El ocio
Ya le han salido fil¨®sofos al ocio. Fil¨®sofos y soci¨®logos. Como si vivieran en un maravilloso limbo (?el de la impunidad?), nos estimulan a aprovechar las posibilidades creadoras del ocio, nos describen una ut¨®pica sociedad fatura en que las m¨¢quinas realizar¨¢n las tareas que hasta ahora ejecutan los obreros, mientras ¨¦stos (artistas en potencia) dedican sus horas libres (es decir, todas) a tareas l¨²dicras y no remuneradas: legiones de obreros desempleados tocar¨¢n el viol¨ªn o el ¨®rgano, cientos de miles de metal¨²rgicos sin trabajo se dedicar¨¢n al bricolaje, los textiles en paro realizar¨¢n esculturas hiperrealistas y los oficinistas sin trabajo ser¨¢n intensos creadores de sus propias pel¨ªculas de v¨ªdeo. Todo estar¨¢ bien, en el mejor de los mundos posibles, como parodiara a?os ha Voltaire.A m¨ª me parece muy sospechoso que los panegiristas del ocio hayan aparecido en plena crisis de la sociedad industrial, cuando es necesario convencer a las an¨®nimas masas de desempleados de que su suerte, en definitiva, no es lo peor. Luego de a?os de est¨ªmulo al consumo, de convencer al honrado trabajador de que deb¨ªa comprarse el pisito en cuotas, el autom¨®vil en letras, el televisor y el v¨ªdeo como pudiera, la consigna cambia: era el ocio lo que deb¨ªamos estimular, no el consumo. Porque si convencemos al parado de que en realidad es feliz propietario del ocio, quiz¨¢ podamos evitar que se arrojen sobre los supermercados repletos, que asalten las tiendas de ultramarinos o las zapater¨ªas, como ocurre en Brasil, por ejemplo. Fil¨®sofos y soci¨®logos tienen la ingrata tarea ("algo debe cambiar para que todo siga como est¨¢") de convencer al parado -hombre in¨²til, improductivo, seg¨²n la sociedad industrial, s¨®lo un d¨ªa o un mes anterior a la crisis- de que es un hombre feliz: posee cantidades ingentes de tiempo para dedicar se a pasatiempos l¨²dicos, para aumentar su cultura, para ocupar sus dotes creadoras. Fil¨®sofos y soci¨®logos olvidan pudorosamente que por el momento, en Occidente, el ocio cuesta caro. Aun el triste, deprimido, pauperizado y autodestructivo ocio del parado tiene precio. Porque no hay espect¨¢culos p¨²blicos gratis; porque no abundan las bibliotecas; porque las esp¨¢tulas, los ¨®leos, el papel y los instrumentos musicales -todav¨ªa no producidos por robots- no se expenden gratis en las tiendas, sino que hay que comprarlos. Olvidan tambi¨¦n que una sociedad que ha acostumbrado a medir a sus miembros por las propiedades que poseen, su ingreso anual per c¨¢pita, sus lectrodom¨¦sticos y su capacidad de consumo contin¨²a menospreciando el ocio, algo caracter¨ªstico de los bohemios o de los marginados, de los artistas, en el sentido m¨¢s despectivo del t¨¦rmino (popularmente, el vago).
