El d¨ªa en que el bar¨®n pens¨® abandonar
Ahora ya es historia. Ha pasado. Nadie o muy pocos se acuerdan de ello, pero lo cierto es que los Juegos de San Luis (1904) fueron vergonzosos, de esc¨¢ndalo. No hubo ni inauguraci¨®n ni clausura y simplemente se convirtieron en un programa complementario del gran circo de la exposici¨®n mundial celebrada en una de las localidades m¨¢s racistas del mundo. Incluso el propio bar¨®n Pierre de Coubertin se avergonz¨® de un acontecimiento as¨ª y se qued¨® en Par¨ªs, no presenciando ni un solo d¨ªa de competici¨®n y enviando a tres representantes del Comit¨¦ Ol¨ªmpico Internacional (COI), que permanecieron en San Luis mientras duraron los Juegos, del 1 de julio al 29 de octubre. Luego, claro, le contar¨ªan grandes barbaridades, que Coubertin, fiel al criterio ol¨ªmpico de lavar la ropa en casa, eludi¨® en sus memorias.
EMILIO P?REZ DE ROZASTras los Juegos de Atenas y Par¨ªs todo parec¨ªa indicar que aquella fiesta deportiva, o lo que pretend¨ªa ser una fiesta deportiva, deb¨ªa pisar el llamado Nuevo Mundo. Dos ciudades, Chicago y San Luis, concurrieron para obtener el derecho a organizar el evento. El COI se pronunci¨® desde el primer momento por Chicago, concedi¨¦ndole el honor de organizar los Juegos de 1904. Pero San Luis, que entonces contaba con medio mill¨®n de habitantes, se estaba preparando para organizar la exposici¨®n mundial y no se resign¨® a tal decisi¨®n. Cuando se decidi¨® definitivamente que la exposici¨®n mundial tendr¨ªa lugar, por motivos financieros, en 1904, San Luis anunci¨® que duran.te la exposici¨®n mundial y simult¨¢neamente a los Juegos de Chicago celebrar¨ªa una contraolimpiada (algo similaria lo que pretenden ahora los sovi¨¦ticos). Tras largas discusiones, el COI modific¨® su decisi¨®n anterior, concediendo la organizaci¨®n de los Juegos Ol¨ªmpicos a San Luis por 14 votos contra dos. El apoyo de Teodoro Roosevelt, presidente de Estados Unidos, a la ciudad de San Luis fue sin duda definitivo, aunque Cotibertin no viaj¨® siquiera y tampoco la mayor¨ªa de pa¨ªses europeos.
El enfado del bar¨®n
Eso s¨ª, Estados Unidos disfrut¨® de lo lindo. De las 254 medallas que estaban en juego se llev¨® 2 11 (70 de oro, 74 de plata y 67 de bronce). Cuba fue segunda, con 10 medallas (5-2-3). El bar¨®n, siempre tan discreto, intent¨® disimular su mal humor por c¨®mo se desarrollaban los Juegos de San Luis, pero su enfado lleg¨® al l¨ªmite cuando su amigo y compa?ero de movimiento ol¨ªmpico, Franz Kemeny, presente en San Luis, le inform¨® de los acontecimientos: "Ver¨¢s", le dijo Kemeny a Coubertin, "indios de EE UU, de M¨¦xico, gente de la Patagonia, negros, filipinos y hasta sirios y turcos se enfrentan en el estadio en una farsa humillante y siniestra. Estos hombres", sigui¨® explicando Kemeny ante el asombro del bar¨®n, "son de todas las edades, estaturas y colores; no hab¨ªan o¨ªdo hablar jam¨¢s de un peso que se lanza, de una barrera que se supera, de una pista que pide al corredor de 100 metros o al de 1.500, una t¨¦cnica y una prepara ci¨¦n diferentes". "Sus gesticulaciones grotescas", continu¨¦ informando el emisario, "provocaron risas a su alrededor. Un pigineo, tras un esfuerzo sobrehumano, envi¨® el peso a tres metros. Era horroroso. Al d¨ªa siguiente se les permiti¨® representar sus actividades folkl¨®ricas. El p¨²blico se desinteres¨¦. No era bonito; no era divertido".
Coubertin debi¨® de perder el humor durante meses. El rumbo que estaban tomando los Juegos, sus Juegos, tras el brillante in¨ªcio en Atenas, no era el deseado. En vez de inspirar a la juventud y promover la buena voluntad internacional, los Juegos estaban convirti¨¦ndose en un espect¨¢culo secundario. Curiosamente, el bar¨®n decidi¨® entonces una cosa que se est¨¢ planteando en estos momentos, tras los desastres de participlci¨®n de Montreal, Mosc¨² y Los Angeles: el regreso a Atenas. Y sugiri¨® iniciar este nuevo ciclo en 1906, dos a?os despu¨¦s de San Luis y dos antes de los siguientes: los de Londres de 1908.
