'New York sketches'
Nueva York est¨¢ de moda de nuevo. Hay un tipo de espa?ol (y sobre todo de espa?ola), fascinado por Nueva York, que s¨®lo all¨ª encuentra la emoci¨®n de la vida moderna, y decidido a consumir su juventud y jugarse su patrimonio y su carrera con tal de triunfar en Manhattan. Porque para ese individuo triunfar en otra parte resulta poca cosa. Es el sue?o de tanto dise?ador, artista, arquitecto, productor de cine, por no hablar del. cantante; si triunfa en los cinco continentes, pero Nueva York se le resiste, no podr¨¢ sentirse satisfecho. Algunos llevan a?os dej¨¢ndose all¨ª la piel, y aun cuando no han alcanzado su objetivo, se consuelan al pensar que, al menos, forman parte de la privilegiada sociedad neoyorquina, lo que ya de por s¨ª es todo una situaci¨®n, y pueden afirmar cu¨¢l es el mejor cheesecake entre la 42 y la 72.El t¨®pico m¨¢s socorrido -incluso entre americanos- asegura que Nueva York no es Am¨¦rica, es otra cosa, pues la Am¨¦rica interior, provinciana y conservadora, poco o nada tiene que ver con la capital de los negocios, del arte, de la cultura, del dinero y de la pol¨ªtica internacional del siglo XX; pero a poco que se rasque por todas partes aparece el cheesecake, ese excelente cheesecake como el que vi devorar a la se?ora Kirkpatrick en un entreacto.
Por lo menos una vez al a?o el Metropolitan organiza una exposici¨®n capital. La de Manet -en conmemoraci¨®n del centenario de su muerte-, abierta al p¨²blico de una a cinco, atrae tales masas que se dir¨ªa el metro en las horas punta. Al espectador no le es posible la vuelta atr¨¢s, ni contemplar un lienzo durante largo rato, ni en primer plano, ni hacerlo sin sufrir empujones. Eso debe decir mucho del nivel de cultura del neoyorquino, interesado en todo fen¨®meno art¨ªstico y cultural, pero yo, con mucho, prefiero una sociedad donde el arte y la cultura no se reciben con tan apretado, sol¨ªcito y obligatorio entusiasmo. La masa es mucho m¨¢s masa en el museo que en la calle.
A¨²n m¨¢s de moda est¨¢ la ¨®pera. A las ocho de la tarde, con sus limousines, sus trajes oscuros y sus se?oras no discretamente enjoyad.as, los neoyorquinos acuden a raudales al Lincoln Center a disfrutar una pieza del conocido repertorio, que todos los a?os cambia y cada a?o va a mejor. Yo tuve que soportar el a?o pasado una representaci¨®n (completa) de La Boh¨ºme -producida por un tal Zeffirelli y can tada por un tal Domingo-, que es el acto musical que m¨¢s bochorno me ha producido desde que en 1938 asist¨ª a una misa de campa?a para conmemorar la toma de Caspe, creo recordar.
La primera vez que acud¨ª a las oficinas de una sociedad con la que ten¨ªa que negociar la adquisici¨®n de una m¨¢quina, utilic¨¦ el ascensor p¨²blico, con capacidad para m¨¢s de 20 personas, y que me situ¨® en un piso treinta y tantos en menos de medio minuto. Pero tras el lunch fui obligado a tener el honor de volver a la oficina en el ascensor reservado a los grandes ejecutivos: un lento camar¨ªn capiton¨¦, forrado de raso y remilgado estilo Luis XV, con espejos venecianos y candelabros de calamina, de un estilo que en Europa se reservaba a los burdeles.
?Y qu¨¦ decir del Trump Tower, el ¨²ltimo monumento de la suntuosidad callejera? ?Qu¨¦ diferencia hay con el tan denostado metro de Mosc¨²? Parece que ya no se comprende el rascacielos sin la creaci¨®n de un ambiente' urbano, una plaza cubierta donde el transe¨²nte puede saborear el impasable caf¨¦ y el repugnante danish, entre bamb¨²es y cascadas doradas en pleno invierno, mientras sus o¨ªdos se deleitan una vez m¨¢s con las inmortales notas de Stardust in your eyes, ejecutadas por un pianista de chaqueta bermell¨®n, con las dos T bordadas en su bolsillo, sobre un piano forrado de laca, marca Trump Tower.
