El p¨²blico
En la llamada fiesta nacional, tan importante como lo que se ve -el toro y el torero- es quien ve: el p¨²blico. As¨ª como no hay poes¨ªa sin lector (que es, con su lectura, el coautor del poema), tampoco puede haber toros sin. espectadores, que son en una gran medida de los coautores de la faena. Ese maletilla de cupl¨¦ que torea solo, a la luz de la luna, en pleno campo, al toro negro, que apart¨® de la manada, en realidad, aunque ¨¦l no se lo crea, no est¨¢ toreando, porque lo que ve ¨²nicamente Dios no lo ve nadie. Y en ¨¦l mundo de los toros, la que no ve nadie tampoco existe.Por supuesto, el p¨²blico es imprescindible en todos los espect¨¢culos, que, cuando se celebran sin espectadores, s¨®lo son dignos del nombre de ensayos. Pero en el teatro, o en el ballet, o en el concierto, los hechos se producen de acuerdo con un plan minuciosamente trazado por el autor, a cuya voluntad deben someterse los actores o int¨¦rpretes. En esas condiciones, al espectador no le queda m¨¢s remedio que limitarse a mirar, que es lo suyo, y a aprobar o desaprobar una faena previamente elaborada, a la que muy poco o nada puede aportar; el espect¨¢culo es as¨ª una verdadera re-presentaci¨®n, un hecho reiterable y en cierta medida consumado antes de consumirse.
En cambio, en las corridas de toros, siempre ¨²nicas e ¨ªrrepetibles -cada corrida es lo nunca visto-, el p¨²blico cobra una especial relevancia por diversas razones, todas derivadas de lo que la fiesta tiene de happening, de improvisaci¨®n, de acto haci¨¦ndose. Se ha dicho muchas veces, pero quiero recordarlo de nuevo aqu¨ª, que no son iguales las corridas en Bilbao, en Sevilla, en Madrid o en Barcelona; los toreros pueden ser los n¨²smos, y los toros, muy semejantes, pero el p¨²blico hace las corridas (literalmente las hace) diferentes en cada plaza, las dota de un ritmo y de un tono inconfundibles, propios.
La OTAN y las orejas
Entre todos los p¨²blicos, el de los toros es el ¨²nico capaz de expresar y de hacer valer su vo, luntad a la hora de pren¨²ar o de castigar a quien contempla. La concesi¨®n de orejas y dem¨¢s gloriosos despojos, e incluso otras incidencias de la lidia, son el resultado de un aut¨¦ntico plebiscito. Lo de la OTAN vale poco; otorgar una, dos o tres (eso s¨ª que ser¨ªa extraordinario) orejas es lo ?m portante. Nunca el pueblo espa?ol se siente y es tan soberano como en las plazas de toros, a las que acude con el convencimiento de que el presidente est¨¢ all¨ª para hacerle los mandados. El p¨²blico de las gradas y tendidos, aunque nada respetuoso, se configura como el ¨²nico respetable, m¨¢s peligroso y agresivo a¨²n que los toros llamados de respeto. Con sus sugerencias y sus ideas, tantas veces malas, los espectadores participan tambi¨¦n en la ejecuci¨®n de la faena, influyen al torero, lo obligan, lo mandan -en ocasiones a la enfermer¨ªa; no siempre los toros son los responsables de las cogidas: m¨¢s comadas da el hombre. Los espectadores de la corrida, al ser parte activa del espect¨¢culo, se convierten ellos mismos en un espect¨¢culo que ha merecido, como todo lo que a la fiesta se refiere, cr¨ªticas contradictorias y apasionadas, y generalmente adversas. Cuando Alberto Lista dec¨ªa (m¨¢s o menos; cito de memoria, como los malos muleteros) que el talento de Espronceda era como una plaza de toros, grande y con mucha canalla dentro, estaba opinando tanto sobre los taur¨®filos como sobre el poeta, y expresaba un juicio muy compartido entonces, y desde entonces, acerca del espect¨¢culo, generalmente triste, que ofrecen los espectadores.
Podr¨ªa pensarse que el se?or Lista formaba parte de las filas de los taur¨®fobos, circunstancia que ignoro y que le restar¨ªa objetividad y validez a su juicio. Pero incluso alguien tan poco sospechoso de taurofobia como Goya parece avalar esa opini¨®n cuando, al pie de una estampa en la que se muestra uno de los muchos aspectos desagradables y crueles -por no decir viles- de la fiesta, el pintor, fiel al esp¨ªritu did¨¢ctico del Siglo de las Luces (el mismo siglo que visti¨® de luces a los toreros), escribi¨® unas palabras que, por proceder de su mano, resultan desconcertantes: "As¨ª se divierten. los espa?oles". Viniendo de Goya, que sab¨ªa de lo que pintaba, la cr¨ªtica negativa que encierra su frase no puede interpretarse como un repudio de los toros y de los toreros, sino como el. rechazo de una manera de verlos o, lo que es lo mismo, como la condena de todo un g¨¦nero de espectadores. Creo que la palabra clave que permite entender la intenci¨®n de don Francisco es el verbo divertir: as¨ª se divierten, as¨ª se alejan de ellos mismos, as¨ª se ponen fuera de s¨ª, as¨ª se enajenan los espa?oles.
Goya ten¨ªa raz¨®n. A los toros no debemos ir a divertimos, sino a otra cosa. Y no digo esto porque tenga una idea trascendental de lo que para m¨ª es ¨²nicamente un espect¨¢culo. No trato de convertir a los toros en lo que no son: mito o rito (qu¨¦ bobadas). Si digo que es una equivocaci¨®n ir a los toros a divertirse es por una simple y pura tautolog¨ªa, porque las corridas son, de hecho y casi siempre, muy aburridas. Los espectadores que se obstinan en el error de ir a los toros a divertirse corren el riesgo de incurrir tambi¨¦n en el horror de no ver (como Goya -que no era un mal aficionado- ve¨ªa) lo que hay de espanto y de tragedia en la fiesta. Y aquellos que se divierten con la tragedia no se purifican; se insensibilizan, se degradan.
No andaba descant¨ªnado Alberto Lista. Hay, en efecto, algo de aborn¨ªnable en un p¨²blico que con tanta frecuencia grita -?al torero o al toro?- "m¨¢talo ya", movido casi siempre, m¨¢s que por la piedad, por el aburrimiento.
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