Sin raz¨®n para la esperanza
Lo que, en ¨²ltima instancia, define a la modernidad es una fe firme en la raz¨®n. La ilustraci¨®n la saca de quicio, desorbit¨¢ndola de tal forma que a veces m¨¢s bien parece caricatura grotesca de su propia candidez. Rel¨¦ase la Justicia pol¨ªtica (1793), de William Godwin, un libro que en su tiempo fascin¨® a la izquierda brit¨¢nica, breviario de un poeta de las dimensiones de Shelley y que inaugura el anarquismo contempor¨¢neo, sin duda la corriente m¨¢s fiel al esp¨ªritu ilustrado, y no saldremos del asombro al comprobar c¨®mo descarr¨ªa la raz¨®n con su arte de simplificar generalizando. Si el ser humano es por naturaleza libre y racional, indudablemente el mejor de los gobiernos es el inexistente. Lo malo es que no parece libre, aut¨®nomo y responsable, ni racional, conduci¨¦ndose seg¨²n los principios universales de la raz¨®n. Luego, responder¨ªa el ilustrado, combatamos un orden social que convierte al hombre en esclavo de las pasiones y, as¨ª, en bot¨ªn f¨¢cil para el dominio de los poderosos. La revoluci¨®n copernicana que habr¨ªa llevado a cabo Rousseau -son palabras de Kant- consiste precisamente en haber puesto de manifiesto que el hombre es libre y bueno, tal como sale de las manos del Creador, y que es la sociedad, la civilizaci¨®n, la que le ha pervertido, convirti¨¦ndolo en este desecho de ego¨ªsmo y de maldad.Llamamos posmodernidad, a falta de un t¨¦rmino m¨¢s preciso, justamente a este doloroso desprendimiento del optimismo racionalista; empero, hasta tal punto ha conformado el meollo de nuestra identidad europea que, a poco que nos descuidemos, se nos cuela de matute la presunci¨®n de que al final acaba por triunfar la raz¨®n. Marx, en el fondo un optimista ilustrado, est¨¢ todav¨ªa convencido de que cuando un problema se plantea a la humanidad es que ya estamos en condiciones de resolverlo. Lo que hoy nos separa de ¨¦l no es su descripci¨®n genial de las leyes del capitalismo, acumulaci¨®n, concentraci¨®n, crisis peri¨®dicas, sino la metaf¨ªsica racionalista impl¨ªcita en sus soluciones y respuestas. Para el racionalismo no hay cuesti¨®n irresoluble, por laber¨ªnticos que sean los vericuetos que haya que recorrer, por larga y ardua que pueda ser la lucha hasta topar con el mejor de los mundos. El final es conocido: gana la raz¨®n en sus formas de libertad y de justicia.
Las ideas fluyen continuas, encaden¨¢ndose unas a otras dentro de un mismo paradigma o, para decirlo con Ortega, de una misma creencia, que permanece rija, incuestionada e incuestionable, delimitando toda una cultura o una ¨¦poca. Las ideas evolucionan -antes se dec¨ªa progresan- en el marco inmutable de la creencia que las sustenta; las creencias, en cambio, permanecen invariables hasta que un buen d¨ªa desaparecen. Las creencias no se modifican -son el marco fijo de referencia-, sino que se evaporan. Lo que ayer era evidente, y por tanto, indecible, a la vez que supuesto de todo lo decible, se convierte de pronto en idea y, por consiguiente, en algo cuestionable. Una creencia se esfuma si cabe formularla con alg¨²n rigor. La contemplarnos ya del otro lado de la barrera, como idea fundamentante; ha dejado de ser creencia; es decir, evidencia anterior a la formulaci¨®n de cualquier idea. Pues bien, a la adquisici¨®n y transformaci¨®n de las ideas llamamos conocimiento; a la recepci¨®n y p¨¦rdida de las creencias conviene llamar conversi¨®n. Nos adherimos a las ideas, pero nos convertimos a las creencias. La debilidad m¨¢s patente de las teor¨ªas del conocimiento al uso es que no empalman con una necesaria y todav¨ªa inexistente teor¨ªa de la conversi¨®n.
De la conversi¨®n sabemos al menos que se produce por salto, ruptura o, si se quiere, mutaci¨®n. Cuando se est¨¢ en la creencia, nada m¨¢s seguro; todo se ordena en funci¨®n de ella y el orden resultante no hace m¨¢s que confirmarla. Cuando se cree en Dios se le percibe por doquier; se siente su presencia amorosa en lo m¨¢s profundo de la intimidad. Perdida la fe, ya no hay modo de recuperarla; sin ella, el orden anterior se revela un caos que rechaza precisamente la creencia que antes nos sostuvo. La modernidad crey¨® en la raz¨®n. La posmodernidad ha perdido esta creencia; cuando habla de raz¨®n, m¨¢s bien de racionalidad, est¨¢ diciendo otra cosa. S¨®lo al que ha captado y digerido esta diferencia, con todas sus pavorosas consecuencias, podemos considerar coet¨¢neo.
El racionalismo que impregna a toda la modernidad se basa en una creencia -la realidad es racional- que hemos perdido definitivamente. Cierto que los primeros ataques provinieron del empirismo ingl¨¦s, pero de hecho fue Kant quien acab¨® con el racionalismo al intentar fundamentarlo racionalmente. Todos sus esfuerzos para salvar por lo menos a la raz¨®n pr¨¢ctica resultaron vanos. Libres del embrujo de la raz¨®n, estuvimos en condiciones de percibir su g¨¦nesis: el racionalismo se desenmascara como una teolog¨ªa secularizada. Si nos retrotraemos hasta las ra¨ªces griegas, racionalismo y teolog¨ªa aparecen fundidos en una misma unidad originaria.
