La guerra en casa
I. C. "Al¨¢ ajbar" ("Dios es grande"), "Demos el asalto" gritaron los milicianos, y su invocaci¨®n al Todopoderoso signific¨® para todos los inquilinos de la residencia J. Saad, de la calle de Baalbeck, en el c¨¦ntrico barrio comercial beirut¨ª de Hamra, el principio del fin de una pesadilla empezada al anochecer.
Una hora despu¨¦s, minutos antes de las cuatro de la madrugada de ayer, elementos armados pertenecientes a la milicia shi¨ª Amal (Esperanza) hab¨ªan forzado el portal con las culatas de sus fusiles de asalto Kalashnikov con la intenci¨®n declarada de subir al tejado para abrir fuego desde all¨ª contra un enemigo apostado a un centenar de metros.Cuando de repente el ruido de los culatazos contra la puerta acristalada de la entrada se a?adi¨® al tableteo de las ametralladoras, y de las explosiones de proyectiles anticarros disparados en las dos calles a las queda la casa de cinco pisos, el p¨¢nico cundi¨® entre los vecinos libaneses y extranjeros.
En el cuarto derecha, por ejemplo, Tom¨¢s Alcoverro, corresponsal del diario barcelon¨¦s La Vanguardia, reiteraba como un son¨¢mbulo que la "historia se repite", y no dudaba un instante de que, como ya le ocurri¨® en el verano de 1976 en las afueras de Beirut, iba a ser nuevamente despojado por los guerrilleros de todas sus pertenencias.
A medida que escuchaba los pasos ascendentes en la oscura escalera, Agnetta Romberg, corresponsal de la radio nacional sueca, inquilina del ¨¢tico, pero refugiada en el pasillo del cuarto izquierda, donde intent¨® en vano dormir sobre la moqueta, se inventaba en voz alta un recientemente matrimonio con su anfitri¨®n que le librar¨ªa, esperaba, de los abusos deshonestos de los milicianos de barba isl¨¢mica.
Mientras escuchaba con o¨ªdo distra¨ªdo la historia de su boda ficticia, este corresponsal buscaba apresuradamente a gatas -por debajo del marco inferior de las ventanas por donde pod¨ªan entrar trozos de metralla- un escondite seguro para unos 90 shekeis israel¨ªes guardados desde un viaje realizado a Israel, una cantidad rid¨ªcula que alg¨²n joven isl¨¢mico podr¨ªa, considerar como una prueba fehaciente de su colaboraci¨®n con el sionismo.
Pero los llantos de unas ancianas sentadas en el rellano de la escalera -el inmueble carece desgraciadamente de s¨®tano-, que explicaban entre sollozos a los intrusos la insensatez de sus intenciones, que convertir¨ªan al edificio en un blanco sistem¨¢tico del bando enernigo, les disuadieron de su prop¨®sito.
Tensos, pero correctos, los hombres de Arrial se limitaron a disparar desde el vest¨ªbulo alguna que otra r¨¢faga de metralleta y a pedir ayuda, al tiempo que explicabala situaci¨®n b¨¦lica en los alrededores a unos oyentes convencidos hasta unas horas antes de residir en uno de los barrios menos peligrosos de la ciudad.
Pero la ubicaci¨®n, a un centenar de metros, de una importante sede del movirniento nasserista sun¨ª de los Morabitun (almor¨¢vides), que los shi¨ªes estaban empe?ados en tomar, transform¨® la situaci¨®n en un aut¨¦ntico infierno, al que s¨®lo faltaron las llamas de un gran incendio, porque alg¨²n milagro evit¨® que la gasolinera situada enfrente fuese alcanzada por un bombazo.
En el lado derecho del edificio, la onda expansiva de las detonaciones rompi¨® varios cristales, mientras aterrizaban en las alfombras orientales trozos de metralla, y al amanecer, la calle, observada furtivamente desde las ventanas, ofrec¨ªa un espect¨¢culo de desolaci¨®n, con los coches calcinados y alguna tienda quemada.
Dos periodistas japoneses intentaban, desde el vest¨ªbulo de un hotel adyacente, apagar con un extintor el fuego que consum¨ªa su autom¨®vil, pero al no atreverse a salir a la calle, la nieve carb¨®nica se desparramaba sobre la calzada sin poder alcanzar las llamas que sal¨ªan de la carrocer¨ªa.
S¨®lo pasadas las nueve de la ma?ana, al cabo de 13 horas de combates, los fieles de la rama minoritaria del islam acabaron, por fin, la conquista de la famosa plaza fuerte enemiga, y al tiempo que ¨¦stos embarcaban a sus prisioneros, los japoneses consegu¨ªan, por fin, apagar el incendio, y las viejecitas en camis¨®n del rellano dejaban de servir a sus aterrorizados invitados caf¨¦, zumos de naranja y galletas, para retirarse a dormir.
Si no hubiese sido por los disparos al aire de unos militantes de Amal que empezaban a celebrar su victoria, el barrio hubiese estado perfectamente tranquilo, aunque a lo lejos, en los suburbios, el fragor de las detonaciones hubiera seguido a¨²n alternando durante varias horas con las sirenas estridentes de las ambulancias.
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