Marruecos
En mis primeros d¨ªas de universidad, all¨¢ entre los cuarenta y los cincuenta, tiempo a¨²n de tunos y de alg¨²n que otro superviviente de la Divisi¨®n Azul, cada vez que se trataba de organizar un viaje fin de carrera siempre se acababa pensando en el mar y, m¨¢s concretamente, en Marruecos. Pa¨ªs hermano y amigo por los cuatro costados -se nos repet¨ªa- y a la vez diferente, nos lo imagin¨¢ba mos como al nuestro los viajeros rom¨¢nticos franceses de anta?o. A fin de cuentas, por all¨ª cruz¨® un d¨ªa el rey don Sebasti¨¢n de Portugal, rumbo a Alcazarquivir, entre un mar de colinas donde todav¨ªa el sol se volv¨ªa rojo para los viajeros, m¨¢gico y violento como un reciente campo de batalla. Por aquellas llanuras tan poco propicias pas¨® el joven rey con su ya cansada tropa de castellanos y germanos, incluso con la hueste reclutada por el mismo papa en socorro de Irlanda.El joven monarca hab¨ªa crecido entre: mujeres "muy abeatado", seg¨²n las cr¨®nicas dicen, y a la vez poco ducho en la guerra y el mar. Pero "el muchacho herv¨ªa" y todo ello lo intent¨® superar a su modo, imaginando empresas m¨¢s all¨¢ de sus medios y sus fuerzas, buscando ayudas, soportando alianzas, sin que nadie le hiciera ver sus propias locuras, ni siquiera el mismo duque de Alba, al que cierto d¨ªa pregunt¨® cu¨¢l era el color del miedo. "El color de la prudencia", respondi¨® el de Alba, y aquella razonada profec¨ªa no tard¨® en cumplirse en un d¨ªa de agosto de r¨ªos secos y ardientes colinas.
Siglos m¨¢s tarde, cuando a¨²n se cruzaba ante tales escenarios, se dir¨ªa que nada hab¨ªa cambiado desde entonces. Aquel blanco laberinto de terrazas ahora pobladas de viejas bicicletas, ropas al sol y cubos verdes de pl¨¢stico no deb¨ªa de ser muy diferente de aquel que el joven rey conoci¨® poblado de asnos diminutos y jinetes demasiado grandes, reba?os so?olientos y hedor de carne hirviendo en calderos para arrancar la piel. Un olor a matanza, a degollina, envolv¨ªa la villa desde su mezquita negra y alargada hasta la segunda pr¨¢cticamente en ruinas, donde un coro de mujeres est¨¦riles imploraba, desnudas, la gracia de tener un hijo que no acababa de llegar.
S¨ª llegaron, en cambio, los 1.600 castellanos de don Sebasti¨¢n, y all¨ª quedaron en su mayor¨ªa, muertos, entre los mejores, como el mismo,rey. Se le encontr¨®, seg¨²n cuentan las cr¨®nicas, sin vida y sin ropa, ¨¦l que ni si quiera consent¨ªa a los m¨¢s ¨ªntimos ver sus pies, demasiado peque?os para hombre, ni descubrir su aversi¨®n al matrimonio evitando cuantas mujeres le salieron al paso. Alguien achacar¨ªa m¨¢s tarde sus empresas imposibles a su ayo, gran promotor de glorias nacionales; otros, a su preceptor, feo y meticuloso hasta el punto de medir sus ejercicios con un reloj de arena, pero ninguno de los dos ser¨ªa capaz de empujarlo hasta el altar ni siquiera por razones de Estado, ya que no por azares de la carne. As¨ª, pues, all¨ª cerca qued¨®, tal como nos contaba un castellano viejo de Burgos que dirig¨ªa la ¨²nica f¨¢brica de harinas de los alrededores, cerca de las colinas donde tuvo lugar la hecatombe. Siglos m¨¢s tarde, el negocio iba bien; no as¨ª el trato con los del pa¨ªs, aparte de los otros espa?o les que trataban de vender los suyos para volver cuanto antes a la pen¨ªnsula. Todo ello lo explicaba sin pasi¨®n, rodeado de un pu?ado de obreros que, dormidos a medidas, entre tolvas y poleas, con su vaso de t¨¦ al alcance de la mano, parec¨ªan darle la raz¨®n cuando conclu¨ªa asegurando que ¨¦l tambi¨¦n, a su vez, pensaba marcharse en cuanto que sus hijos crecieran un poco. Ahora el antiguo hotel espa?ol de Tetu¨¢n no se llamaba as¨ª tampoco, sino Restaurante Italiano; Pasa a la p¨¢gina 12 Viene de la p¨¢gina 11 quiz¨¢ all¨ª mismo se serv¨ªa aquella pasta que en Alcazarquivir se fabricaba. Entonces era una ofensa echar de cuando en cuando una ojeada a las maletas, seg¨²n recomendaba la pareja de polic¨ªa armada apenas llegados a la aduana. "Como agentes y como espa?oles, les aconsejamos no dejen nada fuera del coche". Y as¨ª empezaba la aventura: dejando atr¨¢s turistas eternamente en busca de la droga barata y un solitario cortejo de mujeres intentado pasar de contrabando, en sentido contrario, telas y mantas, continuamente rechazadas y eternamente acechando alg¨²n nuevo camino por el que cruzar con su alijo enrollado a la cintura y el paso torpe como de embarazada.