La verdadera haza?a de la modernidad consisti¨® en secularizar los contenidos b¨¢sicos de la teolog¨ªa, hasta el punto que modernidad y secularizaci¨®n han terminado por significar lo mismo. Lamentablemente, no se ha insistido lo suficiente en que este procesio universal de secularizaci¨®n libera a la experiencia religiosa de sus cadenas teol¨®gicas. Desde un punto de vista religioso, el mayor logro de la modernidad es haber separado tajantemente fe y raz¨®n. Gracias a esta separaci¨®n, cuando se desploma la raz¨®n, arrastrando consigo a las muy varias teolog¨ªas secularizadas, la fe, en los reductos en los que pudo conservarse, permanece inc¨®lume.
No es la menor de las paradojas el que haya sido la modernidad, combatida durante siglos por la Iglesia, empe?ada en preservar a todo trance la vinculaci¨®n tomista de la fe con la raz¨®n como soporte de una noci¨®n de cristiandad hist¨®ricamente desfasada, la que en ¨²ltima instancia salve a la fe. En donde, como en Espa?a, la Iglesia fue lo suficientemente fuerte para impedir la secularizaci¨®n, la fe, como fen¨®meno social, es d¨¦bil y tambaleante; en cambio, all¨ª donde la secularizaci¨®n oper¨® a tiempo, manteniendo a la fe y a la raz¨®n en esferas distintas, sin la menor comunicaci¨®n, el desastre de la raz¨®n ha dado a la fe nuevo vigor y vitalidad. A finales del XVIII, los esp¨ªritus m¨¢s finos, asentados en una confianza infinita en la raz¨®n, pudieron pensar que la fe religiosa tocaba a su fin; hoy parece m¨¢s arriesgado hacer pron¨®sticos sobre su futuro.
La creencia de que la realidad es racional -en su ¨²ltima formulaci¨®n hegeliano-marxista, el proceso de lo real y el proceso de lo pensado son aspectos de una y la misma totalidad- se fundamenta en una teolog¨ªa que, al sentar todo lo existente en un Dios padre, todo misericordioso, sustenta la esperanza. La confianza de que al final triunfar¨¢ la raz¨®n, que la historia tiene sentido como desarrollo de la idea de la libertad, se esfuma en cuanto se detecta la teolog¨ªa secularizada en que se apoya. El concepto moderno de raz¨®n asum¨ªa, seculariz¨¢ndola, la esperanza cristiana; el concepto posmoderno de racionalidad, depurado ya de todos los contenidos teol¨®gicos secularizados, no deja rendija para la esperanza.
La fe es fiducia, confianza. Porque creemos, esperamos; quiz¨¢ porque necesitamos esperar -no hay vida cabalmente humana sin esperanza, como entre nosotros ha recalcado machaconamente el maestro La¨ªn-, terminamos por creer. De todas las innovaciones que aporta la posmodernidad, la de mayor alcance y la que hasta ahora ha pasado m¨¢s inadvertida es que no hay raz¨®n para la esperanza. Con ello no se quiere decir que, tal como va el mundo, resulte dif¨ªcil encontrar razones para esperar confiados, pero sin desechar que puedan aparecer alg¨²n d¨ªa. No; lo que caracteriza a nuestra situaci¨®n es mucho m¨¢s radical y de una envergadura infinitamente mayor: es que la raz¨®n, entendida tal como lo hace la posmodernidad, como simple racionalidad, no da de s¨ª la esperanza. La raz¨®n moderna la llevaba todav¨ªa en su entra?a; en la racionalidad, propia de la posmodernidad, no s¨®lo no cabe, sino que si nos afanamos en meterla a presi¨®n, salta en mil pedazos. El que sea fiel al concepto posmoderno de racionalidad ha de abandonar toda esperanza. No parece exagerado que, estando as¨ª las cosas, describamos la posmodernidad como aquella ¨¦poca en la que no queda raz¨®n para la esperanza.
Una vida sin esperanza es una vida mermada, volcada al gozo del presente. Dejo al lector que desarrolle por s¨ª mismo las consecuencias soc¨ªales de este principio: desde el consumismo, la droga y criminalidad recientes, hasta la desorientaci¨®n profunda que se traduce en neurosis y dem¨¢s desequilibrios ps¨ªquicos en imparable aumento. El que no haya perdido por completo el contacto con la vieja espiritualidad sabe que no hay vida humana, digna de este nombre, sin esperanza. Hoy no existe otra esperanza que la religiosa, sostenida en una fe que est¨¢ m¨¢s all¨¢ de los avatares hist¨®ricos de la raz¨®n, pero muy significativamente el hombre religioso de nuestro tiempo vive las virtudes teologales en un orden inverso al que las coloc¨® la tradici¨®n. Porque ama, espera; y porque espera, cree. Amor, esperanza y, luego, a considerable distancia, la fe.
El amor, que se revela la ¨²ltima sustancia de la religiosidad, ser¨¢ tambi¨¦n lo ¨²ltimo que desaparezca de la tierra, cuando ya la habiten seres que dificilmente podamos llamar humanos. Parece, sin embargo, altamente improbable que lleguemos a este grado de deshumanizaci¨®n; mucho antes, una humanidad capaz de destruir por completo la vida sobre el planeta habr¨¢ hecho uso de su poder.
En las condiciones que definen a la posmodernidad quedan tan s¨®lo dos formas de vida plenamente humanas: en la esperanza de la creencia religiosa y en la desesperaci¨®n l¨²cida, vivida en toda su radical autenticidad.
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