Don Carlos otra vez.
Seg¨²n parece, el proyecto de representar y transmitir por televisi¨®n el Don Carlo, de Verdi, en el patio de Reyes de El Escorial va para largo, como las obras del mismo monasterio. De momento, el Consejo del Patrimonio Nacional se ha vuelto atr¨¢s de su primera negativa. No pod¨ªa ser de otro modo: en caso contrario, mala opini¨®n se hubiera formado de nosotros esa Europa que tan bien nos recibe y solicita, dispuesta a abrirnos sus puertas como a tantas otras naciones m¨¢s. Hace a?os la culpa era de nuestra dictadura; hoy las causas son econ¨®micas, ante las cuales es preciso esperar. De haber prohibido el Don Carlo, a buen seguro se nos hubiera tomado por una nueva generaci¨®n de inquisidores, herederos directos de verdugos y de furia espa?ola, no la del balompi¨¦ precisamente, sino de aquella otra famosa que conocieron siglos atr¨¢s en Flandes. Pero olvidemos cualquier preocupaci¨®n. Tal cosa no suceder¨¢, gracias a un conocido director: Zeffirelli, a Leonard Bernstein, la Scala de Mil¨¢n y alrededor de 300 millones, modesta cantidad, habida cuenta del fin al que va a dedicarlos un pa¨ªs de tan boyante econom¨ªa como el nuestro.
Despu¨¦s de todo, recurrir a nuestros monumentos para eludir los gastos de espect¨¢culos colosales no es cosa nueva entre nosotros. Baste con recordar el filme Orgullo y pasi¨®n, dirigido por Stanley Kramer e interpretado por Frank Sinatra y una Sof¨ªa Loren convertida en campesina espa?ola. En aquella pel¨ªcula se narraba la odisea de un pu?ado de espa?oles que en nuestra guerra contra Napole¨®n fund¨ªan un ca?¨®n colosal destinado a acabar con los franceses atrinchera dos tras las murallas de ?vila. En aquella ocasi¨®n, el honor nacional no s¨®lo quedaba a salvo, sino el mismo ca?¨®n bajo las b¨®vedas que decor¨® Lucas Jordan, aunque fuera preciso un arduo y h¨¢bil negociar entre civiles y eclesi¨¢sticos para fijar limosnas, beneficios y otros gajes capaces de emular las cuentas del Gran Capit¨¢n.
En este caso del Don Carlo, las circunstancias son distintas, ya que se trata de representar aquel famoso enfrentamiento entre el pr¨ªncipe y Felipe II, que llen¨® tantas p¨¢ginas, a costa del hijo sobre todo, a pesar de lo breve de su historia. Su azarosa vida, a medias entre el desamor y la tragedia, se inicia, al decir de sus bi¨®grafos, cuando en la infancia sus haza?as colman de notas los informes de los embajadores de otras cortes de Europa. Lejos del padre hasta los 14 a?os, su abuelo le educ¨® a trav¨¦s de instrucciones a sus profesores, para luego, una vez conocido de cerca, en cierto modo repudiarlo, neg¨¢ndose a invitarle a Yuste, en donde consum¨ªa sus horas rodeado de truchas y relojes. El pr¨ªncipe, a solas, entre ayos, due?as y capellanes, se tom¨® orgulloso, con esa vanidad vidriosa de los j¨®venes que se saben incluso f¨ªsicamente inferiores. Ni el saberse heredero ni la misma Universidad de Alcal¨¢, donde fue a estudiar, junto a don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, consiguieron llegar a enderezarle. Si sus dotes f¨ªsicas no eran las m¨¢s id¨®neas para competir en esgrima, nataci¨®n o equitaci¨®n con tan ilustres compa?eros, s¨ª, en cambio, le permit¨ªan intentar emularlos en juegos de amor, que ciertoPasa a la p¨¢gina 10
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d¨ªa se le pusieron en contra. Persiguiendo a la hija de uno de sus servidores, rod¨® por una oscura escalera hiri¨¦ndose, al caer, en la cabeza. El golpe debi¨® de resonar en toda Europa, incluso m¨¢s all¨¢ del mar, m¨¢s, sobre todo, en el coraz¨®n de su padre, que parti¨® de Madrid para Alcal¨¢ acompa?ado de su m¨¦dico. En la villa universitaria se celebraron hasta 50 consultas con los doctores m¨¢s entendidos de la corte, y en tanto las mujeres rezaban por ¨¦l, se tra¨ªan junto al enfermo los restos de fray Diego de Alcal¨¢, muerto en olor de santidad, intentando salvar la vida con la muerte. Result¨® tan in¨²til como la Virgen de Atocha, por lo que el rey autoriz¨® la trepanaci¨®n. Menos mal que a ¨²ltima hora el m¨¦dico Daza Chac¨®n no la consider¨® oportuna. De haber seguido adelante, tal vez la fama del padre no hubiera sufrido menoscabo, en tanto el hijo habr¨ªa pasado a engrosar la lista de mozos malogrados all¨¢ en la eternidad. Pero es el caso que el pr¨ªncipe san¨® y