El tiempo y el pa¨ªs hab¨ªan cambiado, pero no tanto como para no alcanzar a leer alg¨²n cartel en espa?ol, m¨¢s all¨¢ de las enormes se?ales que trataban de ordenar el tr¨¢fico o sorprender las ruinas fantasmas de un aduana que no lleg¨® a funcionar ni para los franceses ni para los espa?oles.
Por lo dem¨¢s, el camino era el mismo: un p¨¢ramo brillante, sembrado de chozas con tejados de metal oxidado. Las mismas tertulias solitarias de siempre, las charlas infinitas, las miradas perdidas, las mismas retorcidas ropas, los zapatos ro¨ªdos, carcomidos, y por encima de todo, aquel olor a carne y sangre hirviendo de Alcazarquivir y una mirada hostil com¨²n a todos: polic¨ªas, mendigos o aduaneros, adivinando de qu¨¦ pa¨ªs ven¨ªas.
Y del lado franc¨¦s, mujeres menos recelosas, hebreas altas como reci¨¦n nacidas de la Biblia, ciegos m¨¢s ciegos que en ninguna parte, inm¨®viles en pasadizos donde reinaba siempre su dolorosa noche. Otros a plena luz, en paz, cogidos de la mano junto a rostros asomando entre fardos y encajes y ni?os pintados de bet¨²n, te?ida la cabeza al rape de color morado. Poco a poco, aquel mundo de a?os atr¨¢s volv¨ªa en mostradores de madera repletos de libros usados, coronados por el retrato de un nuevo rey.
Pegado a la librer¨ªa inveros¨ªmil, el due?o del puesto de la carne dorm¨ªa apoyado sobre su ¨²nica pieza como escuchando un ¨²ltimo estertor o el zumbido del carrete que el sastre devanaba, tabique por medio, en plena calle. Todo segu¨ªa igual, incluso el olor del desolladero en donde los pellejos nadaban en un lago de sangre, esparciendo tambi¨¦n sobre la ciudad medieval mugre, carcoma, llagas, m¨¢s all¨¢ de sus doradas murallas.
S¨®lo de noche, en alg¨²n rinc¨®n escondido, tras la ritual danza del vientre, se alzaba la melopea de un cantante por entonces de moda, en tanto las chicas de alterne, sumisas, silenciosas, se dejaban ver bajo un cielo negro y visceral.
Atr¨¢s quedaban borrados para siempre entonces el rey don Sebasti¨¢n, casado finalmente con su propia muerte, victorias y derrotas y hasta el mismo Abdel-Krim luchando contra los espa?oles. Algo deb¨ªa de haber cambiado m¨¢s all¨¢ de tanta miseria al sol, de aquella hostil mirada presente en todas partes, tan s¨®lo amable a la hora de vender plata, alfombras, collares. Aquellos verdes prados preludiaban ya seguramente una marcha de su mismo color y a¨²n hoy qui¨¦n sabe qu¨¦ nuevos caminos al amparo de nuevos dioses tutelares. Quienes quiera que sean, hoy cruzan tambi¨¦n a lomos de miserias y revueltas, de hambres capaces de hermanar a obreros hijos de aquellos del vaso de t¨¦ en la mano con estudiantes que no desean para s¨ª m¨¢s guerras, sino el derecho a comer y estudiar como los de otros pa¨ªses. A pesar de los disturbios sofocados con sangre como en todas partes, primero callados, luego reconocidos, quiz¨¢ algunos piensen que es s¨®lo cuesti¨®n de esperar. La sombra de otros l¨ªderes ya no est¨¢ tan lejos y los ministros esta vez han hecho buenas las palabras del duque de Alba al rey de Portugal, anticip¨¢ndose a su aventura africana: "Las cosas no muy consideradas suelen traer, las m¨¢s de las veces, efectos graves". No se sabe lo que el monarca respondi¨®. Seguramente confundi¨® su destino con su deseo de reinar.
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