Aqu¨ª no firma nadie
No s¨¦ por qu¨¦ acced¨ª a la propuesta. Pienso que lo hice por simple vanidad. O tal vez por promover Las delicias del exilio, mi ¨²ltima novela. En todo caso, la propuesta consist¨ªa en que yo me trasladara a Barcelona, a unos grandes almacenes de la Ciudad Condal, secci¨®n de librer¨ªa, y all¨ª firmase ejemplares de mi obra. ?sa era la teor¨ªa. Como tantas y tantas otras que luego se derrumbar¨ªan a la fr¨ªa hora de la pr¨¢ctica, la teor¨ªa era bella y tentadora.As¨ª que me traslad¨¦ a Barcelona y fui llevado al terreno donde se supon¨ªa que habr¨ªa de desarrollarse el juego. Me llev¨¦ una inicial sorpresa: un n¨²mero inquietantemente elevado de escritores se hallaba en el mismo punto y en id¨¦ntica situaci¨®n. A unos los conoc¨ªa, a otros no tanto. Fui situado en una mesa sobre la que aguardaba, apilada, una cantidad de libros m¨ªos que se me antoj¨® desorbitada. "Demasiados libros", pens¨¦. Algo parecido a lo que te sucede cuando sin excesivo apetito entras en un restaurante y un convincente maitre te endosa un almuerzo que aceptas, a rega?adientes o por timidez, a sabiendas de que, siendo copioso, no podr¨¢s dar cuenta del mismo.
Comienza el juego, que por cierto ha de durar dos horas. Un confuso sentimiento de autodefensa me ha llevado a situar sobre mi ocasional mesa un cuaderno de apuntes. Un cuaderno de apuntes que -no s¨¦ lo que pensar¨¢n los dem¨¢s- a m¨ª mismo se me antoja sospechoso. Se acerca alguien y te tiende tu propia obra. Alargas una mano que nadie te ha pedido y que el adquirente de mi novela estrecha con poca convicci¨®n. Le preguntas su nombre y la pregunta resulta ociosa. No, la novela no es para el adquirente, sino para alguien que se llama Rosa. "?Rosa qu¨¦?", indagas, con amabilidad, tratando de desarrollar tu cometido con minuciosidad. "Es igual, ponga solamente Rosa", espeta el otro, como quien frena un intento de excesiva intimidad. Te alargas en la ceremonia de la dedicatoria, en la que incluyes sent¨ªmientos de afecto y de simpat¨ªa que jam¨¢s han podido brotar de tu pecho, por la sencilla raz¨®n de que ignoras absolutamente qui¨¦n es esta bendita Rosa. Entregas el libro, otra vez alargas una mano, que el otro estrecha como quien ha estado temiendo que aquello se repitiera de nuevo, y el adquirente se aleja con aires de quien experimenta una llevadera confusi¨®n.
Viene luego lo del tema de los ni?os. Es incre¨ªble el elevado n¨²mero de ni?os que pueden circular por estos almacenes. Son ni?os que de pronto tropiezan con un se?or ins¨®litamente sentado junto a una mesa ah¨ªta, no ya de libros, sino de un mismo libro repetido hasta la saciedad, y que no ocultan la perplejidad que el descubrimiento les merece. Entonces miran al se?or, te miran y remiran con esa falta de pudor y de delicadeza que solamente los ni?os pueden exhibir. Me siento inc¨®modo, entonces, ante el estupor, que late en estas miradas infantiles. Pero este estupor, compruebo con inquietud, no es privativo de los ni?os, sino que ahora empieza a asomar en los ojos de todos, los circundantes. Qu¨¦ raro, un se?or sentado junto a una mesa, sin nada que hacer, con tantos libros id¨¦nticos en los que de nuevo aparece el mismo se?or, repetido hasta el hast¨ªo.
Las masas humanas desfilan ante m¨ª, me miran, me estudian, sus ojos levantan actas de que la situaci¨®n que advierten es, por lo menos, poco usual o incluso rara. Solamente falta que se acerquen m¨¢s y me toquen. Me siento, poco a poco, como deben de sentirse esos ejemplares ins¨®litos de la humanidad que se exhiben en los circos. Las mujeres con barba, por ejemplo. No hay colas; casi nadie quiere que le firme un libro. Me refugio oscurarnente en mi ocioso cuaderno de notas. A punto anotaciones que no me servir¨¢n para nada. Disimulo. Dios m¨ªo, estoy disimulando, estoy haciendo ver que de mi interior afluyen observaciones important¨ªsimas que escribo antes de que se me olviden y se pierdan para siempre.
Los altoparlantes mienten vilmente. Esa voz reposada y bien modulada de se?orita de aeropuerto anunciando un despegue inmediato dice que este escritor, y luego este otro, y m¨¢s tarde un tercero, "est¨¢n firmando" ejemplares de sus obras en tal planta. Pero en esa planta no firma nadie, Dios nos ayude. Compruebo con cierta satisfacci¨®n -mal de muchos, etc¨¦tera- que mis colegas, los otros dos escritores, se mueven en id¨¦ntico paro, comparten mi ocio. Hablan entre s¨ª, se hacen visitas de mesa a mesa, fingen ocupaciones inexistentes y, por a?adidura, apresuradas; se niegan a sumirse en esa angustia que me va a sumir a m¨ª, que me est¨¢ sumiendo, que me est¨¢ devorando. Aqu¨ª no firma nadie. Dios ampare a este pa¨ªs, que lee poco, que lee mal, que se dir¨ªa que ni tan siquiera sabe leer.
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