el padre, como quien siembra esperanza en sangre propia, le nombr¨® presidente del Consejo Real. Su ilusi¨®n dur¨® poco. Una vez a la cabeza del Consejo de Estado, el mozo comenz¨® a mostrarse irascible en todo, terco y hasta indiscreto, menospreciando jerarqu¨ªas y consejos, neg¨¢ndose a seguir incluso los de su propio padre, cuyas dudas afloran vagamente en sus escritos de entonces. Incluso a la hora de escoger compa?era con la que compartir lecho y corona se negaba en rotundo y por diversas razones, rechazando una tras otra desde Mar¨ªa Estuardo hasta la misma do?a Juana, tan querida de los espa?oles. Es cierto que hab¨ªa razones de edad por medio, pero tampoco faltaban de medro personal en su inter¨¦s por Ana de Bohemia, que le hubiera convertido en gobernador de los Pa¨ªses Bajos. El rey se opuso. No estaban aquellas tierras del imperio como para ser regidas por un muchacho en el que ya apuntaban delirios de grandeza. El desd¨¦n de don Carlos se cambi¨® en odio, en tanto m¨¢s al norte, en Flandes, oscuras nubes anunciaban tormentas. Con el rey en Segovia lleg¨® de all¨¢ un embajador en busca de cauces que dieran paso a un nuevo af¨¢n de independencia. Era bar¨®n, y su apellido, Montigny. El rey tard¨® en recibirle. Antes en Flandes estall¨® la revuelta. El desgraciado mediador qued¨® preso en la ciudad donde llegara en son de paz y desde all¨ª se le llev¨® al castillo de Simancas, donde Felipe, acus¨¢ndole de delito de lesa majestad, le mand¨® estrangular, seg¨²n recuerda Bratli, ante el alcalde de la fortaleza, un notario y un fraile.
As¨ª, el drama se consum¨ªa acto tras acto, pues el pr¨ªncipe Carlos, conocedor, como el rey, de cuanto en Flandes suced¨ªa, herv¨ªa en proyectos, cuando no en tratos con los rebeldes, que no dudaba en comunicar justamente a aquellos que m¨¢s fieles se manten¨ªan a su padre. Sus cartas pidiendo ayuda para huir del pa¨ªs llenaron las secretar¨ªas de los grandes de Espa?a, que respond¨ªan con vagas evasivas; los unos, acechando; los m¨¢s, pasando aviso al rey. Finalmente, don Carlos busc¨® ayuda en don Juan de Austria, ofreci¨¦ndole a cambio hacerle rey de N¨¢poles y duque de Mil¨¢n. Aquello debi¨® colmar la medida del vaso en cuyo fondo a¨²n navegaba el destino del pr¨ªncipe, y el padre se dispuso a apurarlo. As¨ª, de improviso, don Carlos se despert¨® en el Alc¨¢zar de Madrid, encontrando ante s¨ª a aquel a quien m¨¢s tem¨ªa rodeado de consejeros y soldados. Se confiscaron sus papeles y una semana despu¨¦s quedaba preso en una de las torres, donde meses m¨¢s tarde habr¨ªa de morir.
Verdad o no, historia o leyenda, con tales avatares M¨¦ry y Du Locle escribieron su libreto, convirtiendo la tragedia en melodrama, que no hubiera llegado hasta nosotros sin la m¨²sica de Verdi. Seg¨²n parece, su representaci¨®n en el patio de los Reyes llegar¨¢ al mundo entero, con lo cual gran parte de ese mundo, entre ellos, muchos espa?oles, conocer¨¢n nuestra historia a trav¨¦s de un melodrama, si bien, como mel¨®manos, deber¨¢n de mostrarse agradecidos. S¨®lo conocer¨¢n lo que la misma Espa?a les ofrece a trav¨¦s de su televisor. Ser¨ªa demasiado pedir a un lap¨®n, a un indonesio a un norteamericano medio un mejor conocimiento de cuanto sucedi¨®: razones de Estado, an¨¢lisis que a¨²n resisten el paso de los tiempos. Y no digamos nada de los Pa¨ªses Bajos, donde se asusta todav¨ªa a los ni?os amenaz¨¢ndoles con el duque de Alba, con su plaza mayor de Bruselas, donde una inscripci¨®n recuerda la ejecuci¨®n de Egmont y Hont, v¨ªctimas de los tiranos espa?oles. Se dir¨¢ que s¨®lo lo recuerdan los ingenuos, pero m¨¢s pueril resulta intentar acallar la mala conciencia de lo sucedido queriendo hacernos pasar por m¨¢s modernos que nadie, tratando de borrar nuestros propios complejos de culpabilidad en el mundo de Vietnam, Mathausen o Hiroshima.
Ya se sabe que el destino, las razones de Estado, las decisiones de los reyes van m¨¢s all¨¢ del bien o del mal, por encima de las de sus vasallos. En este caso, no; la voz de Sergio de Salas, promotor de esta gala a costa de Verdi y de unos cuantos millones, se alzar¨¢, para gozo de mel¨®manos, sobre la tumba del m¨¢s famoso rey que, para bien o para mal, equivocado o no, tuvimos nunca los que a¨²n hoy nos llamamos espa?oles.
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