Profec¨ªa en Mallorca
David Herbert Lawrence no vino a Mallorca como tantos, como un conocido vip o un jefe de Gobierno, gente de cine en busca de reposo o de eludir impuestos. Su recuerdo, el nombre del autor del libro de amor m¨¢s discutido en los ¨²ltimos tiempos no figura en las gu¨ªas de turismo que la isla acumula cada a?o, incluyendo desde la catedral a ValIdemosa, calas, molinos, lonjas y olivos retorcidos como un mal pensamiento. A Lawrence no le impresionan en la ciudad los patios silenciosos y magn¨ªficos, los barrios m¨¢s o menos g¨®ticos o las torres desde las que divisar el solitario pe?¨®n de Cabrera, convertido por los espa?oles en campo de concentraci¨®n para franceses vencidos. Era un hombre nacido de la tierra, como aquellos olivos, asido a ella tambi¨¦n como buscando unas ra¨ªces que le hicieron olvidar su destino trashumante.Cuando lleg¨® a la isla ya ven¨ªa derrotado por la vida, en un postrer vuelo, como el del ave F¨¦nix, que ¨¦l mismo dibuj¨® para Los amantes de lady Chatterley, y que a la postre sirvi¨® para su sepultura. En realidad, sus d¨ªas fueron morir y volver a nacer, amar y odiar a un tiempo, incluso a su pa¨ªs y su siglo.
"El hotel es muy hermoso", escribe desde Mallorca, "y la comida, buena, aunque excesiva. Somos s¨®lo cuatro personas, de modo que tenemos todo el lugar para nosotros. El tiempo sigue seco; la isla, quemada, y el sol, ardiente, aunque suave. Ayer fuimos hasta Valldemosa, donde Chopin fue tan feliz y que George Sand lleg¨® a detestar. Era muy hermoso contemplar desde el monasterio las sombras de la llanura que se extiende abajo y las rosas en tonos tan brillantes, abri¨¦ndose en s¨ª mismas, rodeadas de mar por todas partes; no de ese azul agresivo de las joyas, sino del tono suave del plumaje de los pavos reales".
El escritor entonces ya andaba en busca de morada fija en la que descansar su cuerpo minado por el mal que ¨¦l enmascara en sus cartas con nombres distintos, lo mismo que su tos constante. Atr¨¢s, lejanos, quedaron la pasi¨®n y los d¨ªas felices de Italia, los apuros econ¨®micos, que a veces le obligan a quedar en cama por no tener con qu¨¦ vestirse. Sin embargo, es aqu¨¦lla una miseria gloriosa, que le hace ver una diversa realidad en las riberas amables del Garda. "El que ha vivido en Italia", escribe entonces, "tiene que amarla y recordarla. Sobre pa¨ªses como Alemania o Inglaterra, en cambio, se extienden como cielos grises, la tristeza del juicio moral, la condena y reserva de las gentes".
No es extra?o que huya de su pa¨ªs, de su tiempo de Cornualles, ante cuyas murallas suenan los graves compases de la pen¨²ltima gran guerra. All¨ª, cuando bajo sus pies se apaga el oleaje, se ha echado muchas veces sobre el suelo intentando fundirse con la piedra desnuda y verdinegra. Detesta la sociedad que le rodea, pero se reconoce, sobre todo, ingl¨¦s en cualquier lugar de la Tierra. Cruzando mares y oc¨¦anos desde Ceil¨¢n a Am¨¦rica o Australia. En Nuevo M¨¦xico se entusiasma con las danzas de apaches y navajos; en Ceil¨¢n, con sus h¨²medas noches; en Sicilia, con el trato vivo y cordial de sus gentes. A la postre, su af¨¢n viajero se acabar¨¢ apagando en busca de su propio yo en sus ansiadas ra¨ªces a orillas del Mediterr¨¢neo. As¨ª, un d¨ªa volver¨¢ a Mallorca con su mujer. "En S¨®ller", escribe este ingl¨¦s apasionado por las viejas culturas y las tierras remotas, "el aroma de los azahares es tan fuerte que se siente uno como una abeja. Al regresar a trav¨¦s de las monta?as nos detuvimos en un antiguo jard¨ªn moro con cisternas circulares y sombr¨ªas, bajo palmeras y grandes rosas brillantes. Los jazmines hab¨ªan esparcido tantas flores que la tierra reluc¨ªa amarilla. Los ruise?ores cantaban, estremeciendo el aire en calma. Hay una extra?a quietud en donde estuvieron alguna vez los moros, como si lo poblaran esp¨ªritus; todo, un poco
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sombr¨ªo y hermoso a la vez, como una pausa en la vida".
Estudioso impenitente de esa vida que poco a poco se le va, se propone conocer nuestra Pen¨ªnsula a lo largo de sus peregrinaciones habituales. Fue un sue?o in¨²til, un proyecto que nunca lleg¨® a realizar. La muerte le sali¨® al encuentro como el ave F¨¦nix, que a¨²n guarda sus cenizas, prometi¨¦ndole una inmortalidad que hoy cobra mayor fuerza todav¨ªa.
Mallorca fue para ¨¦l, como para tantos otros despu¨¦s, morada de paso en el camino que lleva bordeando el mar hasta el retiro de Dey¨¤, donde otro ingl¨¦s so?ara m¨¢s tarde una dorada edad romana de m¨¢rmoles y h¨¦roes. Cerca de la tierra se prolonga, mar adentro, entre naranjos y rubios limoneros, y un olor a azahar nace de los rincones de las casas. Lawrence am¨® la calma de las islas, puesto que estuvo siempre en contra de la guerra, como de cualquier servidumbre capaz de limitar el arte. Acusado de obsceno, a un tiempo contradictorio y prof¨¦tico, odiaba a Joyce y a Proust, que, a la larga, le ganaron la partida. Eterno solitario, degustador de mitos populares m¨¢s que de sinfon¨ªas, dijo una vez de los espa?oles: "Se han apartado tanto de la vida que la vida ha acabado por apartarse de ellos". Esperemos que por una vez se equivocara y que su profec¨ªa no se cumpla. Al menos en lo que al tiempo se refiere; ojal¨¢ que el pa¨ªs no se parezca m¨¢s al que Lawrence lleg¨® a conocer m¨¢s all¨¢ de la muerte y de la vida.
Si hoy, al cabo del tiempo, se hubiera decidido a cruzar el mar y alcanzar la Pen¨ªnsula, es dif¨ªcil que hubiera reconocido aquel pa¨ªs de jardines moros y cisternas sombr¨ªas; puede que incluso hubiera peregrinado a las Alpujarras para que Brenan, su paisano, le explicara el laberinto espa?ol o ver a otros ingleses descendientes de aquellos pioneros de anta?o bajo el sol de Algeciras y Ronda. Son distintos y, sin embargo, algo a¨²n se mantiene en ellos como en tiempos de Lawrence: incluso, aunque detesten al Reino Unido, siempre acaban descubri¨¦ndolo en el fondo de un vaso dorado, ya se trate de escritores o no, o a orillas del mar Mediterr¨¢neo.
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