Las manos de Pablo Serrano
Hay una diferencia entre las manos del escritor y las manos del artista pl¨¢stico. Las del escritor escriben, esto es, trazan signos conocidos que, poco a poco, van dando lugar al texto literario. Son los renglones como huellas individuales del sentir de la cabeza. El escrito se lee, quiero decir que cada cual va traslad¨¢ndolo a una clave ¨ªntima en la que, por modo misterioso, la escritura toma forma individual. Cada reacci¨®n lectora constituye una manera de modificar el estilo del autor. Me refiero a la lectura sin voz que, en la soledad, da lugar a la resurrecci¨®n del libro ofrecido. Las manos, pues, del escritor son manos mediadoras. Con ellas se ha apresado el aire de los vocablos. Y todos juntos constituyen una melod¨ªa de infinitas variaciones que el ojo capta e interpreta en silencio.?Y las manos del escultor? Las manos del escultor lo primero que hacen es crear un espacio. 0 quiz¨¢ fuera mejor decir que acotan un espacio. Dentro de la gran virtualidad de lo abierto, va el creador concretando posibilidades. Va cerr¨¢ndolas. ?En virtud de qu¨¦ energ¨ªa? Sencillamente, de la energ¨ªa t¨¢ctil. El artista toca unas lindes y, al tocarlas, las define, porque s¨®lo ¨¦l es capaz de adivinarlas. Luego, esa labor exclusivamente t¨¢ctil va a convertirse, para el espectador, en visi¨®n. Lo que se palpa queda configurado en lo que se ve. Epicuro dec¨ªa que de los objetos part¨ªan como simulacros perfectos y paralelos -e¨ªdola- que, veloces e inexorables, iban a herir el ojo contemplador. Y en ¨¦l reconstru¨ªan la apariencia exacta de lo ofrecido por la pura exterioridad. El que modela transmuta lo que ve -sus simulacros- en dureza concreta y palpable. Pues antes ¨¦l tambi¨¦n palp¨® las virtualidades t¨¢ctiles de lo imaginario. Esa dureza concreta experimenta ahora, una vez concluida la faena amasadora de las manos, e incide, desde ese momento, en la escala de lo ¨®ptico. De un sentido se ha pasado a otro. De una sensaci¨®n, a la siguiente.
Dicho de otra manera: todo tocar es un ver. Y todo ver es, a su vez, un tactar. Las vivencias de este mirar t¨¢ctil pueden ser numerosas. E, incluso, imprevisibles, sorprendentes. Yo dirijo mis reticencias hacia una cabeza, hacia una figura humana, hacia lo que sea, y, una vez recibida la sensaci¨®n, a ella respondo con mi inalienable, con mi propia manera de vibrar ante ella. Respondo a lo que veo. Y respondo con un sentimiento t¨¢ctil. La tan discutida frialdad de la escultura -una presencia exenta- estriba en que nos obliga a transitar desde una categor¨ªa de la realidad -lo visto- a otra no menos exigente -lo contactado-. Y sabemos hoy muy bien -ya los cl¨¢sicos lo hab¨ªan anticipado- que toda representaci¨®n pide cumplimiento motor. O, lo que es lo mismo: que el traslado desde la visi¨®n al contacto manual reclama, ineluctablemente, la aparici¨®n, la puesta en proceso de una movilidad. Una idea lo es, en sentido estricto y aut¨¦ntico, si desde ella actuamos. Una experiencia est¨¦tica, una vivencia de belleza, pide, categ¨®ricamente, realizaci¨®n inmediata. O retardada, pero con su fuerza de realizaci¨®n en pura potencia expectante.
Los vol¨²menes, el juego de las perspectivas, las masas que se tragan lo informe o incluso lo subrayan, las luces heridoras de los planos en profundidad, mueven el alma espectadora y la incitan a recorrer, con ojos t¨¢ctiles, la movilidad ofrecida. A la que corresponde, de inmediato, la otra movilidad no visible: la que traslada del ojo a la mano la virtualidad del contacto. Una escultura es tanto m¨¢s expresiva, esto es, tanto m¨¢s dinamizadora, cuanto m¨¢s en ella la pura presencia origina el movimiento contemplador. La escultura verdadera pide comunicaci¨®n con la mano, maniobra acariciadora. Que es la que el ojo suplanta. Por eso la acompa?amos. Y por eso nos acompa?a.
Pues bien: vayamos ahora a la obra de Pablo Serrano. La inicial impresi¨®n que suscita cualquiera de sus creaciones es la de una masa informe, la de un bulto poderoso. Ante nosotros se nos presenta un volumen que tiene siempre algo de geogr¨¢fico, de tel¨²rico. Pero una monta?a, con su cuerpo redondeado u hostil, es un espect¨¢culo indefinido en el que, de pronto, atisbamos ciertas dinamicidades -este escorzo, aquel recorte en el horizonte-. Esas dinamicidades se?alan caminos que la vista recorre y apresa como apoder¨¢ndose de ellas. O, lo que es lo mismo: tact¨¢ndolas. La visi¨®n en panor¨¢mica -todas las posibles perspectivas- es indefectiblemente una visi¨®n que agarra, que sujeta, que se apropia de la forma e intenta llev¨¢rsela bajo el brazo. La variabilidad de lo contemplado va, as¨ª, adquiriendo dimensiones propias del hombre, va humaniz¨¢ndose. La monta?a env¨ªa simulacros de s¨ª misma, y esos simulacros son los que, de alguna manera, nosotros ya tocamos. Y los tocamos porque antes los hemos visto. Las retinas los han dibujado, los han halagado, y nuestra hipot¨¦tica caricia sobre el lomo del monte es un abrazo en segunda instancia. Es el tacto que nace desde el hontanar secreto y delicado de la visi¨®n.
