Pobre de m¨ª
La copla tiene resonancias gregorianas. Y se abate, machacona y plomiza, sobre el mosaico irregular de adoqu¨ªn y ¨¢labe -liquen de siglos- del casco viejo. Es el final; el ¨²ltimo empuj¨®n, rugido, s¨ªstole de un coraz¨®n que se detiene.Es el rito, la vela, la liturgia, la cosa, el olor a cera y candelilla, la org¨ªa necr¨®fila y el catafalco. Y es que en esta tierra todos llevamos el corazoncito fajado de estolas y cingulillos. Por eso aprovechamos el mogoll¨®n y el extranjer¨ªo para dejar salir al curita que llevamos dentro, y as¨ª celebramos-concelebramos (gregarios que somos) nuestra gran misa rural, tumultuosa y pagana.
Queremos morir cantando como el cisne, y para lograrlo hemos instituido esta procesi¨®n plebeya, funeraria y cirial. Pero no somos cisnes y, en ese ejercicio, vamos, p¨¢lidos, ojerosos y abrumados, el talante cence?o, escu¨¢lido el continente y el h¨ªgado penitenciario y sombr¨ªo. Es el momento de la autocompasi¨®n, y en ¨¦l todos corremos parejos en indigencias y desalientos.
A veces, entre la pleamar responsoria destacan, frescos y saludables, los aldeanos. Con el semblante garg¨®lico y rubicunco y la expresi¨®n asimplada, miran aqu¨ª y all¨¢, a ¨¦sta que deja asomar el entrepecho, a aqu¨¦lla que ense?a la braguita nocturna y trasegada Asombrados, alborozados, tr¨¦mulos, socarrones e ingenuos. Callo de siglos en la timidez cobriza de los oc¨¦anos.
Llegan del front¨®n y del domingo, la cartera rebosante y, bajo la boina, fantas¨ªas abstractas y peregrinas de imprevistas seducciones que al final se suelen traducir en noches mercenarias. Ellos a¨²n est¨¢n en la fiesta.
Nosotros, los de a diario, desde el yanqui aguerrido y mandibular al oriental oblicuo y fotogr¨¢fico y desde el c¨¢ndido oce¨¢nico hasta el agabachudo y melifluo ultramontano, igual los naturales que los for¨¢neos, estamos en otra fase. Apenas trasgos, sombras dudosamente verticales, luchamos ya s¨®lo por la supervivencia.
Adictos o posesos, intentamos robarle al jolgorio un soplo m¨¢s, alargar un instante la oscuridad pen¨²ltima y, envueltos en la melod¨ªa salm¨®dica de la turba, creemos cantar tambi¨¦n.
Todo est¨¢ consumado. La ciudad -un pringue de champa?a dulz¨®n y vomitona al que se agarran tenaces las deshiladas suelas de las alpargatas- se retrae en un trismo ag¨®nico, barbechada de confetis y vidrios rotos, y el personal, los pies adamascados de topadas y coscorrones (cicatrices c¨¢rdenas de escaramuzas y callejeos), se retira a la otra orilla del cansancio. Infinito el cansancio que arriba al fin hasta los rincones rec¨®nditos con su sofr¨®nico abrazo.
Llega la hora del juicio, la reflexi¨®n y sosiego. El recuento de glorias y bufonadas, el corolario de lances, dichos y chismes, la cr¨®nica de las deserciones y los descalabros; el relato de los hechos. ?ste, que roz¨® el asta aguzada y fiera de un Miura; aqu¨¦l, el dulce solomillo de alguna n¨®rdica vocinglera y pechugona. Haza?as que han de ser literatura con que pasar todo el a?o largo y tedioso.
Y el santo, exhausto, puede tenderse al fin en su alcolchado lecho de nimbos. Lejos, una voz destemplada entona: "Ya falta menos p'al glorioso San Ferm¨ªn". Cubri¨¦ndose con su m¨¢gico capote episcopal y torero, el patr¨®n sonr¨ªe entre sue?os y se abandona en un bostezo lento, pl¨¢cido y deleitoso.
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