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El arte de mentir

Mario Vargas Llosa

Desde que escrib¨ª mi primer cuento me han preguntado si lo que escrib¨ªa era verdad. Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a m¨ª me queda rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cu¨¢n sincero sea, la inc¨®moda sensaci¨®n de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco.Si las novelas son ciertas o falsas importa a cierta gente tanto como que sean buenas o malas, y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores espa?oles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con el argumento de que esos libros disparatados y absurdos -es decir, mentirosos- pod¨ªan ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta raz¨®n, los hispanoamericanos s¨®lo leyeron ficciones de contrabando durante trescientos a?os, y la primera novela que, con tal nombre, se public¨® en Am¨¦rica espa?ola apareci¨® s¨®lo despu¨¦s de la independencia (en M¨¦xico, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas, sino un g¨¦nero literario en abstracto, el Santo Oficio estableci¨® algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas ellas ofrecen una visi¨®n falaz de la vida. Hace a?os escrib¨ª un trabajo ridiculizando a esos fan¨¢ticos arbitrarios, capaces de una generalizaci¨®n semejante. Ahora pienso que los inquisidores espa?oles fueron los primeros en entender -antes que los cr¨ªticos y que los propios novelistas- la naturaleza de la ficci¨®n y sus propensiones sediciosas.

En efecto, las novelas mienten -no pueden hacer otra cosa-, pero ¨¦sa es s¨®lo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que s¨®lo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho as¨ª, esto tiene el aire de un galimat¨ªas. Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no est¨¢n contentos con su suerte, y casi todos -ricos o pobres, geniales o mediocres, c¨¦lebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que llevan. Para aplicar -tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En el embri¨®n de toda novela hay una inconformidad y un deseo.

?Significa esto que novela es sin¨®nimo de irrealidad? ?Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos arist¨®cratas proustianos, los an¨®nimos hombrecillos castigados por la adversidad de Kafka y los eruditos metaf¨ªsicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos conmueven porque no tienen nada que ver con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino -el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficci¨®n- est¨¢ sembrado de trampas y los invitadores oasis suelen ser espejismos.

Para transformar la vida

?Qu¨¦ quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde -en apariencia, al menos- sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acus¨¢ndolo de calumnioso a la instituci¨®n. Ni lo que pens¨® mi primera mujer al leer otra de mis novelas, La t¨ªa Julia y el escribidor, y que, sinti¨¦ndose incorrectamente retratada en ella, ha publicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficci¨®n. Desde luego que en ambas historias hay m¨¢s invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretend¨ª ser anecd¨®ticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, part¨ª de algunas experiencias a¨²n vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginaci¨®n, y fantase¨¦ algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo. No se escriben novelas para contar la vida, sino para transformarla, a?adi¨¦ndole algo. En, las novelitas del franc¨¦s Restif de La Bretonne, la realidad no puede ser m¨¢s fotogr¨¢fica, ellas son un cat¨¢logo de las costumbres del siglo XVIII franc¨¦s. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay sin embargo algo diferente, m¨ªnimo y revolucionario. Que en ese mundo los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc¨¦tera, sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies (se ha llamado, por eso, bretonismo al fetichismo del bot¨ªn). De una manera menos cruda y expl¨ªcita, y tambi¨¦n menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad -embelleci¨¦ndola o empeor¨¢ndola- como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida -en los que el novelista materializa sus obsesiones- reside la originalidad de una ficci¨®n. Ella es m¨¢s profunda cuanto m¨¢s ampliamente exprese una necesidad general y cuantos m¨¢s sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ?Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos? Ciertamente. Pero, aun si hubiera conseguido esa proeza aburrida de s¨®lo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biograf¨ªas se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido por eso menos mentirosas o m¨¢s verdaderas de lo que son.

La escritura y el tiempo

Porque no es la an¨¦cdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficci¨®n. Sino que ella no sea vivida, sino escrita; que est¨¦ hecha de palabras y no de experiencias vivas. Al traducirse en palabras, los hechos sufren una modificaci¨®n profunda. El hecho real -la sangrienta batalla en la que tom¨¦ parte, el perfil g¨®tico de la muchacha que am¨¦- es uno, en tanto que los signos que pueden describirlo son innumerables. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. Me refiero s¨®lo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradici¨®n a la que pertenezco cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a trav¨¦s de su propia experiencia de la realidad. Parecer¨ªa, en efecto, que para el novelista de estirpe fant¨¢stica, que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficci¨®n. En realidad, s¨ª se plantea, pero de otra manera. La irrealidad de la literatura fant¨¢stica se vuelve, para el lector, s¨ªmbolo o alegor¨ªa, es decir, representaci¨®n de realidades, de experiencias que s¨ª puede identificar como posibles en la vida. Lo importante es esto: no es el car¨¢cter realista o fant¨¢stico de una an¨¦cdota lo que traza la l¨ªnea fronteriza entre verdad y mentira en la ficci¨®n.

A esta primera modificaci¨®n -la que imprimen las palabras a los hechos- se entrevera una segunda, no -menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y, por lo mismo, no empieza ni termina jam¨¢s. La vida de la ficci¨®n es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se torna orden: organizaci¨®n, causa y efecto, fin y principio. La soberan¨ªa de una novela no est¨¢ dada s¨®lo por el lenguaje en que est¨¢ escrita. Tambi¨¦n, por su sistema temporal, la manera como discurre en ella la existencia: cu¨¢ndo se detiene y cu¨¢ndo se acelera y cu¨¢l es la perspectiva cronol¨®gica del narrador para describir ese tiempo narrado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficci¨®n hay siempre un abismo. El tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir ciertos efectos psicol¨®gicos. En ¨¦l el pasado puede ser anterior al presente -el efecto precede a la causa-, como en ese re lato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y contin¨²a hasta su gestaci¨®n, en el claustro materno; o ser s¨®lo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado pr¨®ximo desde el que narra el narrador, como en la mayor¨ªa de las novelas cl¨¢sicas; o ser eterno presente, sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel Beekett; o un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten, anul¨¢ndose, como en The sound and the fury, de Faulkner.