Creo que s¨®lo de este modo puede ser entendida en hondura la obra ingente de Pablo Serrano. Cuando nuestro artista soba el barro y sobre ¨¦l imprime la huella de las manos, est¨¢, en realidad, ejecutando un acto intelectual. Est¨¢ llevando a cabo manualmente una operaci¨®n de pensamiento transcendido no en vocablos y s¨ª en formas objetivas. El hombre es el m¨¢s inteligente de los animales porque tiene manos, dec¨ªa Anax¨¢goras, seg¨²n cita de Arist¨®teles. Mas, para ¨¦ste, la afirmaci¨®n deb¨ªa invertirse: el hombre tiene manos ya que es el animal m¨¢s inteligente. ?Por qu¨¦? Pues, simplemente, porque la naturaleza atribuye, como lo har¨ªa un hombre razonable, cada ¨®rgano a quien es capaz de utilizarlo. La mano es capaz de todo. He aqu¨ª algo que encierra una gran verdad. M¨¢s de una vez he pensado yo que el habla fue inventada y sacada a la luz gracias a las manos del hombre primitivo. Y siempre me ha gustado imaginar el momento inaugural en el que alguien, de pronto, designa, con voz articulada, el vocablo definidor, por ejemplo, del ¨¢rbol vecino. Ya est¨¢. Ya la criatura humana dispone de unos sonidos coherentes que habr¨¢n de corresponderse a la realidad del ¨¢rbol. Pero este hallazgo no puede ni debe quedar enquistado. No puede ni debe aislarse en un uso exclusivamente individual. El descubrimiento habr¨¢ de ser compartido. ?C¨®mo? Se?alando, con la mano, hacia el vegetal y, al tiempo, emitiendo los sonidos de la nueva palabra. Sin la mano, no habr¨ªa, pues, comunicaci¨®n. Puede, a continuaci¨®n, ser alterado, y aun cambiado, lo que se pronunci¨®. Pero siempre la mano indicadora habr¨¢ cumplido su oficio simult¨¢neo al hecho del habla. Habla y realidad empalman a favor del gesto, del adem¨¢n. La mano se torna, m¨¢s all¨¢ de su funci¨®n
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prensora, delicado aparato locutivo. Todo queda transformado en contacto. La distinta sensaci¨®n confluye en el vertedero comunitario del tocar, como quer¨ªa el fil¨®sofo de la hedon¨¦. Quevedo, al leer, escuchaba con los ojos a los muertos. El escultor, al modelar, nos empuja a tocar, tambi¨¦n con los ojos, los vol¨²menes que ¨¦l suscit¨®. As¨ª son las manos de Pablo Serrano. Manos catalizadoras de la visi¨®n t¨¢ctil. Manos acariciadoras de lo informe para conducirlo al orden y a la armon¨ªa del espacio tactable. Es decir, del espacio que experimenta, gracias a las capacidades creadoras del artista, la conversi¨®n de lo visivo en sustancia dotada de realidad material, esto es, cerradamente corporal. Un espacio indefinido, el de antes del trabajo de las manos, se nos muestra, desde el instante de la creaci¨®n, como espacio apresable.
Ahora bien: espacio apresable no equivale a decir espacio clausurado. Las manos de Pablo Serrano facilitan la apertura de la realidad. Son manos comunicadoras. Manos en las que se esconde, potencial y poderosa, una ristra de voces muy precisas y muy exactas. Como un primitivo, Pablo Serrano indica con las manos y gu¨ªa nuestra ignorancia. Sus esculturas son sus textos. Lo escuchamos en las masas a las que ¨¦l concede forma expresiva. Lo que Pablo Serano nos dice se escucha tambi¨¦n con la vista, que, por su parte, nos remite al contacto. Las unidades-yunta, las figuras humanas con puerta, la quema del objeto son otros tantos intentos para se?alarnos, con las manos, lo que sea el misterio de la perfecci¨®n unitiva, el misterio del hombre aceptador y redentor, el misterio de la alegre destrucci¨®n creadora, el misterio de la humanizaci¨®n.
Las manos de Pablo Serrano no s¨®lo aprietan la materia. M¨¢s all¨¢ de esa presi¨®n amorosa, van engendrando, a trav¨¦s de hondones y protuberancias, un lenguaje altamente significativo. El hombre est¨¢ erguido por naturaleza, conforme a la sentencia del Estagirita. La naturaleza del escultor es la de aprovechar esa verticalidad para ennoblecer el trabajo de las manos, que, as¨ª, ya no son zarpa, asta, lanza o espada", sino ¨¢giles predicadoras, esto es, decidoras y alumbradoras de un nuevo lenguaje. Son las palabras del esp¨ªritu llevadas a la clave de la forma. A la clave de la vida en el gozo de lo que honestamente se desnuda ante nosotros. De lo que se abre en gesto acogedor y comunitario. En participaci¨®n pac¨ªfica. La mano deja de ser arma y todo lo convierte en espacio receptor. En regazo. Estas son las manos de nuestro artista. Con ellas piensa. Con ellas indica. Con ellas nos pone en alerta o nos reconforta. Con ellas alcanza la transcendencia, desde lo material en estado puro hasta lo material convertido en magma locutivo. En palabra de las manos. La primera libertad esencialmente humana es la de las manos.
La libertad de Pablo Serrano.
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