Sexo y literatura
?Hasta qu¨¦ punto alcanza nuestra creaci¨®n literaria el estrato ¨²ltimo del desaforado erotismo actual? ?C¨®mo pueden diferenciarse, si es que pueden, las viejas producciones er¨®ticas de las de hoy d¨ªa? ?Hasta d¨®nde son equiparables, por ejemplo, los versos del fragmento 31 de Safo ("A m¨ª me parece igual a los dioses"... "Pha¨ªneta¨ª moi kenos isos theois¨ªn"...) que Manuel Fern¨¢ndez-Galiano califica, en un espl¨¦ndido ensayo, y con total acierto, de "maravillosa descripci¨®n de s¨ªntomas er¨®ticos enraizados en la m¨¢s aut¨¦ntica y atormentada carnalidad"; hasta qu¨¦ punto, repito, puede esto, tan directo y tan fuerte, llevarse a la misma l¨ªnea humana de las Obras libres, de Verlaine; de Les amies, de Femmes y, finalmente, de la desmesurada serie de poemas reunidos bajo el t¨ªtulo gen¨¦rico de Hombre, as¨ª, en castellano? ?O el tremendo soneto, hecho en colaboraci¨®n con su amigo Rimbaud, sobre determinada anatom¨ªa supuestamente receptora?
Obras libres. Sin duda. Pero ?de d¨®nde arranca esa libertad que algunos, como ?tiemble, defienden? Pienso que, sencillamente, de la necesidad de liberaci¨®n de ¨ªntimos problemas. De aquellos que van desde el desahogo de primarios impulsos hasta el encubrimiento de hondas y muy diversas frustraciones. Recordemos un episodio, a este respecto, t¨ªpico. Me refiero a la famosa Carta a la Presidenta, de Gautier. Se trata de una misiva, terriblemente descarada y procaz, que el escritor dirigi¨® a madame Sabatier. Madame Sabatier era una mediocre actriz y una bien cotizada cortesana a la que persiguieron desde opulentos banqueros hasta ilustres escritores de su tiempo. Su sal¨®n fue el punto de encuentro de gran parte de los mejores intelectuales de la segunda mitad del siglo pasado. Ellos la bautizaron con el remoquete de la Presidenta. Meissonier y Ricard la pintaron, y Cl¨¦singer le dio perennidad en el m¨¢rmol. La carta es realmente incre¨ªble por lo fuerte y duro del lenguaje y por lo fant¨¢stico de las proezas sexuales que en ella se describen. Pero hoy sabemos, cosa curiosa, que la capacidad er¨®tica del escritor dejaba mucho que desear. Disponemos para ello del testimonio de Alice Ozay, tambi¨¦n actriz y tambi¨¦n cortesana, a la que por aquellas calendas cortejaba, por cierto in¨²tilmente, V¨ªctor Hugo. En consecuencia, ahora vemos c¨®mo las rudas obscenidades de Gautier -que alcanzan en determinados momentos una degradaci¨®n singular- neutralizaban, y aun superaban por su prop¨ªa crudeza, las insuficiencias del intelectual. Por otra parte, la Presidenta, a pesar de sus p¨²blicas licencias, era una mujer de buen sentido, muy pragm¨¢tica, sumamente discreta y con la cabeza bien asentada sobre los hombros. Lo obsceno se potencia cuando percute en almas no obscenas.
As¨ª pues, entre lo que Safo nos revela y lo que el escritor franc¨¦s comunica a su admirada amiga media gran distancia. Como la hay entre las p¨¢ginas del ?lbum Zutique, de Verlaine, de Rimbaud, de Frangois Copp¨¦e, de Alphonse Daudet y muchos otros, atestadas de versos imp¨²dicos y de insolentes dibujos, y las delicadezas evanescentes del pobre Lelian.
Mas al lado de estos subproductos de la creaci¨®n (?creaci¨®n?) literaria aparecen otros textos que sin desde?ar la sexualidad, y aun magnific¨¢ndola, aun poni¨¦ndola a la intemperie, tratan de indagar a su trav¨¦s en los hondones metaf¨ªsicos, e incluso religiosos, de la criatura humana.
M¨¢s de una vez me he ocupado de esta cara del problema en relaci¨®n con la obra del poeta Pierre Errimanuel. Con todo, no renuncio a recordar los siete poemas er¨®ticos de Rilke, escritos, como afirma Egon Holthusen, " para la glorificaci¨®n del falo humano". No fueron publicados hasta 1956, en el segundo volumen de las obras completas del gran l¨ªrico. Ignoro si ya han sido traducidos al castellano. E ignoro asimismo si alg¨²n rilkeano los ha comentado. Merecen, eso s¨ª, un amplio estudio antropol¨®gico que acaso alg¨²n d¨ªa yo mismo lleve a cabo.
Llegados, pues, a este punto, creo que cumple diferenciar entre lo que es el horizonte sexual del literario, esto es, su espec¨ªfico y escondido mundo instintivo que en un determinado momento se pone de manifiesto con desenfado y cinismo simult¨¢neos -rememoremos a Sade-, y el erotismo como problema trascendente que el propio escritor explora, profundiza y somete a disecci¨®n para, desde ese t¨²nel ocuro y laber¨ªntico, tener acceso, si ello es hacedero, a la claridad del ser y al misterio de la pura trascendencia. El sexo porta en su entra?a viva ni pocas energ¨ªas, no escasas dinamicidades que hacen diana m¨¢s all¨¢ de lo inmediatamente dado. Y no es necesario recurrir a ning¨²n pansexualismo m¨¢s o menos f¨¢cil para percatarse de la fuerza operativa de lo er¨®tico.
