Catalu?a vista desde el resto de Espa?a
En el a?o 1965, Juli¨¢n Mar¨ªas publicaba una serie de 15 art¨ªculos en el Noticiero Universal de Barcelona bajo el ep¨ªgrafe com¨²n de Consideraci¨®n de Catalu?a. Los art¨ªculos, que fueron m¨¢s tarde editados en forma de libro, resultaron un revulsivo en su ¨¦poca. No era frecuente que un intelectual al sur del Ebro se propusiera, en pleno franquismo, an¨¢lisis ninguno sobre una Espa?a distinta que la que oficialmente exist¨ªa. La inteligencia catalana agradeci¨® por ello sinceramente, al decir de las cr¨®nicas, aquel esfuerzo de di¨¢logo, aunque rechazara lo esencial de los planteamientos y muchas de las aproximaciones que Mar¨ªas hac¨ªa al problema catal¨¢n. Porque ¨¦ste es el punto: la existencia de un problema catal¨¢n, el reconocimiento insoslayable de que este problema existe, que tiene connotaciones y perfiles no bien entendidos por quienes nos acercamos a ¨¦l desde la meseta, y que se sit¨²a en lo profundo de la convivencia pol¨ªtica de los espa?oles y de la construcci¨®n de su Estado.Aquella serie de art¨ªculos de Mar¨ªas abrieron un debate de alguna intensidad, que se reprodujo en libros y revistas, y en el que descuella, por su claridad y sencillez, la obra de Maurici Serrahima Realidad de Catalu?a. Hoy, Mar¨ªas no es ya una referencia v¨¢lida entre los nuevos liberales, ni se le reconoce especial capacidad en la administraci¨®n del legado orteguiano. Sus aproximaciones a ¨¦ste como a otros temas apenas inciden si no es en una capa social de bien pensados conservadores que aspiran a un entendimiento de Catalu?a, como de Castilla, m¨¢s pegado a un empacho de erudiciones que a la realidad actuante de nuestros d¨ªas. Pero, aun para discrepar de ¨¦l, es preciso reconocerle el esfuerzo y hasta la valent¨ªa que supuso aquel primer paso en un di¨¢logo sobre algo que resultaba tab¨² o era simplemente desconocido.
Durante los a?os en los que esto suced¨ªa, Catalu?a adquiri¨® un prestigio definitorio en la sociedad espa?ola. Para el estudiante y el intelectual medio madrile?os Barcelona result¨® en gran manera la puerta de entrada de la cultura y las nuevas formas de vida europeas. Tendiendo el centro geogr¨¢fico de la Pen¨ªnsula a ser centr¨ªpeto, en pol¨ªtica y en todo, quienes lo ocupamos nos deslizamos peligrosamente por la suposici¨®n vital de que todo gira precisamente en torno a un sol que lo nuclea. Pero a mitad de la d¨¦cada de los sesenta se produjo un cambio esencial de planteamientos entre los habitantes del centro nucleador del sistema estatal espa?ol y empez¨® a hacer fortuna en Madrid la tesis de que Espa?a era una naci¨®n-Estado con dos capitales. Este descubrimiento de un planetario con dos soles fue hecho, adem¨¢s, en una ¨¦poca en la que ETA era pr¨¢cticamente inexistente y la ¨²nica presi¨®n visible que recib¨ªa el Estado desde la periferia era la catalana.
Catalu?a hab¨ªa preparado largamente su protagonismo y su incorporaci¨®n al tr¨¢nsito pol¨ªtico quiz¨¢ como ninguna otra comunidad espa?ola lo hab¨ªa hecho. Y, al margen los chistes, m¨¢s o menos gruesos, sobre la taca?er¨ªa de sus habitantes o los comportamientos de sus nuevos ricos, los contenciosos con el centro se vinculaban prioritariamente a contenidos deportivos o a la bipolarizaci¨®n de rivalidades con Madrid. El ¨¦nfasis puesto en la existencia real de dos capitalidades del Estado hizo que la que lo era por historia y por objetividad legal, abrumada adem¨¢s ante la pujanza de todo g¨¦nero de la del Norte, se sintiera dispuesta a hacer valer las razones de su fuerza y de su eventual y necesaria superioridad. Esta competitividad Barcelona-Madrid no afectaba, sin embargo, de manera decisiva a las ¨¦lites y a la intelectualidad, ni siquiera a las elites franquistas, infiltradas en gran parte por catalanes. El catal¨¢n era durante esa ¨¦poca alguien quiz¨¢ ridiculizado y aun en cierta medida no querido en la meseta, pero respetado y envidiado casi siempre, y Catalu?a, un fen¨®meno lleno de valoraciones positivas por parte de los sectores dirigentes, en el poder o en la oposici¨®n. Las reivindicaciones nacionalistas, que hac¨ªan de los catalanes algo m¨¢s querido en cierta forma para los c¨ªrculos de dem¨®cratas, levantaban, sin embargo, en las capas populares extensas franjas de incomprensi¨®n, que no se apreciaban en otras zonas biling¨¹es o catalanohablantes (Mallorca o Valencia), ante lo que se defin¨ªa como una forma de prepotencia catalana. En resumen, puede decirse que la Catalu?a de hace dos d¨¦cadas era contemplada fuera de ella con actitudes contradictorias, fruto del temor, del respeto y de la envidia. Por un lado, era la puerta y la ventana de Espa?a hacia la modernizaci¨®n y el futuro, y resultaba imposible no experimentar admiraci¨®n y adhesi¨®n hacia eso; por otro, el fantasma del nacionalismo y del separatismo se cern¨ªa sobre una cultura oficial y en gran parte real tendentes a confundir los problemas de la identificaci¨®n social y nacional de las gentes con el estudio del folklore y la emoci¨®n de la sardana.
