Berl¨ªn, reina sin destronar
Era una experiencia frustrante: uno se acercaba a cualquier persona en la calle y preguntaba una direcci¨®n; el aludido se desviaba y segu¨ªa sus pasos como si no lo hubiera o¨ªdo. Me quej¨¦ a un berlin¨¦s conocido."Tienen miedo, eso es todo. ?sta es la ciudad con m¨¢s esp¨ªas del mundo por metro cuadrado; los enviados de la CIA se tropiezan con los agentes del KGB, y ¨¦stos, a su vez, con los del Deuxi¨¦me Bureau franc¨¦s y los del Intelligence Service brit¨¢nico, sin olvidar los dobles agentes que reciben dinero -y a veces tambi¨¦n balas- de las partes traicionadas. La gente lee todos los d¨ªas acerca de un secuestro en plena calle. Alguien contesta a una pregunta hecha en la acera, un coche se detiene, la puerta se abre y el incauto es empujado dentro del veh¨ªculo, que parte en direcci¨®n ignota. Por eso se recela de todo el mundo".
Una de las muchas razones por las que el Berl¨ªn de los a?os cincuenta era fascinante. Su gente estaba llena de recuerdos, que te contaban en cuanto les dejabas. Estaba yo mirando las fotograf¨ªas de una pel¨ªcula de Pabst (El ¨²ltimo acto) sobre los postreros d¨ªas de Hitler, y una anciana se me acerc¨®. "Yo los vi", susurraba, se?alando a los personajes de ficci¨®n, y sus manos se cerraban como empu?ando un arma, "con las pistolas... disparando...". Luego se alej¨® y nunca sabr¨¦ si de verdad hab¨ªa sido testigo del hecho o simplemente rememoraba una ¨¦poca. Por lo dem¨¢s, la historia reciente de la ciudad era tan dram¨¢tica que la imaginaci¨®n no necesitaba esforzarse. Tras la pesadilla de los ¨²ltimos d¨ªas del nazismo lleg¨® la pesadilla de los primeros d¨ªas del sovietismo. Las an¨¦cdotas se amontonaban, desde los caballos rusos entrando en la iglesia (Espronceda lo hab¨ªa visto de lejos, como buen vate = profeta) hasta la muchacha llamada, con humor negro, por sus vecinos, se?orita 16, por el n¨²mero de invasores que la violaron, pasando por el soldado sovi¨¦tico que cambi¨® tres relojes requisados con anterioridad por "uno que funcionara" (ignoraba que hab¨ªa que darles cuerda).
?ste era el pasado inmediato del que era dif¨ªcil consolarse con el presente, porque aqu¨¦l era el tiempo de la guerra fr¨ªa, que pod¨ªa calentarse de improviso en cualquier momento; al menor incidente fronterizo los tanques americanos -y rusos se mostraban las bocas de sus ca?ones durante largos minutos, y aun horas, mientras el mundo conten¨ªa la respiraci¨®n. Era el Berl¨ªn que acababa de ver construir el muro, pasmo y esc¨¢ndalo de Occidente; un Berl¨ªn al que el susto del bloqueo reciente obligaba a mantener la m¨¢s gigantesca despensa del, mundo en subterr¨¢neos que albergaban ingentes cantidades de material, desde zapatos a petr¨®leo, desde sardinas a zapatos, desde bombillas a llaves inglesas, por si las barreras ca¨ªan en las entradas de la ciudad y las nubes cerraban el otro camino posible empleado por los ben¨¦ficos aviones occidentales. Un Berl¨ªn que con las heridas de la guerra todav¨ªa abiertas en los mu?ones de sus torres o¨ªa con entusiasmo indescriptible a un John Kennedy proclamar que, como todos los hombres libres del mundo, se sent¨ªa un berlin¨¦s -"Ich ein berliner"- cuando se trataba de identificarse con los amenazados habitantes de la ex capital alemana.
?Ex? Quien tuvo, retuvo, y guard¨® tanto para la vejez natural como para la provocada por la enfermedad b¨¦lica. Era curioso para el reci¨¦n llegado de la ya pr¨®spera Alemania Occidental, segura tras sus fronteras, que esa ciudad agraviada y amenazada siguiera siendo la gran se?ora de anta?o. Las mujeres que se ve¨ªan en la Kurf¨¹rstendan pod¨ªan ir con abrigos anticuados y sombreros que hab¨ªan visto mejores d¨ªas, pero manten¨ªan una elegancia que no pod¨ªan ni so?ar sus ricas compatriotas de Francfort, de Colonia o de Wiesbaden.
Y si el elemento humano era elegante, el contorno urban¨ªstico segu¨ªa siendo bello. Los berlineses pod¨ªan, como pueden ahora, olvidarse de su claustrofobia visitando en cuanto el tiempo lo permit¨ªa el parque zool¨®gico -reconstruido y repoblado antes que algunos barrios- o los bell¨ªsimos parques junto a lagos y r¨ªos que circundan la ciudad. Frente al agua y al ¨¢rbol, es decir, el infinito de lo natural, uno puede olvidarse de que muy cerca existe un muro que impide el paso hacia el Occidente, hacia el Norte y hacia el Sur, un muro erizado de cemento, protegido y reforzado por zanjas y caminos de arena donde se marcan fatalmente (y este adverbio no es usado aqu¨ª de forma s¨®lo ret¨®rica) las huellas de quienes intentan el salto al otro lado, un lado donde se puede ser blanco y negro, comunista o fascista, cat¨®lico o protestante, sin que el Gobierno le diga que: "eso no se puede hacer": un lado donde hay algo llamado libertad.
Leo ahora en la prensa que, en se?al de sus buenas intenciones, el Gobierno de la Rep¨²blica Democr¨¢tica Alemana ha retirado las armas autom¨¢ticas que, situadas en las alambradas a la altura del pecho, se disparaban autom¨¢ticamente cuando un intruso tocaba un cable escondido, gesto acogido al parecer con un ?ah! de alivio por los occidentales. Imagino que las pr¨®ximas medidas generosas ser¨¢n reducir la edad de los perros vigilantes y mordedores, poner en las torres ametralla doras ligeras en vez ole pesadas y bajar el voltaje de las conducciones el¨¦ctricas para que, en vez de matarte, te dejen paral¨ªtico para toda la vida... En fin, tratar de hacer algo tan imposible como disimular la intolerancia y la opresi¨®n.
Berl¨ªn, la ciudad que Hitler so?aba construir de forma monumental para que sirviese de marm¨®reo s¨ªmbolo del Reich de los mil a?os, ha resultado efectivamente un s¨ªmbolo, pero de otro estilo, un estilo que el cabo austriaco venido a m¨¢s no pod¨ªa ni siquiera imaginar: un faro tremendamente luminoso, una bella isla de prosperidad y de libertad en la que, aun a sabiendas de su arriesgada situaci¨®n topogr¨¢fica, el ¨²nico problema que parece preocupar a sus habitantes hoy es... que hay demasiados turcos.
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