Una tarde de un desolado domingo, y en ese cuartel de inmensos y aislados paralelep¨ªpedos a ambos lados de Amsterdam Ave., a la altura de la calle 100, un ciudadano se dirig¨ªa a gritos a qui¨¦n sabe qu¨¦ ventana de un bloque de apartamentos de m¨¢s de 20 plantas: "Bastarda, hija de perra, ?te crees que me voy a quedar aqu¨ª tirado?, ?qui¨¦n va a acariciar tu sucio culo? Bastarda, hija de perra, ?te crees que puedes vivir sola?, ?te crees que no tengo d¨®nde dormir?; ?te crees que no me necesitas? ?Bastarda, hija de perra.!".
Por Central Park South, una se?ora sigue ciegamente a su perrito, provista de una cuchara de pl¨¢stico -mango largo- y una bolsa del mismo material donde guarda los excrementos del bicho, que va recogiendo. En sentido inverso cruzan tres joggers, en ch¨¢ndal, sudorosos, con una venda o una cinta en la frente; los tres exhiben una expresi¨®n intensa, de gran concentraci¨®n, que (a lo que me han dicho) no se debe al esfuerzo por mantener el ritmo de la carrera, sino al volc¨¢n de pasiones, emociones y sentimientos (de coraje e independencia -son los principales) que yacen dormidos en la vida sedentaria y s¨®lo despiertan con el ejercicio; van ciegos y mueren como chinches.
A los pocos d¨ªas de la invasi¨®n, todos los medios de comunicaci¨®n -incluso los m¨¢s liberales-, y a trav¨¦s de comunicados, entrevistas, art¨ªculos, encuestas y cartas al editor, celebraron la victoria sobre Granada como la recuperaci¨®n de una tradici¨®n heroica y la devoluci¨®n al ciudadano del leg¨ªtimo orgullo de ser americano. Un veterano green beret asegur¨® que por primera vez desde Vietnam pod¨ªa salir a la calle con la cabeza alta. En una base de Maryland se expusieron unos cuantos fusiles capturados al enemigo, y un fervoroso p¨²blico -entre ellos el vicepresidente Bush- acudi¨® a contemplar la reducida muestra. Entre las entusi¨¢sticas manifestaciones s¨®lo le¨ª una que incluyera una nota sombr¨ªa; ante las fotograf¨ªas de los marines que por primera vez utilizaron el nuevo casco del Ej¨¦rcito, el remitente se quejaba de su nada agradable parecido con el famoso stahlhelm de la Reichswehr.
Jam¨¢s llueve en Nueva York de manera mansa. All¨ª la lluvia es furiosa, en forma de intensos aguaceros, siempre acompa?ados de fuerte viento. Llueve por arriba, por abajo, por detr¨¢s y por delante, y por llover hasta llueve despu¨¦s de llover. De suerte que el paraguas sirve de muy poco y, sin duda, por eso los paraguas de Nueva York son tan malos; es un art¨ªculo que sirve para una vez y poco m¨¢s. Caundo el cast anuncia lluvias, las esquinas de Mnhattan se pueblan de vendedores ambulantes de paraguas a dos d¨®lares la pieza; por la tarde, las aceras aparecen salpicadas de paraguas moribundos, con sus raqu¨ªticos varillajes deshechos por un golpe de viento; su velamen, sacudido por las r¨¢fagas, como esas f¨²nebres y fugaces mariposas que, una vez cumplida su misi¨®n, a¨²n agitan sus alas en el suelo, del que ya no podr¨¢n despegar. Y por la noche, despojados ya de la tela, los esqueletos irreconocibles se acumulan junto a los bordillos. El clima de Nueva York es tan cambiente que la ma?ana siguiente ser¨¢ apacible y soleada, sin rastro de los paraguas que nacieron para un solo d¨ªa.
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