El Madrid de Eloy / III
Debe de estar por alg¨²n sitio pues, que yo sepa, no muri¨® aun cuando para muchos efectos es como si estuviera muerto. Noticias siempre indirectas -a trav¨¦s de alguien que hab¨ªa estado con alguien que le hab¨ªa visto- informaban a sus antiguos amigos que segu¨ªa viviendo en Madrid, sin que nadie supiera d¨®nde; que llevaba una vida desplazada e inc¨®gnita, dedicado a estudios esot¨¦ricos que ten¨ªan que ver con el futuro del pa¨ªs, y que nada quer¨ªa saber de sus antiguas amistades, de su abandonada carrera ni de su ¨¦poca anterior.La sociedad de hoy no es la misma sin duda que la de hace 40 a?os, pero se le parece bastante, digan lo que digan los soci¨®logos y otros expertos. Y aun cuando sus diferencias sean de capital importancia, toda vez que no es m¨¢s que el cuadro donde se mueve el yo, y el yo acostumbra a mantener su unidad a trav¨¦s de todas sus variaciones, todos los cambios se pueden incluir en el cap¨ªtulo de los acontecimientos e influencias de segundo orden, llamados por otros epifen¨®menos. El mayor cambio de la vida espa?ola contempor¨¢nea se produce, al decir de algunos expertos, en 1975; pero antes se hab¨ªa producido otro alrededor de 1965, otro en 1939 y todav¨ªa otro en 193 1. Por fin, para algunos -que no vacilaron en hacer p¨²blica esa creencia y todo en apariencia les invita a perseverar en ella y a menospreciar a quienes se quejan de ello-, el ¨²ltimo gran cambio tiene lugar en 1982. As¨ª, pues, los que nacimos antes de 1931 y en 1985 seguimos manteniendo las constantes vitales (una expresi¨®n que espero que alg¨²n versado me explique un d¨ªa qu¨¦ quiere decir) hemos soportado o sido testigos de cinco grandes cambios sin que ninguno de los pacientes, a lo que yo veo, se confiese inequ¨ªvocamente determinado por ellos. M¨¢s bien parece que es al rev¨¦s, si se tiene en cuenta el n¨²mero de los que se consideran responsables de tales sucesos, aun cuando les haya afectado poco a sus esp¨ªritus.
De ese cambio de 1982 -que muchos a¨²n conf¨ªan en que sea algo m¨¢s que un invento electoral- cada vez se habla menos, sin duda porque quienes lo han propiciado desear¨ªan que fuese el ¨²ltimo; pero a juzgar por las numerosas protestas que se escuchan aqu¨ª y all¨¢ debe de tener alg¨²n contenido real, pues de otra suerte no se comprende a qu¨¦ viene tanta queja, a no ser que se convenga en que la queja por la queja -al igual que el arte por el arte- es aquella variante de la misma que le confiere mayor sublimidad. Sin embargo, una parte muy considerable del descontento actual est¨¢ lejos de alcanzar esa sublimidad, pues, hoy por hoy, la mayor¨ªa de las quejas que se oyen por la calle se justifican con razones de peso, algunas generosamente aportadas por el Gobierno y otras alumbradas por la imaginaci¨®n del consumidor.