Decir la verdad

Las novelas tienen principio y fin y, aun en las m¨¢s informes y espasm¨®dicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, no nos da jam¨¢s. Ese orden es invenci¨®n, un a?adido del novelista, ese simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficci¨®n traiciona la vida, encapsul¨¢ndola en una trama de palabras que la reducen de escala y la ponen al alcance del lector. ?ste puede, as¨ª, juzgarla, entenderla y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no le consiente.

?Qu¨¦ diferencia hay entonces entre una ficci¨®n y un reportaje period¨ªstico o un libro de historia? ?No est¨¢n compuestos ellos de palabras? ?No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? Se trata de sistemas opuestos de aproximaci¨®n a lo real: en tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos g¨¦neros no pueden dejar de ser sus esclavos. La noci¨®n de verdad o mentira funciona de manera distinta en ambos casos. Para el periodismo o la historia depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que lo inspira: a m¨¢s cercan¨ªa, m¨¢s verdad, y, a m¨¢s distancia, m¨¢s mentira. Decir que la Historia de la revoluci¨®n francesa, de Michelet, o la Historia de la conquista del Per¨², de Prescott, son novelescas es vejarlas, insinuar que carecen de seriedad. Documentar los errores hist¨®ricos de La guerra y la paz sobre las guerras napole¨®nicas ser¨ªa una p¨¦rdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ?De qu¨¦, entonces? De su ,propia capacidad de persuasi¨®n, de la fuerza comunicativa de su fantas¨ªa, de la habilidad de su magia. Toda buena novela dice la, verdad y toda mala novela miente. Porque decir la verdad para una novela significa hacer vivir al lector una ilusi¨®n, y mentir, ser incapaz de lograr esa supercher¨ªa. La novela es, pues, un g¨¦nero amoral, o, m¨¢s bien, de una ¨¦tica sui g¨¦neris, para la cual verdad o mentira son conceptos exclusivamente est¨¦ticos. Arte enajenante es de constituci¨®n antibrechtiana: si no hay "ilusi¨®n, no hay novela".

De lo que llevo dicho parecer¨ªa desprenderse que la ficci¨®n es una fabulaci¨®n gratuita, una prestidigitaci¨®n sin trascendencia. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus ra¨ªces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficci¨®n es el riesgo que entra?a tomar lo que dicen las novelas al pie de la letra, creer que la vida es como la describen. Los libros de caballer¨ªa queman el seso a Don Quijote y lo lanzan a los caminos a alancear molinos de viento, y la tragedia de Emma Bovary no hubiera ocurrido si el personaje de Flaubert no intentara parecerse a las hero¨ªnas de las novelitas rom¨¢nticas que lee. Por creer que la realidad es como las ficciones, Alonso Quijano y

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Emma sufren terribles quebrantos. ?Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empe?o imposible de vivir la ficci¨®n nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es la aspiraci¨®n humana por excelencia. De ella ha nacido lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido tambi¨¦n las ficciones.

Las mentiras que somos

Cuando leemos novelas no somos el que somos, sino tambi¨¦n los seres hechizados entre los cuales el novelista nos traslada. El traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y sialimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficci¨®n vuelve nuestras. Sue?o l¨²cido, fantas¨ªa encarnada, la ficci¨®n nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotom¨ªa de tener una sola vida y la facultad de desear mil. Ese espacio entre la vida real y los deseos y fantas¨ªas que le exigen ser m¨¢s rica y diversa es el que ocupan las ficciones.

En el coraz¨®n de todas ellas llamea una protesta. Quien las fabul¨® lo hizo porque no pudo vivirlas, y quien las lee (y las cree) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras ,que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ?Qu¨¦ confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ?Eran esos hombres as¨ª? Lo eran, en el sentido de que as¨ª quer¨ªan ser, de que as¨ª se ve¨ªan amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas, sino los demonios que las soliviantaron, los sue?os en que se embriagaron para que la vida que viv¨ªan fuera m¨¢s llevadera. Una ¨¦poca no est¨¢ poblada s¨®lo de seres de carne y hueso; tambi¨¦n de los fantasmas en que ¨¦stos se mudan para romper las barreras que los limitan.

Las mentiras de las novelas no son gratuitas: llenan las insuficiencias de la vida. Por eso, cuando la vida parece plena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no cumplen servicio alguno. Las culturas religiosas producen poes¨ªa, teatro, no novelas. La ficci¨®n es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visi¨®n unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visi¨®n resquebrajada y una incertidumbre sobre el mundo en que se vive y el trasmundo. Adem¨¢s de amoralidad, en las entra?as de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ¨¦se es el momento privilegiado para la ficci¨®n. Sus ¨®rdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan libremente aquellos apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficci¨®n es un suced¨¢neo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobaci¨®n de que somos menos de lo que so?amos. Lo que quiere decir que, a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacci¨®n humana, las ficciones tambi¨¦n la azuzan, espoleando la imaginaci¨®n.

Los inquisidores espa?oles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeld¨ªa, actitud ind¨®cil frente a lo establecido. Es comprensible que los reg¨ªmenes que aspiran a controlar totalmente la vida desconf¨ªen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de s¨ª mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.

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