Fil¨®sofos y soci¨®logos entonan loas al ocio, como si, por rara alquimia, lo que hasta ayer era considerado como un mal social pudiera convertirse. s¨²bitamente n un bien. Olvidando, entre otras cosas, que el ocio actual del que disfrutan los parados no es una elecci¨®n, sino una imposici¨®n del sistema. La inmensa mayor¨ªa de los j¨®venes sin acceso al trabajo, de los hombres y mujeres de 40 a?os que no consiguen otro empleo, trocar¨ªan de inmediato el ocio impuesto por una tarea alienada, pero remunerada. La sociedad industrial, que se fund¨® sobre la base de que el trabajo dignifica y de que el consumo satisface, necesita hoy, urgentemente, convencer a las legiones de desempleados actuales o potenciales de que la ausencia de trabajo es creadora y de que el ocio es una fortuna, no un padecimiento. Porque la sociedad industrial tiene que cambiar sus productos ideol¨®gicos de acuerdo a sus necesidades de mercado. El bien universal y absoluto del trabajo, mercanc¨ªa ideol¨®gica con la que consigui¨® desactivar a una clase social en los a?os de la Pasa a la p¨¢gina 12 Viene de la p¨¢gina 11 abundancia, ya no sirve, porque para que todo siga como est¨¢ es necesario convencer a quienes lo tienen trabajo de que poseen alguna otra cosa. Otra mercanc¨ªa, pues, hay. que ofrecer a estos desventurados para que no se rebelen, para que no alienten el prop¨®sito de cambiar las estructuras. Entonces, s¨²bitamente, en el mercado ideol¨®gico surge una nueva oferta: el ocio. Con la virtud de que ni siquiera hay que comprobarlo: el ocio le es impuesto a padres de familia, a obreros sider¨²rgicos, a empleados de tiendas y a oficinistas sin preguntarles si est¨¢n de acuerdo. No hay necesidad de demostrar a utilidad del eufemismo: si llamamos ocio al paro, quiz¨¢ se pueda vender mejor. Aunque al obrero que se suicida porque no tiene qu¨¦ darle de comer a sus hijos poco le importa si se suicida por ocio o por paro. Y a los fil¨®sofos y soci¨®logos de la nueva ola que hablan del ocio l¨²dicro no les vendr¨ªa mal consultar las estad¨ªsticas del paro (o del ocio) para saber otras formas de emplearlo: depresiones nerviosas, alcoholismo, agresividad, suicidio.
El parado es un apestado. Y lo es, fundamentalmente, porque la sociedad, que le ense?¨® que s¨®lo era ¨²til mientras produc¨ªa (es decir, mientras era un comprador potencial), le hace sentirse culpable. Estar en paro, como estar enfermo, en nuestras sociedades es s¨ªntoma de alguna oscura falta: impotencia, debilidad, mala suerte, ineficacia. Si no puedo comprar, no existo. El ocio, del que posiblemente no oy¨® hablar antes, no correspond¨ªa a su clase social. El tiempo libre, cuando era percibido como un bien, lo era s¨®lo en funci¨®n de su opuesto: el tiempo del trabajo. Sin el contraste de ¨¦ste, el tiempo libre es un padecimiento, una tortura: no lo percibe como un beneficio, sino como una p¨¦rdida. Tiene ocio porque no tiene trabajo, y ¨¦ste, por el contrario, sigue siendo el ¨²nico modo de identificaci¨®n que conoce. Se dice "soy alba?il", "soy metal¨²rgico", "soy licenciado": la profesi¨®n, el empleo por la identidad. Nadie dice al darse a conocer: "soy neur¨®tico depresivo" o "soy muy melanc¨®lico". Los propios fil¨®sofos del ocio se definen por su actividad: no son ociosos; son fil¨®sofos, soci¨®logos, psic¨®logos. Si la mercanc¨ªa ideol¨®gica de la sociedad industrial ha calado tan hondo como para formar parte de nuestra identidad, me parece muy ingenuo que se piense desaprensivamente en un cambio de valores tan radical como para que nuestros obreros de ayer, parados de hoy, se sienten frescamente ante la ventana a disfrutar del ocio que sus patronos de antes le imponen ahora. Entre otras cosas, porque el espect¨¢culo de las sociedades industriales en decadencia no es muy gratificante ni quedan muchos bosques v¨ªrgenes donde ir a entretener el ocio: los ¨¢rboles est¨¢n quemados; el suelo, lleno de botes de cerveza, y las aguas del arroyo, contaminadas. . .
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