Un caso de queja plenamente justificada -y provocada por un cambio- se tradujo en un suspenso poco menos que colectivo en un examen parcial en segundo o tercero de carrera. El profesor era todo un personaje, atrabilario y sabio, y que, aparte de ser una autoridad en su disciplina, ten¨ªa afici¨®n a las cosas m¨¢s ins¨®litas. El d¨ªa del examen lleg¨® a la escuela con un humor de perros; todav¨ªa con los primeros desgraciados a los que llam¨® al encerado mantuvo una actitud atenta, pero impaciente; formul¨® una pregunta incontestable y los fue sentando uno a uno, con un cero (un bolet¨ªn se dec¨ªa en el colegio) sobre sus espaldas; a los siguientes ya ni siquiera les mir¨®, tras repetir la misma pregunta, para volverles la espalda y arrimarse al ventanal a observar un objeto que guardaba en el bolsillo y de vez en cuando volv¨ªa a examinar con gesto de profundo desagrado. Siempre que se produc¨ªa un resultado tan catastr¨®fico y colectivo se recurr¨ªa al delegado de curso, que para eso estaba, a fin de que a trav¨¦s de una conversaci¨®n de hombre a hombre pudiese deducir las causas del estrago y rogar al profesor, si lo ten¨ªa a bien, que declarase nulo el resultado del examen y convocase otro para fecha inmediata._El profesor le dijo al delegado lo de siempre; que el curso era un desastre, que no se repasaban los apuntes, que nadie atend¨ªa a lo que se dec¨ªa en clase, que nadie sab¨ªa nada; y por si fuera poco -y ya en el terreno de las confidencias que de tal manera abonan los digustos- le explic¨® la causa de su malhumor. ?l era muy andar¨ªn -le dijo al delegado, cosa que todos sab¨ªamos- y gustaba de amenizar sus largos paseos haciendo sonar una rana de metal que acostumbraba a llevar en el bolsillo. Como el juguete era muy fr¨¢gil y no siempre lograba encontrar su repuesto en la cacharrer¨ªa del barrio, en ocasiones adquir¨ªa, a pesar de su precio, una cinta de m¨¢quina de escribir (la cinta, naturalmente, la tiraba, no ten¨ªa la menor utilidad) cuyo envase consist¨ªa en una caja met¨¢lica cuya tapa ten¨ªa las mismas virtudes que la rana, si no mejores. Aquel d¨ªa -le dijo al delegado- hab¨ªa adquirido una cinta nueva, entre otros, con el prop¨®sito de acudir al examen con la mejor disposici¨®n de ¨¢nimo, con el esp¨ªritu m¨¢s benevolente. "Y mire usted con lo que me he encontrado", le dijo al delegado, al tiempo que le mostraba el nuevo envase, una caja circular de pl¨¢stico de color bellota, que no se dejaba apretar ni, por supuesto, emit¨ªa el menor sonido.
En aquellos tiempos apenas hab¨ªa sem¨¢foros; como mucho, se pod¨ªa contar una docena de sem¨¢foros en el centro de la capital, que desde luego no serv¨ªan para regular el tr¨¢fico rodado, porque, reducido al de los veh¨ªculos oficiales y del transporte p¨²blico, no ten¨ªa la menor necesidad de ser regulado. Al parecer, quien ten¨ªa necesidad de ser regulado era el peat¨®n. A falta de sem¨¢foros en cada esquina del centro hab¨ªa un agente municipal (o guardia), con un uniforme un tanto colonial -guerrera y salacot blancos-, provisto de un poderoso silbato a fin de alertar al peat¨®n que intentara cruzar la calzada por un punto no debido; si el peat¨®n, desoyendo el aviso, pretend¨ªa persistir en su empe?o, el agente no lo pensaba dos veces: abandonaba su puesto para perseguir al infractor, tomarle, si era necesario, por el brazo, obligarle a desandar el camino hasta conducirle al paso e imponerle como correctivo una sanci¨®n de una peseta, previa entrega del volante justificativo arrancado de un block que guardaba en el bolsillo de la guerrera. El suceso no s¨®lo se repet¨ªa en los puntos c¨¦ntricos en numerosas ocasiones, sino que llevaba un cierto tiempo durante el cual la masa de peatones d¨®cilmente ten¨ªa que esperar en el paso el permiso del guardia para cruzar una calzada vac¨ªa, por la que de tarde en tarde pasaba un tranv¨ªa, un taxi o un PMM. Era un tanto rid¨ªculo e infantil: en aquella Espa?a artificiosamente dominada por las ideas de jerarqu¨ªa y obediencia, la calle se convirti¨® en un remedo del patio de colegio con guardias y peatones jugando a polic¨ªas y ladrones, con la sombra del desacato y del castigo planeando siempre por encima de la cabeza del ciudadano, que apenas pod¨ªa disfrutar de la ciudad "cuando los reba?os pastaban por el foro".