Grecia acogi¨® la idea con los brazos abiertos (tambi¨¦n ahora intenta capitalizar el desconcierto en las filas ol¨ªmpicas), y los Juegos, que m¨¢s tarde fueron calificados por el propio COI de extraoficiales y excluidos de la historia ol¨ªmpica, fueron un rotundo ¨¦xito. Pocos los recuerdan, pero lo cierto es que los herederos de aquellos campeones ol¨ªmpicos de 1906, que recogieron sus medallas de manos del rey Jorge, la reina Olga o de cualquier otro miembro de la familia real griega, conservan sus trofeos como premios ol¨ªmpicos, como galardones a un triunfo hist¨®rico.
Una medalla por correo
Los de San Luis fueron unos Juegos en los que incluso hubo peleas para saber c¨®mo se med¨ªan las cosas, si por el sistema m¨¦trico decimal o por el ingl¨¦s (millas, pies, yardas, pulgadas), como pretend¨ªan los organizadores. "Pero esas discusiones", debi¨® de contarle Kemeny a Coubertin al regresar de San Luis, "no fueron nada, comparado con la verg¨¹enza que sentimos todos en algunas ocasiones". Y Kemeny, que no parec¨ªa tener pelos en la lengua, va y le cuenta a Coubertin lo de la final de las 100 yardas libres en las aguas de aquel lago que sirvi¨® de escenario a las competiciones de nataci¨®n. "Pues ver¨¢s", le dijo el emisario ol¨ªmpico a su jefe, "resulta que el h¨²ngaro Zoltan von Halmay hizo una excelente carrera y pareci¨® llegar el primero, por delante del norteamericano Scott Leary. Cuando todos cre¨ªamos que no hab¨ªan existido dudas, los jueces ordenan repetir la carrera. Halmay volvi¨® a ganar con autoridad, y esta vez por delante de dos norteamericanos, Charles Daniels y el propio Leary. Total, todo eso para recibir la medalla por correo, porque no se la entregaron all¨ª".
Pero cuando Coubertin crey¨® subirse por las paredes, cuando sinti¨® que todos sus ideales ol¨ªmpicos quedaban reducidos a cenizas, fue cuando Kemeny le cont¨® lo sucedido en la prueba reina de los juegos, la marat¨®n. Hubo momentos de relato en los que el bar¨®n crey¨® que su amigo exageraba y que nada de aquello era cierto. Kemeny, temeroso de que no le creyera, ampli¨® su narraci¨®n con m¨¢s detalles. Incluso cont¨® que el autom¨®vil de la historia era uno de los Ford, salido apenas tres meses antes de la primera f¨¢brica del futuro magnate de la automoci¨®n.
Todo fue verdad
Todo empez¨® con la marat¨®n. Uno de los norteamericanos inscritos era Fred Lorz, del Mohawk Athletic Club. Fred sal¨ªa con los punteros y parec¨ªa un posible vencedor. A los pocos kil¨®metros, Lorz sufri¨® espasmos y tuvo que retirarse. Pero al ver cerca de ¨¦l a uno de los cuatro o cinco autom¨®viles Ford que acompa?aban a los atletas en su recorrido, Fred solicit¨® al comnductor que lo llevase en ¨¦l hasta el estadio. Mientras superaba al resto de competidores (en total salieron 31 corredores), Lorz los saludaba amigablemente, d¨¢ndoles ¨¢nimos para que continuaran. A falta de ocho kil¨®metros para llegar al estadio, el autom¨®vil se estrope¨®. No era extra?o. El invento era reciente. Y Lorz, que ya se hab¨ªa recuperado de sus males, baj¨® del veh¨ªculo y se puso a correr. Despu¨¦s dir¨ªa que lo hizo "para no resfriarme".
Lo cierto es que 2.000 personas esperaban al l¨ªder de la carrera, quien, seg¨²n hab¨ªan informado por megafon¨ªa, era el norteamericano Thomas Hicks. Pues bien, de pronto Lorz entr¨® como una flecha en el estadio. No llevaba ritmo de marat¨®n. Parec¨ªa un mediofondista. El p¨²blico se puso de pie y empez¨® a aplaudir al nuevo h¨¦roe, quien levantando los brazos jubiloso entr¨® en la meta. Cuando Afice Roosevelt, hija del presidente, estaba a punto de coronar al nuevo campe¨®n ol¨ªmpico con una rama de olivo y la consiguiente medalla de oro, entr¨® en el-estadio su compatriota'Hicks, uno de cuyos acompa?antes denunci¨® a voz ,en grito, mientras Thomas cruzaba la meta, que Lorz era un impostor. El tramposo afirm¨® que al llegar al estadio no ten¨ªa intenci¨®n de continuar la broma, "pero los aplausos me han emborrachado". Lorz fue descalificado por un a?o.
Un a?o m¨¢s tarde le devolver¨ªan su licencia y conquistar¨ªa m¨¢s tarde, en Boston y sin trampas, el campeonato norteamericano de marat¨®n.
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