Isla de Pascua, isla de Pasi¨®n
El anuncio de un nuevo aeropuerto abri¨® el caudal de recuerdos de las Malvinas. Otra noticia similar me trae el de la isla de Pascua, ese rinc¨®n del mundo que pertenece oficialmente a Chile pero que est¨¢ a 3.700 kil¨®metros de su metr¨®poli y a a?os luz de cualquier civilizaci¨®n a la que el hombre de hoy est¨¦ habituado. Porque las impresionantes figuras p¨¦treas que miran al horizonte por encima de vuestras cabezas parecen haber sobrevivido a otros mundos y a otras ¨¦pocas. Nadie que arribe a la isla de Pascua puede dejar de preguntar y preguntarse de d¨®nde salieron en una extensi¨®n tan peque?a esp¨ªritus capaces de crear la imagen, los brazos y los utensilios necesarios para levantarlas. Son los moasis: siete metros de cabeza y cuello, 12 metros de torso; total, 19 metros de piedra erguida. Algo impresionante. Thor Heyerda?l, el del Kon-tiki, que las investig¨®, sosten¨ªa que la desproporci¨®n entre la extensi¨®n de la isla y sus logros art¨ªsticos era cosa relativamente moderna, porque anteriormente la isla formaba parte de un continente unido a Am¨¦rica del Sur hasta que un terremoto o se¨ªsmo hizo desaparecer la gran masa que hab¨ªa albergado una gran civilizaci¨®n dejando s¨®lo ese incongruente recuerdo de ella.... O quiz¨¢, como creen los obsesionados por los ovni, fueron seres del m¨¢s all¨¢ los que esculpieron y levantaron en tiempos lejanos esas estatuas gigantes porque gigantes eran sus posibilidades t¨¦cnicas.
Pero en la isla de Pascua el asombro no se limita al pasado p¨¦treo; tambi¨¦n es curioso el presente humano. El pasajero que sale del avi¨®n o del barco -yo lo hice del France- asocia, como es l¨®gico, una isla a la navegaci¨®n y encuentra en ¨¦sta que apenas hay barcos y s¨®lo una m¨ªnima parte de la actividad de los nativos se dedica a la pesca. Los dem¨¢s cabalgan... as¨ª como suena, porque los caballos son los reyes de este territorio. Hay en la isla 3.000 caballos galopando con las crines al viento, caballos peque?os y resistentes, de cabeza fina como los de la sierra abulense. Tres mil caballos, es decir, dos para cada uno de los residentes que saben agarrarlos al paso, montarlos con seguridad y al llegar a su destino dejarlos sueltos de nuevo a la disposici¨®n de otro necesitado de veh¨ªculo.
Otra cosa en ese grupo social lo hace tambi¨¦n distinto de lo que est¨¢ acostumbrado a ver el viajero. Y es que los nativos, en lugar de intentar venderle algo, quieren compr¨¢rselo todo. El chal e incluso la ropa interior de una se?ora, la cazadora usada del hombre. La raz¨®n es clara. Aunque los turistas sean relativamente pocos para el inter¨¦s de la isla, ya que el coste es alto (Pascua no es camino de ning¨²n sitio, aqu¨ª hay que venir especialmente), dejan, sin embargo, mucho dinero por las reproducciones en miniatura de las estatuas famosas y el alquiler de caballos para visitar el terreno. Y con esos d¨®lares ?qu¨¦ hace uno? No hay grandes almacenes, no hay boutiques, apenas un comercio o dos en la isla, de forma que si se quiere variar un poco de atuendo hay que adquirirlo en el modelo viviente que aqu¨ª llega procedente de otras latitudes.
La isla fue descubierta por los holandeses, que le dieron el nombre. Cuarenta y ocho a?os despu¨¦s, un tal Felipe Gonz¨¢lez (no es broma) la declaraba espa?ola con el nombre de San Carlos. No prosper¨® ni el nombre ni el dominio. Tras varias vicisitudes, en 1888 la marina de Chile la integr¨® a este pa¨ªs.
Pol¨ªticamente al menos. Porque la impresi¨®n que esa gente da al extranjero es que no pertenece a ning¨²n grupo ¨¦tnico conocido, a ninguna sociedad determinada. Su lenguaje familiar es el papuano, con el espa?ol para entenderse con sus actuales due?os, pero su gente parece desgajada de un ¨¢rbol milenario y extra?o. A veces, como atracci¨®n e intuyendo que es lo que esperan de su ubicaci¨®n geogr¨¢fica, sus mujeres bailan danzas parecidas a las tahitianas y hawayanas, pero lo hacen sin la gracia ondulada necesaria, como quien cumple un deber. Hay que advertir que tampoco el marco corresponde a esa m¨²sica y esos movimientos. En vez de frondosas palmeras y cocoteros, hay colinas cubiertes de una hierba muy verde (lo que explica el auge del caballo), y cuando se abre una carretera surge una tierra rojiza y volc¨¢nica que se levanta con el viento ensuciando la ropa. M¨¢s que en el Pac¨ªfico parece uno estar en Irlanda o el Pa¨ªs de Gales, a juzgar por el color de sus pastos.
Seg¨²n la leyenda local, lucharon por el predominio de la isla las tribus de Orejas Largas contra los de Orejas Cortas. Pero los rasgos fisiogn¨®micos que han quedado aqu¨ª triunfantes son las Largas Narices, los tremendos bustos que esperan desde hace siglos que alguien nos los explique.
Pero si explicar esta isla es dif¨ªcil, aprovecharla, evidentemente, no lo es tanto. Estados Unidos ha arrendado a Chile el uso de ese nuevo aeropuerto que sirva de base a un observatorio muy importante para el Pac¨ªfico del sur en la guerra que mantenemos desde hace a?os y que cuenta con todos los ingredientes: estrategia, t¨¢ctica, espionaje, producci¨®n b¨¦lica; todos menos, afortunadamente, los tiros.
Al principio de su historia, los ind¨ªgenas eleg¨ªan todos los a?os un jefe que, para merecer el t¨ªtulo, ten¨ªa que nadar hacia un islote situado a kil¨®metro y medio de la costa y traer inc¨®lume el huevo del primer p¨¢jaro migratorio (malatura) que all¨ª se posara.
Hoy el jefe no tiene que hacer ninguna promesa para alcanzar su elevado puesto. Al ind¨ªgena el jefe se le supone al nacer. Es uno que con distintos atav¨ªos llega a la isla desde fuera, por el mar o desde el aire, poderosamente armado (municiones o dinero) y hablando espa?ol o ingl¨¦s.
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