La escuela, situada entonces en los altos del observatorio, no estaba ciertamente bien comunicada, y los que viv¨ªan lejos ten¨ªan que hacer uso del metro de Atocha o del tranv¨ªa n¨²mero 33, creo recordar. En la escuela se pasaba lista y se contabilizaban las faltas de puntualidad, cuya acumulaci¨®n se consideraba grave. El 33 hac¨ªa el recorrido Pac¨ªfico-Ciudad Jard¨ªn, o algo as¨ª, con una frecuencia de uno o dos viajes por hora. El drama se produc¨ªa cuando al cruzar la plaza de la Independencia topaba con el reba?o. Todav¨ªa era entonces Madrid ca?ada de paso, y no era raro, en las primeras ma?anas soleadas y frescas de noviembre, denunciado por el polvo que levantaba por el paseo de los impares, adivinar la bajada por la Castellana de un reba?o de merinos conducido por un par de perros y un pastor, contempor¨¢neo de Cervantes, que tras cruzar las quebradas del Lozoya se dirig¨ªa a las dehesas de Alcudia sin parar la menor atenci¨®n a los palacetes alfonsinos de la corte. La ca?ada, para evitar el cruce de Cibeles, abandonaba Recoletos para subir por Ol¨®zaga (entonces H¨¦roes del 10 de agosto) hasta Independencia y desde all¨ª seguir por Alfonso XII hacia Pac¨ªfico, Getafe y Fuenlabrada. Cuando los ocupantes del 33 -un tranv¨ªa de dos ejes, lento y ruidoso, todo un precursor del tranv¨ªa-, tras rodear la puerta de Alcal¨¢, descubr¨ªan con horror que todo el ancho de Alfonso XII estaba ocupado por el parsimonioso y polvoriento reba?o, ya pod¨ªan dar por seguro que les ca¨ªa una falta de puntualidad, que los m¨¢s aprensivos trataban de evitar, sin m¨¢s, abandonando el veh¨ªculo y echando a correr. Pero otros, tal vez conscientes de que eran testigos del final de una ¨¦poca o decididos a aprovechar el par¨¦ntesis (por causa de fuerza mayor) para un ¨²ltimo repaso matinal, prefer¨ªan aceptar su destino y seguir al reba?o hasta la parada de Claudio Moyano, no sin hacer sonar la campana reiteradamente y elevar sus protestas asomados a puertas y ventanillas. Cu¨¢ntas veces algunos representantes de aquella generaci¨®n que por primera vez se encarar¨ªa a los problemas del tr¨¢fico sobre bases cient¨ªficas trataron, de la forma m¨¢s persuasiva, de exponer sus razones a un pastor que para no discutirr ni modificar su conducta mov¨ªa la cabeza al mismo ritmo que sus ovejas.
Un amigo me cont¨® que en cierta ocasi¨®n fue testigo de una trasmisi¨®n de funciones y poderes entre dos pastores. Teniendo uno de ellos que ausentarse por un rato (cosa muy rara entre ellos; yo he conocido uno que desde 1939 s¨®lo ha dejado un d¨ªa de pastorear), llam¨® a un joven que acompa?aba a otro vecino para que en su ausencia cuidase de su reba?o. Mi amigo contaba que para asegurar la vigilancia, el pastor saliente entreg¨® su cayado al entrante, en cuanto s¨ªmbolo imprescindible para garantizar el acatamiento de las ovejas al nuevo celador. La an¨¦cdota -seguramente casual, de la que no cabe inducir una generalizaci¨®n- me llev¨® a pensar en la relaci¨®n directa, pero sublimada, entre ese cayado y el bast¨®n de mando de ah¨ª (una prestaci¨®n simb¨®lica ya insinuada en la Kingship de Hocart) con el cetro; sceptrum no significa ni m¨¢s ni menos que bast¨®n. Pero un paso m¨¢s en la analog¨ªa conduce al emparentamiento de la solemne figura del Omnipotente, sentado en su trono el¨ªseo con el cetro en una mano y el globo del universo en la otra, con la del pastor que descansando sobre una piedra del camino se apoya en el cayado mientras en la derecha retiene el canto que certeramente dirigir¨¢ a la cabeza que imprudentemente se aleje del resto del reba?o. A poco que se piense, el pastor re¨²ne todos los atributos simb¨®licos de la realeza, incluso la capa. No muy acusada ser¨¢ la transformaci¨®n que sufren esos atributos al pasar del rey al agente municipal: el cetro se convierte en porra y el canto en un silbato con que lanzar ese pitido que, en el ¨¢mbito ciudadano, no es m¨¢s que la pedrada que la autoridad dirigir¨¢ a la cabeza d¨ªscola.
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