Las ambiciones autonomistas de vascos y catalanes constituyeron desde un principio un quebradero de cabeza para los art¨ªfices del cambio pol¨ªtico. Convencidos todos de la necesidad de dar respuesta a esta cuesti¨®n, como de la de atender los deseos de autonom¨ªa -a veces aut¨¦nticos, a veces artificialmente creados de otras zonas de Espa?a, se dio preferencia a la tesis de emboscar los problemas vasco y catal¨¢n en la construcci¨®n general de un Estado de las autonom¨ªas. Las resistencias a un planteamiento federal del Estado del que los militares resultaban en extremo recelosos, y los deseos de no privilegiar en ning¨²n caso a autonom¨ªas concretas, generaron el actual proceso que ha terminado por no dar respuesta suficiente a las cuestiones catalana y vasca. Los representantes de la Administraci¨®n central tienden a elogiar la no existencia de una violencia reivindicativa de signo nacionalista en Catalu?a, pero por otra parte asumen, en conversaciones privadas, que quiz¨¢ la profundidad de planteamiento y las tendencias secesionistas a largo plazo resulten mayores en el caso catal¨¢n que en el vasco.
En la base del comportamiento espa?ol respecto a Catalu?a existe fundamentalmente un gran desconocimiento no s¨®lo de su lengua y de su cultura, sino de su historia aut¨®ctona, de su geograf¨ªa y de su incidencia m¨¢s reciente en la pol¨ªtica general del Estado. Mientras se reconoc¨ªa de manera f¨¢ctica la existencia de dos capitalidades, la narraci¨®n oficial de los hechos que hab¨ªan contribuido a la formaci¨®n del Estado se circunscrib¨ªa en la escuela, y con frecuencia aun en la Universidad, a la historia del centralismo espa?ol. Este punto resulta decisivo a la hora de analizar los recelos anticatalanistas, basados adem¨¢s en la suposici¨®n de que Catalu?a representaba y representa un poder¨ªo econ¨®mico en cierta forma colonizador de determinadas regiones espa?olas. La llegada de la democracia, y la posibilidad de una informaci¨®n y una educaci¨®n abiertas, han contribuido a limar o limitar esas carencias y a instrumentar el di¨¢logo. Pero probablemente no era de sospechar que ese di¨¢logo se iba a abrir y ese conocimiento a profundizar en coincidencia con una especie de declive o de decrepitud de la exaltaci¨®n del momento catal¨¢n que Espa?a hab¨ªa vivido en la ¨²ltima d¨¦cada del franquismo. De manera paulatina, pero r¨¢pida, se han ido trasladando los polos de la imaginaci¨®n creativa desde la Barcelona de anta?o al Madrid de hoga?o, y aun a otras ciudades espa?olas; y Catalu?a asiste al reverdecer de su nacionalismo pol¨ªtico a costa de la p¨¦rdida de sus vocaciones universalistas. No estoy diciendo que la llegada de la libertad no haya generado tambi¨¦n un florecimiento en Catalu?a como en toda la Pen¨ªnsula, sino que se ha trasladado el centro de gravedad hacia Madrid, que es Madrid hoy el n¨²cleo de inter¨¦s cultural, art¨ªstico y sociol¨®gico m¨¢s definido de Espa?a, y que esto se ha hecho en detrimento del peso espec¨ªfico que Catalu?a hab¨ªa tenido en el pasado de manera casi espont¨¢nea y natural.
Los peligros del nacionalismo
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