Apolog¨ªa del lector
Al retirarse de su larga carrera de l¨ªder y estadista, sir Robert Walpole entr¨® un d¨ªa en la biblioteca de su gran mansi¨®n y cogi¨® un libro. Lo sostuvo un minuto ante sus ojos y de repente, con adem¨¢n sombr¨ªo, lo cambi¨® por otro. Tampoco pudo sostenerlo ante su mirada y tuvo que acudir a un tercer volumen, hasta que comenz¨® a llorar: "He dedicado tantos a?os a mis trabajos", exclam¨®, "que he perdido el gusto por la lectura. Ahora, ?qu¨¦ har¨¦?". No le hab¨ªa temblado el pulso ante el marasmo econ¨®mico con el que iniciara su labor de gobierno, ni con sus deudas privadas, ni por una estrepitosa campa?a de calumnias, intrigas de sus enemigos, o con los reveses de su pol¨ªtica exterior. Sin embargo, a la hora de la verdad, la pesadumbre por haber olvidado el h¨¢bito de la lectura por placer pudo m¨¢s que los recuerdos y las vanidades de toda una vida de hombre de acci¨®n.Eran, sin duda, otros tiempos. En aquella ¨¦poca de clubes literarios con lagos de ginebra y cerveza, panfletos sin piedad, campa?as sat¨ªricas pagadas por la oposici¨®n y de ingenios temibles -como Swift, enemigo de Walpole-, los escritores jam¨¢s pretend¨ªan ser m¨¢s listos que el lector. Muy al contrario de c¨®mo ocurre en nuestra ¨¦poca: el profesor universitario que apila folio tras folio de su tesis sobre un autor ininteligible ostenta con toda suficiencia su superioridad respecto a c¨²alquier vulgar lector; el cr¨ªtico de estilo pedestre que con todo aplomo rectifica en cuestiones de sintaxis a los viejos maestros de la literatura detesta por lo general la mediocridad del p¨²blico; incluso el redactor de solapas -oriundo del m¨¢s pringoso lumpen cultural- sustenta con su estilo alusivo y cr¨ªptico la convicci¨®n de que el destino de la literatura en realidad no es ser le¨ªda.
Desafortunadamente, alg¨²n que otro escritor flirtea con el mismo vicio y desde los vericuetos de su prosa enmara?ada -con ostensible vocaci¨®n de ser ajena a toda puntuaci¨®n-, o atestiguando la superfluidad de la vida en rela ' c¨ª¨®n a la literatura, se complace -como el sacerdote que desde las alturas del templo observa con soberbia c¨®mo los miserables mortales acuden a recibir su lecci¨®n- en sentir que la ventaja que le lleva al lector es insuperable. Le cuesta percatarse de que, a su vez, profesores, cr¨ªticos y editores consideran al escritor como el eslab¨®n perdido entre el simio y el antropoide, aunque -en el compadreo de bares o patronazgos- le traten como al buen salvaje.
Es una obviedad que al autor le conviene cerrar filas con el lector, pero tambi¨¦n le ocurre a menudo -como dec¨ªa Jean Rostand- que desea tener lectores que se le asemejen y a la vez sean algo inferiores a ¨¦l. Asusta, ciertamente, pensar que pueda haber lectores a imagen y semejanza de cualquier antinovelista o de esos ep¨ªgonos de cualquier escuela de pensamiento que de la jerga han hecho c¨¢tedra. Si se diera el caso de que tanto profesores como cr¨ªticos, editores y escritores lograsen lectores a su imagen y semejanza podr¨ªa producirse una de las mutaciones biol¨®gicas m¨¢s terribles de la historia de la humanidad para darnos -como un mosaico atroz- el rostro definitivo de la vanidad.
Sin embargo, mientras todos piensan que son m¨¢s inteligentes y perspicaces que el lector, ¨¦l sabe que en sus manos tiene todas las armas para una venganza dulce y g¨¦lida. Entrar¨¢ en una librer¨ªa, contemplar¨¢ la caterva de libros que le acechan, merodear¨¢ astutamente por entre monta?as de papel y de entre todos aquellos vol¨²menes escoger¨¢ el libro que le permitir¨¢ tumbarse con placidez en el sof¨¢ mientras cae la noche y el planeta va girando hacia otro d¨ªa. Lee p¨¢gina tras p¨¢gina -fascinado por una historia, un personaje, una idea, verso o sentimiento- y sabe que entre sus manos tiene aquello que Walpole ech¨® tanto de menos: el placer de leer, la b¨²squeda de la verdad y la quimera de la belleza.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.