Pero cabe, f¨ªnalmente, una tercera dimensi¨®n de la literatura del sexo. La dimensi¨®n testimonial. Ahora ya no se trata de superar dificultades org¨¢nicas ni de dar forma externa a bien resguardadas obsesiones. Tampoco se trata de bucear en el extra?o y problem¨¢tico punto de s¨²bita iluminaci¨®n de lo suprapersonal que el sexo concede. No. Ahora el escritor trata de certificar sobre la estructura amorosa -mejor, libidinosa- de la sociedad en la que vive. En este instante, el testimonio deja de ser personal, deja de ser autoan¨¢lisis, para convertirse en acta de acusaci¨®n.
O, simplemente, en descripci¨®n panor¨¢mica de un paisaje colectivo. Es el caso de Heriry Miller. Acaba de descubrirse su ¨²ltimo libro. Una obra, Opus pistorum, cumplida por encargo y de la que se vendieron copias mecanografiadas a ciertos personajes de Hollywood. La obra fue elaborada -y esto de elaboraci¨®n le cuadra muy bien- entre los a?os 1940 y 1941. Opus pistorum, la Obra del mol¨ªnero -el Miller ingl¨¦s-, rezuma sexo por todas partes. Y en una dosis de reiteraci¨®n tan pesada, a¨²n m¨¢s all¨¢ de lo que fue caracter¨ªstico del escntor norteamericano, que concluye empalagando. El lector -al menos esto me ocurri¨® a m¨ª- termina ah¨ªto y como acogotado en los angostos l¨ªmites de la terca, furibunda e indiscriminada actividad sexual. El lenguaje es salaz, vivo, fulgurante y, todo hay que decirlo, de enorme gracia. Pero a pesar de los aciertos formales, algo nos agobia, algo nos impide salir -no sucede as¨ª en los Tr¨®picos- del primario cerco er¨®tico. Pues todo lo que es sexo y s¨®lo sexo, por muy brillante que resulte su exposici¨®n literaria, lleva consigo una grave falla: la monoton¨ªa. Obra, pues, brillante y aburrida. Divertida y triste. Vital y an¨®mala. Los personajes que por ella desfilan, los de siempre en Miller, pero ahora esquem¨¢ticos y deshumanizados, forman algo as¨ª como un profundo portal¨®n que no se abre hacia ning¨²n espacio exterior de luz y aire puro. Por eso, por eso mismo, este libro guarda tantas analog¨ªas con la situaci¨®n comunitaria de nuestro tiempo, dominada por el frenes¨ª de lo fisiol¨®gico y por el hast¨ªo de su excesivo cumplimiento.
?Denuncia social? Yo dir¨ªa menos. Simplemente retrato al minuto -como los de las ferias-, inmiscricorde, gris, primario y, al tiempo, previsible. A tal sociedad, tal obra.
Otro tanto ocurre con Couples, de John Updike. Cuando apareci¨® esta novela, hace unos 15 a?os, yo coment¨¦ que quiz¨¢ fuese la m¨¢s feroz disecci¨®n anal¨ªtica de la vida sexual de la burgues¨ªa norteamericana. Y m¨¢s tarde, cr¨ªtico extranjero hubo que lleg¨® a calificarla como una especie de ep¨ªstola de los fornicadores. Pero en Updilce, al contrario de Miller, asoma y, m¨¢s que asoma, est¨¢ presente y actuante una terca inquietud que busca, que procura el vector de radicalidad sociol¨®gica del sexo al socaire de su fuerte y despiadada mostraci¨®n fenomenol¨®gica. Una mostraci¨®n que sigue, como en hipnosis, el trazado r¨ªgido e invariante de la actividad libidinosa. "Por gente, yo entiendo el sexo" ("By people I mean sex"), dice uno de los protagonistas cfe la novela. Y ¨¦ste podr¨ªa ser el lema de tantas y tantas personas que hoy cruzan ante nosotros sumergidas en el oleaje brav¨ªo de lo libidinoso.
?Hay en todos ellos, escritores o no escritores, un ¨²ltimo af¨¢n equilibrador? ?Un procurar las ra¨ªces compensatorias de la inerme, de la menesterosa existencia del hombre de nuestro tiempo? Es m¨¢s que probable. Pues el culto del sexo por el sexo, como el culto de la velocidad, como el hedonismo a ultranza, no es otra cosa que el equivalente de la droga. Cuando Albert Hofmann descubri¨® la dietilamida del ¨¢cido l¨ªs¨¦rgico, el famoso ¨¢cido LSD, se plante¨® la reserva moral de hasta qu¨¦ punto el nuevo phantasticum podr¨ªa interferir en el libre albedr¨ªo de la persona. Y record¨® una frase tr¨¢gica de Gonfried Benn. Una frase que hoy, a trav¨¦s de enrevesados caminos, de muy complicados caminos, pudiera tambi¨¦n ser el hilo esclarecedor de la actual mocedad. ",?Dios es una sustancia, una droga!".
Como el sexo.
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