los bandoneones lloran canciones de nostalgia y un locutor chaparro, que gobierna con el micr¨®fono el jolgorio del restaurante t¨ªpico abarrotado de victoriosos celebrantes, saluda la nueva situaci¨®n.
-?Bienvenida, democracia!
-?Viva!
-?Honor a la libertad'
-?Viva Argentina!
-,-Hoy es un d¨ªa feliz.
-Oiga.
-D¨ªgame.
-?Cree usted que este locutor dir¨¢ lo mismo si vuelven los militares?
-No lo dude.
En este momento, Ra¨²l Alfons¨ªn abre los brazos desde el balc¨®n y la multitud alcanza el ¨¦xtasis de la fiesta. Hoy es un d¨ªa grande para Argentina. Ma?ana hay que empezar a pedir cuentas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.
Sobre la firma
![Manuel Vicent](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-authors%2Fprisa%2F27a99c12-b26e-43e9-b1e5-7e8491d81e69.png?auth=7c48523ab8d4dc1597a572ebf80a1136d1221b4ce17dbe1d10cde90e6d6d4ab6&width=100&height=100&smart=true)